El nuevo libro de Alejandro Laborde se llama El líder aprendiz, pero podría leerse tranquilamente como un manual para la vida cotidiana. Habla de jefes, equipos y organizaciones, sí, pero sobre todo habla de personas que intentan encontrar su lugar, hacerse buenas preguntas y animarse a cambiar, aun en la “segunda mitad” de la vida.

Lejos del modelo del líder omnipotente que tiene todas las respuestas, Laborde reivindica la figura de quien se permite dudar, mostrar vulnerabilidad y rodearse de gente que saque su mejor versión. “Líderes son pocos”, dice; por eso, el libro también está pensado para quienes hoy tienen el privilegio de ser liderados, pero mañana quizá les toque conducir.

En estas páginas aparecen conceptos como la armonía entre vida y trabajo, el ikigai (rebautizado en la charla como “kigayes”), la autocompasión y la capacidad de reinventarse después de los 40 o 50. También hay series, películas, historietas, anécdotas familiares y ejemplos muy visuales que ayudan a bajar las ideas a tierra.

En diálogo con Montevideo Portal, Laborde habla del líder vulnerable, del peso de los prejuicios, de la dificultad de agradecer y de por qué en Uruguay nos cuesta tanto decir en voz alta “estoy muy bien”.

El libro se llama El líder aprendiz, pero vos insistís mucho en que no es solo para quienes ya están liderando equipos.
—Cuando escribí el libro, no pensé pura y exclusivamente en personas que tienen la suerte de liderar, sino más bien en los que tenemos o tienen el privilegio de ser liderados. Creo que ahí hay un aprendizaje enorme, un camino a recorrer, muchas veces subvalorado o desaprovechado. Líderes son unos pocos en relación a la cantidad de personas que están en los equipos colaborando desde otro lugar. Y en distintos momentos de la vida te puede tocar asumir el rol, el desafío de tener que ser vos quien lidera. Para eso hay que aprender, nutrirse, rodearse, dejarse empapar de otros. Es un aprendizaje constante. Ser líder hoy no es lo mismo que ser líder hace diez años: cambió la gente que lideramos y cambió cómo vivimos y trabajamos. Compartimos más tiempo con personas de edades muy diversas y las expectativas, necesidades y exigencias de esos grupos son bien distintas.

Hace 20 años, el líder era el que tenía todas las respuestas. Vos proponés otra cosa.
—Sí. Hace 20 años el líder era el que supuestamente tenía todas las respuestas. Yo hoy creo mucho más en un líder que tiene todas las buenas preguntas o que sabe hacerse buenas preguntas. Esa es una diferencia enorme. Un líder que pregunta, que escucha, que se deja interpelar, que no llega con el libreto cerrado.

Y hablás también de un líder vulnerable, que se muestre vulnerable.
—La palabra vulnerabilidad suele asociarse a estar roto o frágil, y yo no la entiendo así. La vulnerabilidad, para mí, es estar con las barreras bajas. El término viene del mundo de la guerra: tener el flanco vulnerable era tener las defensas no tan altas. Creo que cuando uno baja las barreras del “deber ser”, del “deber responder” y del “deber parecer”, y es más como uno es, ahí sucede la magia: aparecen los buenos contactos, las buenas conexiones, las buenas conversaciones. La vulnerabilidad entendida como ese afloje.

Ser líder hoy no es tener todas las respuestas: es animarse a hacerse buenas preguntas

El libro es muy visual, lleno de referencias a películas y series, y eso ayuda a que el lector se reconozca ahí.
—Me gusta el cine, mirar películas y series, pero sobre todo me gusta hacer el ejercicio de preguntarme: “¿Qué me dice esto hoy en mi vida cotidiana?”. Los ejemplos a películas, series, historietas o personajes tienen que ver con eso. Podés mirar una serie de acción o muy bélica, y sin embargo hay ahí pistas o preguntas que te interpelan. El otro día vi Black Rabbit, de dos hermanos que tienen un restaurante en Nueva York. Nada que ver con el mundo empresarial, pero dice muchísimo sobre conversaciones no tenidas, sobre la importancia de tener buenas conversaciones, de generar objetivos a largo plazo. El libro trata de hacer ese puente: arrancar con algo que no es cotidiano y llevarte a la vida profesional y personal.

