En noviembre de 1904, después de la muerte de Aparicio Saravia y la desbandada de los revolucionarios del Partido Nacional, el presidente José Batlle y Ordóñez presentó un proyecto de ley electoral. Aumentaba el número de diputados de 69 a 81, reformaba el número de legisladores que le correspondía a cada departamento (un diputado cada 12.000 habitantes o fracción no inferior a 8.000), y establecía que el sector mayoritario ocuparía solo los 2/3 de las bancas en disputa si las minorías obtenían el tercio de los sufragios.

Esa ley resultó fuertemente resistida por los blancos, y Luis Alberto de Herrera, líder en ciernes, le llamó la “ley del mal tercio”; siete departamentos elegían solo dos diputados, por lo que no habría representación de las minorías en ningún caso, y en otros cinco el número de legisladores no era divisible por tres, por lo que la mayoría se quedaría siempre con más de los dos tercios. Sin embargo fue el inicio de una gradual aceptación formal de las minorías.

En setiembre de 1907 el presidente Claudio Williman aumentó nuevamente el número de diputados (de 81 a 87, luego a 89) y modificó la distribución de tal manera que prácticamente en todos los departamentos la minoría estaría representada si alcanzaba el 25% de los sufragios emitidos. Creó además un sistema de comisiones mixtas, integradas por los partidos tradicionales, que tenían como objetivo la depuración de los padrones electorales. En julio de 1910 el propio Williman presentó su proyecto de “doble voto simultáneo” (iniciativa de su ministro José Espalter basada en un diseño electoral belga), que regiría durante muchas décadas y contribuiría no poco a consolidar los hábitos democráticos. Establecía que el voto que emitiría cada ciudadano constaría de dos partes: el que se daba al partido, y dentro de este, a un sector u otro. El sistema permitía multiplicar las candidaturas internas sin afectar la unidad partidaria (1).

Elecciones democráticas y voto femenino

En 1913, y cuando el batllismo ya había lanzado su campaña a favor de una reforma constitucional para imponer el Poder Ejecutivo colegiado, el Directorio del Partido Nacional encomendó a sus adherentes a inscribirse en el Registro Cívico y ejercer el derecho al voto, lo que quebraba la línea abstencionista.

La Asamblea General Constituyente fue elegida el 30 de julio de 1916, por primera vez en la historia con voto secreto. Según el historiador Gerardo Caetano, fueron “las primeras elecciones democráticas en la historia del país”, aunque aún no votaban las mujeres.

Adolfo Garcé, doctor en Ciencia Política, por su parte sostuvo que “en ese momento se pusieron las bases sobre las que se asentó la experiencia democrática uruguaya […]. El concepto de libertad electoral pasó a ser entendido en términos de representación proporcional. Esta modalidad específica de convertir votos en cargos se transformó en un auténtico dogma electoral. En tercer lugar […], la instauración de la poliarquía fue consecuencia del equilibrio de fuerzas entre la elite colorada (en el poder desde los tiempos de Venancio Flores) y los blancos (siempre en la oposición, en las ‘cuchillas’ y en el Parlamento). La democracia, en todas partes, debe más a la obstinación de la oposición que a la generosidad del gobierno. Uruguay no es la excepción” (2).

Claro que aún faltaba el sufragio de la otra mitad, nada menos. El voto de la mujer ya se había admitido en Nueva Zelanda, Estados Unidos, Gran Bretaña y otros pocos países. La Constitución de 1918 abrió la puerta al voto femenino en Uruguay, uno de los primeros casos de América Latina. Pero recién se formalizaría en la ley 8.927 del 14 de diciembre de 1932, promovida por los legisladores colorados Pablo Minelli y César Batlle Pacheco, uno de los hijos de Batlle y Ordóñez. El golpe de Estado de Gabriel Terra en 1933 retardó el debut de las mujeres en las urnas, que recién votaron el 27 de marzo de 1938, cuando Alfredo Baldomir fue elegido presidente de la República. Las primeras mujeres ingresaron al Parlamento uruguayo con los comicios de 1942: Sofía Álvarez de Demicheli e Isabel Pinto de Vidal, ambas del Partido Colorado, a la Cámara de Senadores; Julia Arévalo, del Partido Comunista, y Magdalena Antonelli Moreno, colorada, a la Cámara de Representantes. La primera en ocupar un Ministerio fue Alba Roballo, el de Cultura, en 1968. La segunda fue Adela Reta, en Educación y Cultura, entre 1985 y 1990 (1).  

