Por The New York Times | Max Fisher

Con la orden de atacar con misiles Kiev y otras ciudades ucranianas, el presidente ruso, Vladimir Putin, sigue la tradición de una larga lista de líderes en tiempos de guerra que han tratado de acobardar a sus adversarios bombardeando las capitales enemigas.

Desde que la Alemania nazi bombardeó Londres en la Segunda Guerra Mundial con los primeros aviones de guerra y misiles de largo alcance, casi todas las grandes guerras han tenido ataques similares.

El objetivo casi siempre es el mismo: coaccionar a los dirigentes del país objetivo para que reduzcan sus esfuerzos bélicos o pidan la paz.

Normalmente, lo que se pretende es obligar a los líderes enemigos a preguntarse si merece la pena poner en peligro el patrimonio cultural y el funcionamiento económico de la capital y, sobre todo, aterrorizar a la población del país para que modere su apoyo a la guerra.

Sin embargo, durante todo el tiempo que los dirigentes han elegido esa táctica, también la han visto fracasar en varias ocasiones.

Es más, estos ataques tienden a ser contraproducentes y agravar la determinación política y pública respecto a la guerra que se pretende erosionar, e incluso llegan a unir al país atacado en torno a la decisión de aumentar sus objetivos bélicos.

Los aliados vencedores de la Segunda Guerra Mundial hicieron hincapié en la estrategia de bombardear intensamente las ciudades, lo que explica en parte por qué otras naciones la han repetido tantas veces desde entonces. Ciudades como Dresde, en Alemania, y Tokio fueron devastadas; en ellas murieron cientos de miles de civiles y millones quedaron sin un techo.

No obstante, los historiadores suelen argumentar ahora que, aunque eso contribuyó de alguna manera al agotamiento de esos países, este fue ocasionado principalmente por los daños a la producción industrial alemana y japonesa, no tanto por el terror causado. Los países del Eje también realizaron bombardeos agresivos en las ciudades enemigas, lo que hace dudar aún más de la idea de que esa estrategia pueda ser un factor decisivo.

Además, la utilidad de las lecciones de la Segunda Guerra Mundial para entender las guerras que vinieron después puede ser limitada, pues los países aprendieron pronto de ese conflicto a alejar la producción militar de los centros urbanos. Es revelador que estos bombardeos rara vez hayan funcionado desde entonces.

Los planificadores bélicos estadounidenses lo descubrieron en la guerra de Corea, cuando el bombardeo de Pionyang solo sirvió para fortalecer el compromiso de Corea del Norte. Una década más tarde, lo intentaron de nuevo en Vietnam. Pero un informe interno del Pentágono concluyó que atacar Hanói, la capital norvietnamita, había sido “en retrospectiva, un error de juicio colosal”. La justificación de Al Qaeda para los ataques terroristas del 11 de septiembre ha cambiado, pero el grupo ha dicho que uno de sus objetivos era obligar a Estados Unidos a retirarse de Medio Oriente. Pero los estadounidenses, en lugar de levantarse contra los despliegues de su país en el extranjero, como esperaban los líderes de Al Qaeda, se unieron en apoyo de la invasión de Afganistán y luego de Irak.

Aunque cada conflicto es diferente, este patrón no es coincidencia, sino que lo explican la política y la psicología de la guerra. Y la misma explicación parece aplicarse en la guerra de Rusia en Ucrania.

Los ataques a las capitales que pretenden empujar a un gobierno a buscar la conciliación o emprender la retirada en realidad hacen mucho para cerrar esas opciones.

En la práctica, esos ataques les hacen pensar a los líderes que son objeto de ellos que ni ellos ni la misma existencia de su gobierno estarán seguros hasta que eliminen la amenaza con una victoria absoluta. Tienden a intensificar su respuesta en lugar de retroceder, como esperan sus atacantes.

Y una paz negociada, como a la que ha instado Putin, resulta más difícil de aceptar para esos dirigentes porque significa aceptar que la amenaza a la capital seguirá existiendo.

El público suele llegar a la misma conclusión, a ver al atacante como una amenaza implacable que solo puede ser neutralizada mediante la derrota.

El fortalecimiento de la determinación que inspiran esos ataques puede ser estratégico y emocional en partes iguales.

Los ataques aéreos y con cohetes de Alemania contra las ciudades británicas durante la Segunda Guerra Mundial, conocidos como Blitz, tenían como objetivo deteriorar tanto la producción británica como el apoyo público a la guerra para que el Reino Unido accediera a retirarse del conflicto.

En lugar de eso, los ataques provocaron una drástica reducción del apoyo británico a las conversaciones de paz con Alemania, según las encuestas de la época, lo que aumentó la presión sobre los líderes británicos para mantener la lucha.