También ponés mucho de tu propia vida: familia, amigos, terapia, miedos. Eso refuerza esa vulnerabilidad de la que hablabas.
—El trabajo es una dimensión de nuestra vida, tal vez la que más tiempo nos ocupa, pero no sé si es la más importante. A veces tenemos el mandato de que el trabajo es “lo más importante” y eso hace que descuidemos la familia, los amigos, el deporte, la salud mental, a uno mismo. Se habla mucho del “balance” vida-trabajo, pero el balance supone dos cosas en el mismo peso. Si trabajás ocho horas y estás en tu casa cuatro, ahí ya estás desbalanceado. Yo creo más en la armonía entre vida y trabajo: entender cómo se entrelazan. Y eso incluye lo que vos decías: el espacio con los hijos, la pareja, los amigos, las relaciones y con uno mismo. Darse tiempo a uno mismo.

Hay un concepto que yo no conocía y que me llamó la atención: el “kigayes”.
—El “kigayes” (que viene de una tecnología muy antigua, muy emparentada con el ikigai japonés) habla de la intersección de tres grandes cosas: lo que sos bueno para hacer —tus capacidades, tus habilidades—; lo que te gusta hacer —porque podés ser bueno en algo pero no te apasiona, o al revés—, y que eso tenga un propósito, que tenga impacto en el mundo real. A veces se suma una cuarta dimensión, que es lo que te da dinero, lo que te retribuye. Pero las tres centrales son la pasión, lo que te gusta; lo que sos bueno, tus habilidades, y lo que genera impacto afuera. Ese centro, cuando estás en actividades que reúnen esas tres cosas —amor, capacidad e impacto—, es cuando estás en tu eje.

Eso aplica al liderazgo, pero también a la vida cotidiana y al trabajo de cualquier equipo.
—Totalmente. En el libro hablo de talentos: para qué cosas somos buenos. Y después, de poner a la gente buena a resolver lo que sabe resolver. Hay un ejemplo muy gráfico con Usain Bolt: él era muy malo en la largada. Muchos años su entrenador trató de mejorarle la largada, hasta que en un momento dijo: “Es parte de lo que es, aprovechemos lo que es muy bueno, que es cómo remata”. Si mirás todas sus carreras, parece que le van a ganar y al final arrolla. Entonces, en lugar de forzarlo a ser bueno en lo que no lo es, potenciaron su talento natural. Con los equipos pasa lo mismo: que la gente buena haga lo que es buena haciendo. Y del otro lado, a los que nos toca ser liderados, poder decir “para esto sí” y también “para esto no”. No tener miedo de decir “no puedo, no quiero, no sé”.

La vulnerabilidad no es estar roto: es bajar las barreras del deber ser para que aparezcan las buenas conversaciones

En el libro hablás de la “mejor versión” y lo llevás también a los vínculos personales.
—Sí, creo que es un libro para la vida cotidiana. Yo hablo de saber rodearse. Hay un autor que dice que somos el promedio de las cinco personas con las que pasamos más tiempo. Entonces, elegí con quién estás, quién saca tu mejor versión, quién te apaga, quién te saca energía. Poder dimensionar eso y animarse a decir: con esta persona sí, con esta no. No es fácil; a mí me cuesta muchísimo, pero por lo menos hacer el ejercicio de con quién quiero pasar mi tiempo. A mí la escritura del libro se me despertó con la conciencia de la segunda mitad de la vida: estoy en mis cuarenta y largos y me pregunté “¿qué voy a hacer la segunda mitad de mi vida?”. Supongo que voy a vivir cien años —mi abuelo casi tiene cien—; bueno, ¿qué voy a hacer con la segunda mitad? Empezar a tomar decisiones alineadas con lo que me hace bien. Estar en tu eje es fundamental.

