"No sé qué hacer con el resto de mi vida porque este siempre ha sido mi sueño", dijo Sean Baker, con una mezcla de emoción y perplejidad mientras sostenía su Palma de Oro por Anora (2024), en mayo pasado en el Festival de Cannes. La frase podría sonar a cliché de manual, pero viendo la ovación de pie que siguió al estreno y una alegría y conformidad generalizada por el premio, cosa que no sucede generalmente, es difícil no sentir que el oriundo de Nueva Jersey ha hecho lo que parece su obra definitiva, una que le será difícil igualar.

Pero a Baker le quedaba —y le queda— mucho por delante, y lo que probablemente no anticipaba era todo lo que vendría después de la bendita palma: premios y aplausos en piloto automático, el hype y el entusiasmo de cada persona que no pudo ver la película en el festival por llegar a hacerlo, y hasta strippers y trabajadoras sexuales que —literalmente— aplaudían con las piernas en los cines. Sí, Anora generó un movimiento. Y no uno cualquiera, sino uno que mezcla un furor cultural con la inminente temporada de premios, donde ya hay quienes apuestan (apostamos) a que Baker va a arrasar de una manera más que justa y merecida, luego de años de permanecer más bien en la escena indie.

El tipo que hizo Tangerine (2015), esa peli navideña que podés perfectamente meter en tu lista de diciembre entre el tío borracho contando anécdotas en la cena y Home Alone (1990), siempre fue el nerd del barrio indie. Baker empezó con Four Letter Words, allá por el 2000, y desde entonces no paró de escarbar donde nadie más mira. Take Out (2004) fue un golpe de realismo con humor sobre un inmigrante chino endeudado hasta las pestañas, y Prince of Broadway (2008) se convirtió en la Biblia no oficial de los buscavidas neoyorquinos. Eso sí, con Tangerine, esa maravilla filmada con iPhone 5S, Baker se subió al radar global y no se bajó más.

Después llegaron The Florida Project (2017) y Red Rocket (2021), que confirmaron lo que ya sabíamos: Baker no sólo tiene ojo, sino también una muy clara visión del mundo, es alguien que vive la vida como es, quizás hasta mucho más que nosotros. En la primera, iluminó con una sensibilidad brutal la infancia marginada en los moteles cercanos a Disney World; en la segunda, se metió con un ex actor porno carismático, patético y carente de toda redención. Ambas profundizando aún más su interés por los personajes que están fuera del foco, pero cuyo brillo, paradójicamente, define sus historias.

The Florida Project le valió una nominación al Oscar para Willem Dafoe y, de paso, metió el nombre de Baker en el radar de los grandes festivales, mientras que Red Rocket le abrió camino en Cannes y le aseguró el estatus de autor casi obligado para quien se considere amante del cine. Sus trabajos no sólo ganan premios, sino que conectan con el público de una manera que rara vez vemos en el cine indie: son crudos, dolorosos y a la vez increíblemente entretenidos.

Pero no es solo el qué cuenta, sino cómo lo hace. Baker tiene una habilidad para mostrar lo que Hollywood prefiere ignorar: las vidas al margen, esas que no caben en los finales felices de Disney. Su cine te empuja, te incomoda y, en medio de todo eso, te hace reír de una manera que no sabés si está bien, pero igual lo hacés.

Entonces, ¿qué es Anora?

La historia sigue a Anora, (Mikey Madison), que prefiere que la llamen Ani. Es una stripper y bailarina que bajo las luces del club parece una princesa, pero fuera de ese mundo enfrenta a una rutina más cruda. Como todas las obras de Baker, la película te lleva de la euforia al bajón en segundos. La euforia está en el momento en que inesperadamente Ani parece volverse una princesa real. ¿Su príncipe azul? Vanya (Mark Eidelstein), un pibe ruso ricachón que por momentos parece sacado de Succession. Y mientras pensamos que estamos viendo una nueva Pretty Woman (1990), Baker se encarga de tirar la fantasía al piso, pisotearla y devolverte una versión del cuento que es puro caos, dolor y humanidad a la vez. No todo es dolor, hay mucha, mucha risa, principalmente cuando intervienen los matones del padre de Vanya: Ígor (Yura Borísov), Toros (Karren Karagulián, con quien Baker ha colaborado en todas sus películas) y Garnick (Vache Tovmasyán), que aparte de lidiar con este cuasi adolescente, deberán, si pueden, contener a la efusiva personalidad de Anora.

Es imposible salir ileso de Anora, no porque te dé un golpe bajo, sino porque te refleja los matices que preferimos ignorar. Con muchísima calidad, y una naturalidad para encontrar orden en el caos, Baker ha logrado que esta sea, sin dudas, la mejor película del año.

La precisión de Anora no es casualidad, y su manufactura rosa lo obsesivo, Baker ocupó en la película el lugar de escritor, director, y también montajista, algo que le gusta hacer, casi como si fuera la mejor manera de asegurarse que su visión se plasme en pantalla.

“Todo fluyó esta vez, no es que tenía un sombrero de director y otro de montajista y podía ponérmelos y quitármelos, tenían que estar los tres puestos a la vez. Especialmente con esta película. Y especialmente con algunas escenas. Por ejemplo en la secuencia de casi media hora en tiempo real cuando los secuaces del padre de Ivan llegan a su casa, él escapa y Anora queda allí atrapada, teníamos todo escrito, todos los diálogos. Pero cuando estás filmando algo así, en tiempo real, no puede haber errores de continuidad. Estábamos filmando en orden cronológico y lo veíamos cobrar vida y nos dábamos cuenta que quizás se necesitaban algunos ajustes, por cuestiones de lógica, o baches en cuestión de cómo fluía, y eso era algo realmente interesante. Nos llevó ocho días filmar esa secuencia, y a veces de noche me encontraba haciendo reescrituras sobre ella y presentando las reescrituras al elenco en la mañana. Y tengo que agradecer que estaban abiertos a eso. Porque es un montón pedirle a un actor que se acaba de aprender páginas y páginas de un guion que reordene los diálogos en su cabeza. Pero mis actores siempre entendieron que así era cómo íbamos a hacer esta película, que iban a haber ajustes para hacer la película de la manera que pretendíamos hacerla. Y para mí, la postproducción es siempre la tercera etapa de escritura", dice el director. 

Anora no es solo un hito en la carrera de Sean Baker; es la clase de película que no deja a nadie ileso. Baker no te pide permiso para llevarte de la risa al nudo en la garganta, con su carisma y simpatía, es casi un amigo demasiado honesto que te dice lo que no querés escuchar, pero necesitás saber. Y ahí está la magia: en cómo algo tan incómodo puede ser tan atractivo. Baker hace malabares con el caos y lo convierte en arte, y Anora es la prueba definitiva de que su mirada a los márgenes es única. Ahora, que Hollywood tiemble, porque el indie acaba de sentarse en la cabecera de la mesa, y no parece que vaya a levantarse pronto.