Suele citarse como antecedente el plebiscito de Cerro Chato, una estación de ferrocarril y poblado de medio millar de habitantes, realizado el 3 de julio de 1927, que tuvo valor simbólico, no formal. Entonces se puso a consideración de sus habitantes “sin distinción de nacionalidad o sexo” si querían formar parte de los departamentos de Treinta y Tres, Durazno o Florida, en cuyos límites se halla. Ganó por amplísimo margen la opción de Durazno, pero como la convocatoria no tenía valor jurídico, el gobierno no tomó en cuenta los resultados. Aún hoy Cerro Chato se divide en tres jurisdicciones.

“Puede considerarse fracasada la aptitud cívica de la mujer uruguaya” fue un extraordinario título del diario El País sobre el plebiscito de Cerro Chato. La mujer era “fácilmente dominada por la ternura” de sus maridos, afirmó el cronista, quienes en última instancia podían apelar a la violencia, como el guardia civil que le propinó una zurra a su esposa sufragista.

Las mujeres uruguayas obtendrían el pleno goce de sus derechos civiles recién a partir de la ley 10.783 del 18 de setiembre de 1946, incluida la administración de sus bienes bajo el matrimonio.

Por fin voto secreto y representación proporcional

La Asamblea elegida en julio de 1916 redactó la Constitución de 1918, que instaló el Poder Ejecutivo “bicéfalo” (presidente de la República y Consejo Nacional de Administración), eliminó la mayoría de las restricciones al voto que incluía la Constitución de 1830 y decretó el sufragio universal masculino (y declaró el derecho de las mujeres, como se ha visto). Estableció además el voto secreto y la representación proporcional. El presidente de la República se elegiría por voto directo de la ciudadanía.

Leyes posteriores, como la de 1924 que creó la Corte Electoral, perfeccionaron el sistema uruguayo, que al fin cobró fama de ser uno de los más límpidos de América Latina, si no el más. No ocurrió de manera espontánea. Fue el resultado de casi un siglo de disputas políticas, guerras civiles y evolución ideológica.

El historiador José Rilla lo resumió del modo siguiente: “La historia del Uruguay es breve, pero es intensa y no empieza en 1903. Hay mucho para entender de nuestros aprendizajes, de nuestros hallazgos y de nuestros olvidos, en el siglo XIX. Yo nunca creí que las luchas políticas del siglo XIX fueran luchas de ‘la barbarie contra la civilización’. Creo que fueron búsquedas políticas y sociales muy intensas, que significaron una lucha por el pluralismo político, algo que se va a consumar recién a comienzos del siglo XX. Pero no se entiende sin las luchas de blancos y colorados del siglo XIX. La democracia uruguaya, una construcción del siglo XX, y que madura hacia 1920, es, desde luego, anterior a Batlle y Ordóñez y, en algún sentido, es contraria a Batlle. Porque él fue un gran reformista, el primer reformista económico, social y moral, incluso; (pero) tenía un vínculo extraño con la democracia y el pluralismo. Un vínculo inmaduro con la democracia y el pluralismo, si se quiere […]. La democracia se hizo con Batlle y contra Batlle. Si tuviéramos que trazar una línea de donde empieza la historia uruguaya, hay que ponerla en el siglo XIX, no en 1903” (3).

Funcionarios profesionales

En la segunda mitad del siglo XIX comenzó a gestarse en Uruguay una clase de funcionarios públicos profesionales, en general vinculados al Partido Colorado, gobernante exclusivo desde 1865, que también controlaba a los jefes y oficiales del Ejército y la Marina. Los blancos solo arrancaron ciertas cuotas de poder en algunos departamentos después de las guerras civiles de 1870-1872 y 1897.

En parte el constante aumento del funcionariado fue consecuencia de la extensión de las tareas del Estado, cada vez más complejas. Así, por ejemplo, una ley propuesta en 1896 y aprobada en 1904 creó la Caja de Jubilaciones Civiles, por la que los funcionarios públicos con 30 años de servicios y 60 de edad podrían jubilarse. (Entonces la esperanza de vida promedio era de 42 años, en tanto en 2024 llegaba a 78). También se crearon empresas del Estado y se extendieron la enseñanza primaria y secundaria.

Pero en el 900 todavía la mayor parte de los servicios públicos eran brindados por empresas privadas, mayoritariamente de origen británico, que tenían sus propios cuadros de líderes y empleados.