En esa segunda mitad aparece fuerte la idea de la reinvención. No quedarse en un lugar solo “porque faltan cinco años para jubilarme”.
—Totalmente. Harari habla de esto: en el siglo XVIII la gente vivía hasta los 40; en el XIX, hasta los 50; en el XX, hasta los 70 u 80, y probablemente en el XXI vivamos cerca de los 100. Eso implica que tenemos tiempo para hacer muchas cosas, si la salud y el cuerpo acompañan. Podés hacer una segunda carrera, dedicarte a otra profesión, cambiar de trabajo. Hay muchísima gente emprendiendo a los 40 o 50. Hay redes de emprendedores senior. La Universidad Católica, por ejemplo, sacó un programa para formar gente en la llamada “economía plateada”. Todo eso supone la capacidad de reinventarse, de dejar viejos paradigmas personales y animarse a dar el salto. No es fácil, no es un mandato de “tenés que reinventarte sí o sí”, pero al menos date la oportunidad de preguntarte qué querés hacer hacia adelante.

También hablás de dos temas muy presentes hoy: la autocompasión y la ansiedad.
—Yo soy muy ansioso, y en el libro hablo de reconocer las debilidades. La ansiedad es tremenda porque te hace vivir siempre en el futuro, fuera de tiempo. Te saca del “ahora”. Es una trampa horrible que te hace sobrepensar cosas que no sucedieron y no tienen por qué suceder. Eso te saca mucha energía y hay que trabajarlo. Y la autocompasión está muy relacionada: ser menos duro con uno, no decirse cosas que no tenés que decirte. Mariano Sigman, en El poder de las palabras, dice que todo lo que vos te decís en la cabeza te lo vas creyendo. Si repetís “estoy muerto”, “me muero de hambre”, terminás creyéndolo. No estás muerto, ni muerto de hambre. Ponerle el nombre correcto a lo que te pasa y ser bondadoso con vos mismo, decirte cosas lindas, también ayuda a sanar.

La ansiedad es una trampa que te hace vivir siempre en el futuro y te roba el ahora; la autocompasión es empezar a hablarte con cariño

Es muy uruguayo esto de no reconocerse, de minimizar todo lo bueno que nos pasa.
—Sí. Somos muy de decir “estoy tirando” cuando nos preguntan cómo estamos. Pip Stein me decía que en Uruguay nos cuesta admirar a los demás porque estamos muy cerca: te conozco, sé dónde vivías, fuimos juntos a la escuela. La lejanía genera admiración. Acá, como somos tan poquitos y hay un grado de separación, admirar a alguien supone aceptar que hay cosas de esa persona que no conozco y que fantaseo como muy buenas. Y eso nos cuesta. Por contrapartida, me cuesta decirte que estoy muy bien o que logré algo, porque tengo miedo de que te caiga mal, de que pienses que estoy alardeando. Entonces, ni admiramos ni nos animamos a decir “estoy notable”.

Hay un capítulo que habla de agradecer y también de prejuicios y sesgos. Contás una anécdota muy graciosa de alguien que te dice: “Pensé que eras un sorete”.
—Sí, fue con un amigo, Daniel, con quien hoy somos colegas y nos pasamos trabajo. Un día le compartí algo, le regalé unas entradas, y me dice: “La verdad, sos un buen tipo… yo pensaba que eras un sorete”. [Risas]. Y nunca habíamos interrelacionado. Eso pasa mucho: yo mismo me encuentro construyendo historias mentales sobre personas que no son reales. Y voy a la charla con esos prejuicios. En ese contexto, la vulnerabilidad no existe. La vulnerabilidad supone aflojar y también no dar por supuestas las respuestas, ni las formas de ser, ni las formas de pensar. Tenemos mucho esto de “me lo hizo a mí”. Pensamos que la gente nos hace cosas a nosotros. Y muchas veces lo que el otro hace tiene que ver con cómo es, no con un plan premeditado para lastimarte a vos. Esos prejuicios son terribles a nivel personal y en el vínculo con los otros.

También está el “sesgo destructivo”, esa idea de quedarnos enganchados a cómo “fue” algo y dar por hecho que será siempre igual.
—Exacto. Mirar siempre para atrás y suponer que lo que fue va a ser siempre de la misma manera. “Hace tantos años era mi momento y ahora ya no lo es”; “esa relación era y ahora ya no es”. A nivel de pareja, de amigos, de trabajo… Me parece que hay que pensarlo en otra lógica. La capacidad de actualizar la foto y no vivir del álbum viejo.

