Por The New York Times | Dwight Garner
Recurrir a los libros en busca de inspiración para hacer ejercicio probablemente sea una idea terrible.
Muy poca gente se da cuenta, escribió la coreógrafa Martha Graham, “de cómo los titulares que hacen historia a diario afectan a los músculos del cuerpo humano”. Tal vez tú también hayas sido vapuleado por los titulares de la última década como si fueras un filete de ternera, igual que yo. Tal vez respondiste como yo, y caíste en una espiral de indolencia física. Igual que a Oblomov, en la novela de Ivan Goncharov, a mí a menudo me ha costado levantarme de la cama.
En mi pereza, he sentido que tenía a la literatura de mi lado. “¿Qué tan desesperado tienes que estar para empezar a hacer flexiones para resolver tus problemas?”, preguntó Karl Ove Knausgaard en una de las novelas de su serie Mi lucha. “La cafeína era mi ejercicio”, declaró la narradora de Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Moshfegh. En su novela de 2020, Cuál es tu tormento, Sigrid Nunez escribió que la buena alimentación y el ejercicio probablemente solo empeorarán las cosas al final, cuando anheles morir por fin de una enfermedad fulminante pero tu cuerpo no te deje.
Escribir es un oficio sedentario. Quizá Harold Pinter tenía razón al sugerir, en su obra El lenguaje de la montaña, que “los traseros intelectuales son los que mejor se bambolean”.
Los escritores que hacen ejercicio rara vez han parecido mi tipo de gente. Por ejemplo: Dan Brown, el autor de El código Da Vinci. Él ha dicho que programa su computadora para que cada hora se congele por 60 segundos para poder hacer flexiones y abdominales. Esto suena, de una forma sospechosa, parecido al tipo de consejo que da Timothy Ferriss en su eterno éxito de ventas El cuerpo perfecto en 4 horas, y Ferriss pesa sus heces.
Con el otoño en el horizonte y con los pantalones de la temporada pasada que apenas me entran, he estado pensando en sacudirme por fin mi “década de lasitud y letargo” y ponerme más o menos en forma. Ya que he recurrido a los escritores para justificar mi pereza, ahora me pregunto: ¿Puedo recurrir a ellos para inspirarme a fortalecer este físico de oficinista?
Siempre me ha gustado la idea que plantea James Boswell en los diarios publicados como Boswell in Holland 1763-1764 de tomar aire fresco en tu ventana por la mañana y luego “proceder al ejercicio corporal bailando y retozando por tu habitación durante cerca de 25 minutos”. Leí Boswell in Holland después de enterarme de que el esposo de Julia Child solía leérselo mientras cocinaba. Me gusta imaginarme a Julia como si bailara así.
Jim Harrison ha dado consejos similares. A The Paris Review, le dijo: “Suelo bailar media hora al día al ritmo de reggae mexicano con mancuernas de 15 libras. Supongo que es aeróbico, y las pesas mantienen tus brazos y pecho en forma”.
En estos días recientes, brincoteo en mi sala de estar con el nuevo álbum de los Mekons, apropiadamente titulado Horror. El problema es que si vives en un departamento de Nueva York, como es mi caso, te preocupa inspirar a tus vecinos a tomar las armas. Otro problema es que, simplemente, te ves ridículo. Mi esposa se muere de risa cuando me sorprende haciendo eso. Me veo como si peleara con abejas. O como Jruschov cuando hacía una de sus rabietas y golpeaba la mesa.
¿Correr es una opción mejor? La Prueba de Aptitud Física Presidencial, resucitada por Donald Trump, sugiere que los humanos deberían ser capaces de correr un kilómetro y medio. Me gustaría verlo hacer el intento.
Mi hermano es el tipo de superatleta que, a sus casi 60 años, guía a corredores ciegos en el Maratón de Boston. (También corre en la carrera anual de Taco Bell 50k de Denver, cuyas reglas estipulan parar en muchos locales de Taco Bell a lo largo de la ruta y devorar chalupas y otros productos). La capacidad de correr podría estar latente en mis genes. Me gustaría verme alguna vez con una camiseta manchada de líneas de sal.
Estos días solo corro cuando me persiguen. Mi principal queja de correr es que es aburrido. Boris Johnson, ex primer ministro del Reino Unido, escribió en The Spectator que una forma de distraerse de los rigores del esfuerzo atlético es recitar poesía. Dijo que a veces interpreta La ilíada con distintas voces mientras corre, y aterroriza a los transeúntes.
Alexander Chancellor, otro británico, escribió en sus magníficas memorias, Some Time in America, que odiaba ver a Bill Clinton, que en ese entonces era presidente, corriendo y “exponiendo sus muslos blancos al mundo”. Me temo que yo también me vería así. Odiaría contribuir al afeamiento de mi ciudad favorita.
Uno de los mejores elogios a la disciplina de correr vino de Don DeLillo, quien sonaba casi como Thoreau cuando comentó en una entrevista:
Trabajo por la mañana con una máquina de escribir manual. Hago unas cuatro horas y luego salgo a correr. Esto me ayuda a sacudirme un mundo y entrar en otro. Los árboles, los pájaros, la llovizna… es una especie de interludio agradable. Luego vuelvo a trabajar, por la tarde, durante dos o tres horas.
El escritor Kiese Laymon, en sus memorias Heavy, señaló que en Estados Unidos no es fácil salir a correr de manera casual si uno es negro, sobre todo por la noche. Temes que alguien te dispare, quizá incluso la policía.
Las opciones más amables, en interiores, abundan; cerca de mi departamento hay establecimientos decentes de yoga y pilates, por ejemplo. Pero la literatura tiende a enseñarnos que estas actividades te hacen menos agradable de lo que ya eres. Una mujer en Cuál es tu tormento, de Nunez, observa que nunca hay “mejora alguna en el carácter moral de ninguna persona que haya conocido que hiciera yoga”. Y Angela Carter dijo que “mejora la postura, pero no la tranquilidad”.
Siempre que he asistido a una clase, en mi mente concuerdo con Elif Batuman, quien escribió en su novela O lo uno o lo otro que “la logística de colocar los tapetes era profundamente estresante, de un modo que me hacía sentir que comprendía los conflictos primigenios por la tierra que constituían la base de la historia moderna”.
¿Y los gimnasios? Cada vez que contemplo la posibilidad de inscribirme en Equinox, probablemente el mejor gimnasio en mi área, recuerdo que el escritor austriaco Robert Musil, autor de El hombre sin atributos, murió de una hemorragia cerebral después una sesión de ejercicio a los 62 años. Yo probablemente sea un miembro más natural de la organización que fundó Groucho Marx: el Club de Escritores y Asmáticos del Lado Oeste de Nueva York.
Una vez que le preguntaron cómo hacía ejercicio, el actor Robert Mitchum respondió: “Corro por ahí y observo las locuras intolerables de mi época”. Yo llevo años haciendo eso, entre una lata y otra de cigarros para beber (Coca de dieta). No me ha servido de absolutamente nada.
Caminar es lo que mejor se me da, pero también lo detesto: es demasiado soso. Pero como me dice mi amigo Will cada vez que le cuento mi próxima locura de rutina de ejercicios: “Si tan solo caminaras, no necesitarías correr”.
ha sido crítico literario en el Times desde 2008 y, antes de eso, fue editor en el Book Review durante una década.