Por Natalia Costa Rugnitz y Nicolás Barriola

Nota de Sustentabilidad en Acciones

Si bien la historia de los medios alternativos de transporte urbano se remonta más allá de la bicicleta en el siglo XIX, el siglo XXI es decididamente un momento de auge del fenómeno. Basta mirar alrededor en la ciudad, para percatarse de que existe, hoy en día, toda una "nueva flota", hasta hace poco tiempo completamente inexistente.

 

El inventario es amplio y variopinto: hay vehículos de toda clase, tamaño, forma, rodado, precio, etc. Algunos se aproximan a lo robótico, al estar equipados con sensores de alta performance. Todos tienen en común que sirven para cubrir distancias cortas, que son más o menos compactos y pequeños - incluso portátiles - y, por lo general, individuales y eléctricos.

 

En su conjunto, podría decirse que estas "criaturas" ya constituyen una característica distintiva del paisaje urbano contemporáneo. En todo caso, lo cierto es que han dado ocasión a un nuevo concepto: el de "micromovilidad" (Dinamarca, 2017).

 

Las virtudes de la micromovilidad no son pocas ni triviales: desde el punto de vista de la ciudad está el nada despreciable potencial de bajar los niveles de contaminación atmosférica y sonora al reducir la flota basada en combustibles fósiles y, con ello, no solo descongestionar el tráfico sino transformar por completo zonas céntricas o históricas, por ejemplo, al liberar áreas antes dedicadas al estacionamiento. Desde el punto de vista del usuario, es de tenerse en cuenta el ahorro de tiempo y la enorme libertad que supone ser autónomo para sortear las distancias de la urbe.

 

A pesar de los costos -aún considerablemente altos- hay también virtudes económicas: con la tercerización del servicio, surge la "movilidad compartida", que se extiende también al llamado car sharing. En estrecho vínculo con tecnologías de geolocalización y telefonía móvil, emerge esta iniciativa inédita, que roza lo utópico, en la cual es posible hacer uso del vehículo más cercano sin necesidad de ser su propietario, preocuparse por su aparcamiento, asegurarlo cuando esté detenido y, sobre todo, dejándolo a disposición de quien desee utilizarlo.

 

Sin embargo, al tiempo que crecen y se multiplican las promesas, aumentan también las interrogantes y los desafíos. En cuanto al uso compartido, ya bastante problemático en sí mismo -pues exige toda una cultura comunitaria, de lenta y difícil implementación-, todo se complica más en la era pandémica, debido, evidentemente, a razones de higiene. Se retrae, así, lo colectivo; avanza lo individual.

 

Otro punto apremiante es la falta de políticas públicas que organicen la nueva flota y la integren al tránsito convencional. Lejos de disponer de circuitos exclusivos y adaptados, mucho menos de una señalética o de un conjunto de normas para la circulación, lo que existe es una proliferación descontrolada y un desorden peligroso.

 

A esto se suma la cuestión ambiental. Si, por un lado, es verdad que la reducción de CO2 prometida por la micromovilidad constituye una perspectiva luminosa, por el otro está el inmenso problema del "giro eléctrico". El giro eléctrico es, de hecho, un dilema inescapable del mundo contemporáneo. Como dice el filósofo español Javier Etcheverría, hemos devenido "tecno-personas", sujetos (podemos adicionar) electro-dependientes, siendo esta dependencia una condición prácticamente irreversible.

 

Si la micromovilidad no se lleva adelante con cautela, podría suceder algo similar a lo que tiene lugar con las criptodivisas, donde una solución posible, atractiva e innovadora, a problemas -en este caso financieros- de gran calado, redunda, no obstante, en un costo energético insostenible.

 

En ambos casos, como en tantos otros, el camino parece ser el de la legislación y la inversión en desarrollo e investigación lúcida, a la altura de los tiempos y comprometida con las urgencias de fondo, que sea capaz de consolidar lo verdaderamente importante: el cambio de matriz energética, perfilando, de una vez por todas, hacia fuentes limpias y renovables.