Planteás que agradecer y tener conversaciones difíciles son dos prácticas fundamentales.
—Sí. Agradecer es reconocer que alguien hizo algo por vos, y eso ordena mucho los vínculos. Y las conversaciones difíciles son necesarias. A veces pensamos que una conversación difícil nos va a llevar sí o sí a resolver el tema, y no. Una conversación difícil es hablar de algo que nos incomoda, y su resultado no necesariamente es cerrar el conflicto: puede ser más incomodidad, más lejanía. Pero por lo menos entendés qué te pasa a vos y qué le pasa al otro. Yo le grabé una nota a Federico Buysan y él me decía que le gustaría hacer un programa que se llamara Distanciados: personas con las que está peleado o no se hablan hace años, y que ya ni sabe por qué. Eso supone bajar el ego: decir “ya pasó, ya no estoy más enojado, ese problema caducó”. Pero para eso alguien tiene que levantar el teléfono, invitar el café, pedir perdón. Y a veces decimos “yo no tengo la culpa, que se ocupe el otro”. El tema es que si a vos te molesta, también es tuyo.

¿Cómo ordenaste todo esto para escribir el libro?
—Fue un proceso. Yo venía escribiendo en Búsquedas hace tiempo, y en terapia mi psicólogo me dijo: “¿Por qué no empezás a escribir? Está bueno que todo esto que pensás y vivís lo vuelques a otros”. Julio De Caro, hace muchos años, también me decía: “Vos tenés que escribir muchas de las cosas que venís pensando”. En paralelo, la editorial me llamó, me dijo que había leído cosas y me propuso escribir. Ahí empezó un proceso de ordenar: personal, con amigos que me ayudaron, y también con Joaquín, de la editorial, que me ayudó a darle lógica a todo el libro. Escribir un libro es como tirar una botella al mar: no sabés a quién le va a llegar ese mensaje. Pero me pasa que la gente me dice “leí tu libro, tal cosa me hizo sentido”. Y eso, para mí, ya vale la pena.

Cuando vas a las librerías, el libro aparece ubicado en lugares distintos: empresa, autoayuda, desarrollo personal… ¿Dónde sentís que “encaja”?
—Es muy gracioso eso. En algunas librerías está en la sección de empresas, en otras en autoayuda, en otras en conocimiento personal. Tenemos esa necesidad de etiquetar todo: libros, personas. Yo creo que es un libro para alguien que se está haciendo preguntas, que quiere hacerse buenas preguntas, que busca alguna respuesta en temas personales y profesionales, que se siente interpelado a nivel más profundo. Si el libro aporta alguna pista en ese camino, ya estoy más que conforme.

Y ya estás escribiendo otro.
—Sí, vengo trabajando en un nuevo proyecto, también muy atravesado por estas preguntas sobre el trabajo, los vínculos y la segunda mitad de la vida. Veremos dónde termina cayendo en las librerías. [Risas].

Ojalá que también sea de “líderes aprendices”.
—Ojalá. Mientras tanto, sigo aprendiendo yo.

El libro

Un viaje introspectivo y transformador, explorando las múltiples facetas del liderazgo y el autoconocimiento.

Laborde nos invita a un viaje introspectivo y transformador, explorando las múltiples facetas del liderazgo y el autoconocimiento. A través de reflexiones profundas y experiencias personales, el autor nos guía para descubrir nuestros talentos ocultos, enfrentar nuestras debilidades y aprender a escuchar nuestras emociones. Este libro es una herramienta esencial para quienes buscan mejorar su vida personal y profesional. Laborde nos enseña la importancia de la gratitud, la reflexión y la conexión con los demás, destacando cómo estos elementos pueden convertirse en hábitos recurrentes que mejoren nuestra calidad de vida, a la vez que nos desafía a cuestionar nuestras decisiones, a rodearnos de personas que potencien nuestras habilidades y a ser líderes más empáticos y vulnerables.

El líder aprendiz no solo es una guía para el desarrollo personal, sino también un llamado a la acción para quienes desean dejar un legado significativo. Con ejemplos prácticos y consejos aplicables, este libro es una lectura obligada para cualquier persona que aspire a liderar con integridad y propósito y un viaje para descubrir cómo convertir tus viejos comportamientos positivos en hábitos duraderos y cómo el camino hacia la mejora está oculto en lo que te da placer, no en tu descontento.