El fenómeno de Mamma Mia no puede ser explicado en prosa, se dice en versos. No solo porque sea un musical; el legado de Abba coqueteó frente a los ojos del teatro y lo conquistó. De los vinilos pasó al escenario. Y del escenario, a la pantalla grande en dos ocasiones, quizás, incluso tres próximamente.

Es difícil determinar qué vino primero, Mamma Mia no se habría gestado sin Abba, y esta no sería recordada de la misma forma sin imaginar las costas griegas, que gracias al cine dan color a su sonido.

Un musical y dos películas. El cerebro detrás del fenómeno híbrido es Judy Craymer. Mientras trabajaba en el musical Chess (1986), la productora teatral conoció a dos de los integrantes de la banda, Benny y Björn, en 1983. Indagando con mayor curiosidad en su música, el potencial teatral de “The Winner Takes It All” la cautivó. Pero si bien Mamma Mia significa el rescate más significativo de la música de Abba, lógicamente no fue el único.

El sampleo de “Gimme, Gimme, Gimme” en “Hung Up” de Madonna. El álbum Dancing Queen (2018) de Cher, quien aparece en la segunda entrega de las películas —Mamma Mia! Here We Go Again (2018)— como un personaje importante. A través de versos que le cantan a la vida, Abba fue conquistando a diferentes artistas de generaciones muy dispares y diversos gustos, generando una huella cultural cada vez más difícil de borrar.

Los integrantes de Abba solían contar en sus letras sus vivencias personales. Formada por dos hombres y dos mujeres que estaban casados entre sí, los divorcios y las reconciliaciones, las infidelidades y los desencuentros cargaban de contenido su trabajo musical. No son palabras al viento, son versos que respiran experiencia. No se quedan en lo redundante y general que suelen contar la mayoría de las canciones de amor. Relatan aspectos o situaciones más concretas de la vida, como si contaran un cuento. Lo que uno podría hacer con más dinero —”Money, Money, Money”—, el sentimiento de admiración hacia aquel docente que nos marcó en la escuela —”When I Kissed the Teacher”—, la necesidad abrasadora y repentina de tener contacto físico con un hombre —”Gimme, Gimme, Gimme”—, o su agradecimiento más sincero hacia lo que la música les dio —”Thank You for the Music”— . No hay que interpretar. Susurran imágenes concretas.

Y este susurro también lo sintió Judy Craymer. Se sentó, unió las piezas del puzzle y contó la historia que parecía golpear las puertas de la casa, pero que no terminaba de entrar. Y como lema de toda su invención, eligió el broche de oro: “Mamma Mia”. Una de las canciones más famosas de la banda. Solo con su título advierte que todo estará centrado en la emoción y no en la razón. En la herida emocional que deja lo vivido. La expresión italiana de no poder creer, de no poder gestionar una emoción. Eso es Mamma Mia: emoción que desborda, que no puede ser contenida dentro del pecho y que trasciende al cuerpo. No es un musical solo porque se basa en canciones. Es un musical porque no alcanza con diálogos y expresiones faciales para transmitir la emoción de la historia. Hay que salir corriendo, hay que cantar, y hay que bailar.

El poder hipnótico de Mamma Mia está en lo tentador de su estética y en lo cotidiano de lo que nos cuenta. Cualquiera puede empatizar con lo que se está contando. El vínculo entre madre e hija, el coming of age y los miedos que conlleva. Y la estrella de la obra, el amor. Los coqueteos, las miradas, y el entusiasmo que despierta cuando comienza.

Podría parecer que Abba quedó encastrada en su contexto histórico de los setenta. Las letras devotas hacia una figura masculina a la que esperan de manera incansable. En los videos musicales, los trajes con brillo y pantalones estrechos con los que hoy quizás nos cuesta empatizar. Ciertos rasgos caricaturescos que ponen una dificultad a la hora de verla con los ojos de hoy. Pero hay algo en lo compartido de sus letras y las imágenes que habitan. Estas se mantuvieron a flote a lo largo de la historia hasta el día de hoy, adaptándose.

El paisaje es un personaje más en las películas, si no el protagonista. La isla ficticia de Kalokairi —que en griego significa verano— en Grecia, propone un estilo de vida despreocupado, demasiado tentador. Y ahí entra el escapismo: la intención de crear en una isla separada del resto del mundo, un paraíso en el que todos nos querríamos perder. La extraña sensación de que allí todo funciona bien.

Se olvidan los problemas, todo es celebrable. El agua cristalina, la naturaleza tan presente, y el blanco y el azul tan característicos de las islas griegas. El verano permite correr descalzo por la calle. Entrar y salir tanto del agua como del hogar en traje de baño. Obedecer de la manera más fiel a los impulsos del corazón y mover, por un segundo, a las exigencias tan oprimentes que la razón impone.