Además, los líderes alemanes esperaban que convertir manzanas enteras de Londres en escombros pusiera a los británicos en contra de sus dirigentes, que insistían en permanecer en guerra. Pero la aprobación ciudadana del gobierno británico se elevó a cerca del 90 por ciento. En Vietnam, las fuerzas estadounidenses empezaron a bombardear ciudades del norte en 1966 con los objetivos explícitos de “deteriorar la moral popular” y “presionar a los dirigentes de Hanói para que pongan fin a la guerra”, según una revisión de documentos del Pentágono realizada por el Congreso en 1972.

En lugar de eso, los ataques contribuyeron a que los líderes norvietnamitas se aferraran a una estrategia de expulsión de los estadounidenses que estaban bombardeando sus ciudades, según concluyeron en privado los funcionarios del Pentágono.

Los ataques también enfurecieron tanto a los aliados de Vietnam del Norte en Moscú y Pekín, que esos países aumentaron su ayuda militar más allá de los sitios destruidos por los bombarderos, aseguraron los analistas del Pentágono.

Y cuanto más daño causaban los ataques, ya fuera económico o humano, más profundo era el compromiso del público norvietnamita, tanto con la guerra como con el gobierno comunista.

Un informe de la CIA a tres años de la campaña de bombardeos encontró “pruebas sustanciales” de que a la sociedad norvietnamita “le parecieron más tolerables las dificultades de la guerra cuando se enfrentó a peligros diarios por los bombardeos que cuando esta amenaza desapareció”.

Eso puede parecer contradictorio. Pero ver a un enemigo extranjero destrozar tu ciudad o barrio con explosivos aéreos puede producir un efecto de unión en torno a la bandera tan profundo que compensa incluso el cansancio de vivir diariamente en peligro.

Hasta se podría decir que estos ataques radicalizan a las poblaciones que se pretende aterrorizar.

Esto ocurrió durante la Segunda Intifada, un conflicto entre el ejército israelí y grupos palestinos en la década de 2000. Los atentados terroristas en ciudades israelíes pretendían presionar a los israelíes para que redujeran o pusieran fin a la ocupación de los territorios palestinos.

Pero una investigación llevada a cabo durante el conflicto reveló que, por el contrario, cada bombardeo incrementaba un 1,35 por ciento los votos para los partidos de derecha, que proponían una escalada militar del conflicto.

Se descubrió que los ataques palestinos con cohetes en ciudades israelíes —quizás un paralelismo más cercano a los ataques de Putin en Ucrania— dieron un impulso en años posteriores de hasta seis puntos porcentuales a candidatos políticos de línea dura.

Es probable que este efecto sea más profundo que las preferencias políticas. Los estudios psicológicos revelaron que los ataques con cohetes y bombas en las ciudades israelíes hicieron que los israelíes judíos tuvieran un mayor sentido de solidaridad entre ellos y se unieran no solo en torno a su bandera, sino también a su identidad.

Los ataques también hicieron que los israelíes judíos de esas zonas estuvieran más dispuestos a apoyar políticas más severas con los palestinos, dado que preferían una victoria contundente a ceder o hacer concesiones.

Hay otra forma en que los ataques como el de Putin de esta semana pueden aumentar el compromiso militar de un país y disminuir su voluntad de llegar a acuerdos.

Cuando los combates se limitan al campo de batalla, la población general puede vivir la guerra de forma muy diferente que los soldados y los dirigentes.

Este puede ser el caso de Rusia. Aun cuando el rechazo a la guerra y el miedo al reclutamiento se incrementan de manera visible, para gran parte del país es una abstracción que se experimenta a través de informes positivos y selectivos de los medios de comunicación estatales. Puede que así la guerra sea más fácil de soportar, pero también de ser considerada una carga no deseada, sobre todo a medida que se elevan los daños económicos y otros costos.

Pero los ataques en barrios residenciales borran las distinciones entre soldados y civiles. Los londinenses del Blitz describieron que sentían una profunda solidaridad con los soldados británicos en el extranjero, lo que llevó a muchos a organizarse en apoyo de la guerra en lugar de pedir a sus líderes que se retiraran.

Ese sentimiento de solidaridad de toda la sociedad también puede profundizar la disposición de la gente a soportar una lucha larga y costosa para alcanzar la victoria, al igual que la creencia de que tal vez no haya un camino más directo hacia la seguridad.

Las familias ucranianas afectadas por las bombas rusas, que han llevado el frente de combate a los hogares, han descrito que sienten lo mismo.

Ataques como los de Putin han fracasado de forma tan constante en la guerra moderna que algunos analistas se han preguntado si en realidad sus objetivos se concentran, al menos en parte, en casa: en apaciguar la frustración de los rusos partidarios de la línea dura. Pero si la historia sirve de guía, esos críticos podrían descubrir que su insatisfacción con el progreso de la guerra solo se verá profundizada por los ataques del lunes. Humo elevándose después de un ataque ruso con misiles en Kiev, Ucrania, el lunes 10 de octubre de 2022. (Finbarr O’Reilly/The New York Times) Trabajadores de emergencia en la escena de un ataque ruso con misiles en Zaporizhzhia, Ucrania, el lunes 10 de octubre de 2022. (Nicole Tung/The New York Times)