La elección del funcionariado con criterio político, clientelar o familiar, una práctica que se extendería vigorosamente durante el siglo XX, contribuyó a forjar un tipo muy característico de élite burocrática y social que, en buena medida, marcaría el destino del país.

En el 900, la clase alta de ricos recientes emanados de la industria, el comercio y la agropecuaria, las “clases conservadoras”, estaba integrada por muchos nacidos en el extranjero y relativamente prescindentes de la acción política cotidiana. Desde tiempos de los jóvenes “principistas” de la década de 1870, según Carlos Real de Azúa, la política había quedado en manos de uruguayos relativamente cultos del antiguo patriciado, aunque empobrecidos en comparación con los inmigrantes nuevos ricos. De esta matriz provenían por ejemplo los Herrera y los Herrera y Obes, estirpes que extendieron su influencia durante todo el siglo XIX, o los Batlle, cuyo peso político se prolongó siglo y medio, hasta los albores del siglo XXI.

Los líderes del Partido Blanco, casi siempre fuera de la administración, se vincularon más con las “clases conservadoras” o con los caudillos del interior que pugnaban por fragmentos de gobierno comarcal.

“Los colorados habían hecho de la vida política una carrera”, señalaron José Pedro Barrán y Benjamín Nahum (4). El Estado y sus funcionarios no reflejaban la nueva realidad social de Uruguay sino a un personal político que se autosostenía “controlando el aparato del gasto público en su beneficio”. 

Hasta pasado el 900, las pensiones para jubilados y viudas eran votadas una a una, con nombre y apellido, por el Parlamento. El gobierno podía controlar a su gusto la nómina de funcionarios, incluso jubilados, lo que le daba un enorme poder en una era de elecciones sin voto secreto y con fraude sistemático (la “influencia directriz” que mencionó Julio Herrera y Obes o la “influencia moral” de la que habló José Batlle y Ordóñez).

Batlle y Ordóñez, el creador de una época —la primera mitad del siglo XX y aún más allá— fue un claro ejemplo de agitador político profesional, hijo de un antiguo oligarca del Partido Colorado, que se apoyó sobre la nueva clase burocrática. “No llegó al gobierno en medio del calor popular” sino gracias a “la originalidad del sistema político uruguayo, un sistema autónomo —no independiente, entiéndase bien— de las grandes influencias sociales” (4).

“Todas las posiciones de autoridad e importancia, civiles, militares y de gobierno, son inaccesibles excepto para los miembros de la facción dominante”, reseñó en 1909 el embajador británico en Uruguay, Robert J. Kennedy, a su ministro de Asuntos Exteriores, Edward Grey (4).

Así, la integración de la convención que en 1910 aprobó la candidatura de Batlle y Ordóñez para una segunda Presidencia a partir de 1911 “probaba sin dejar lugar a ninguna duda que el Partido Colorado era un partido de empleados estatales: de los 159 delegados, 61 tenían puestos públicos, 25 eran oficiales militares, 10 senadores, 53 diputados y sólo 10 personas tenían posición independiente”, escribieron Barrán y Nahum.

Uruguay tenía 14.500 funcionarios al llegar al 900, incluidos unos 10.400 soldados y policías, lo que equivalía a 1,5% de su población. Quince años más tarde, después de los dos gobiernos de José Batlle y Ordóñez, un administrador escrupuloso que extendió considerablemente las tareas del Estado, alrededor del 2,5% de la población total trabajaba en el sector público.

El funcionariado sería una de las bases fundamentales del predominio del Partido Colorado y del “pequeño país modelo” que Batlle imaginó en su largo peregrinaje por Europa y Cercano Oriente entre 1907 y 1911.

El creciente estatismo haría que, medio siglo más tarde, en torno a 1970, casi 9% de la población uruguaya revistara en la nómina del Estado: cerca de uno de cada cuatro trabajadores. Ese vasto peso del funcionariado se repetiría en las primeras décadas del siglo XXI, con el Frente Amplio como partido dominante en sustitución del Partido Colorado.

(1) Ver artículos en La enciclopedia de El País, dirigida por el autor de estos capítulos, publicada en 16 tomos por el diario El País en 2011.

(2) Un siglo de poliarquía, por Adolfo Garcé, diario El Observador del 27 de julio de 2016.

(3) Ver José Rilla en Montevideo Portal, 11 de junio de 2024, entrevistado de César Bianchi.

(4) El Uruguay del novecientos, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum (Tomo 1 de la serie Batlle, los estancieros y el Imperio Británico), Ediciones de la Banda Oriental, 1979.

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