Y este ecosistema caluroso y romántico es perfecto para la trama que Abba insinuaba: la exaltación de los lazos sanguíneos, y la alegría de vivir. Los tragos amargos no tienen un lugar muy fuerte, o quedan en lo puntual y lo anecdótico. Amor de madre e hija, o la falta de él. Amor de amigas, amor al hogar, y sobre todo amor a un hombre, o incluso a varios. Pero no un amor que se edifica y se mantiene para toda la vida. En Mamma Mia el amor es transitado bajo el lema del carpe diem: más que el amor en sí, se vive la experiencia amorosa. El flash que uno siente cuando mira a quien le desarma los esquemas, sin ignorar que llegarán los desencuentros. Nos van a decepcionar, nos vamos a tirar del barco al agua para subirnos a otro, los sentimientos quizá se vayan a otro lugar. No hace más que hablar de la vida, y por eso se vuelve tan atractiva.

Tildada de una película para mujeres, a veces incluso de película tonta, Mamma Mia se fue deslizando de manera sigilosa por el imaginario colectivo y sí, hay que decirlo, del imaginario colectivo femenino. ¿Por qué? Porque a los hombres no les enseñaron a hablar de lo que sienten. No les enseñaron a expresar y validar sus emociones, y su miedo a ser ridiculizados es enorme. Ante una película que propone música, baile, playa, amor en todas sus formas y una expresividad emocional que la desborda, quienes tienden a empatizar —o por lo menos de manera declarada— son las mujeres.

Cumpleaños temáticos, karaokes eternos. El ritual de una madre y una hija que se juntan en un living para verla una y otra vez es más que habitual. Porque Mamma Mia puso en palabras un sentido de conexión inherentemente humano, pero que hasta el momento el cine no había explorado con tanta magnitud. El vínculo de complicidad irrevocable entre una madre y una hija. “Sleeping Through My Fingers” es un himno en estos términos.

Tanto en el teatro como en el cine, Mamma Mia siempre contó con la participación de algún miembro de Abba en su equipo para dar su visto bueno, y los cameos no faltaron. En la entrega de 2008, Benny Andersson toca el piano mientras Meryl Streep y sus amigas cantan el hit “Dancing Queen”. En la escena final y créditos, cuando suena “Waterloo”, aparece Björn Ulvaeus con vestimenta de dios griego. Y en 2018 vuelven a aparecer de la mano de Lily James. Es un acto de presencia y confirmación de lo que se está mostrando.

Las rispideces tampoco iban a faltar. Apuntando al Óscar de mejor canción original, la producción de Mamma Mia en 2008 planteó a los ex- Abba la idea de componer un nuevo tema que fuera el protagonista de las películas, pero se negaron y reivindicaron su canción que hoy les da su nombre. Sin su visto bueno, no sucedían mayores cosas en la producción.

Meryl Streep hace gran parte de la película. La espontaneidad y personalidad tan fuerte de Donna hacen que toda la atmósfera construida en la película sea posible. Es el verano en persona. Lo lleva en su pelo, en su ropa, en su risa y en su carácter. Y en su momento estelar, “The Winner Takes It All”, le grita a Sam Carmichael —Pierce Brosnan— que se rinde. Que ya entiende el juego. En el amor el ganador se lo lleva todo, y ella ya perdió.

La segunda película nace como homenaje a la primera. Diez años después de su estreno, en 2018, se escribe desde cero un guion que justifica la reaparición de unos personajes tan queridos por el público. Y qué mejor manera de hacerlo que con un flashback: contar aquella historia tan mencionada en la primera, pero que su público no había podido ver. La Donna de su juventud, su filosofía desenfrenada de vivir el momento, sus viajes por Europa y su encuentro con los tres padres de Sophie. Pero aunque sea la historia de Donna, podría ser la de cualquier otra mujer, y de ahí la elección de su nombre —”mujer” en italiano—. La propuesta de Mamma Mia no solo nunca muere, sino que se reinventa, por lo memorablemente cotidiano de lo que nos cuenta.

Hoy, los rumores de una tercera entrega son cada vez más fuertes. Hasta el momento, lo que se puede afirmar es que han existido conversaciones al respecto. La última en confirmarlo fue Christine Baranski, quien encarna a Tanya. Contó en varias entrevistas que las charlas con Judy Craymer existían, pero que esto no significa que Mamma Mia 3 efectivamente vaya a suceder. Aparezca o no, el experimento ya está hecho, y funcionó. Se revivieron canciones y vidas pasadas, y se escribieron historias. Paisajes, familias y amor. Un amor en el que el espectador se puede reflejar y compartir. Regocijarse en esta idea de que la vida se vive una vez.