Por The New York Times | Stephanie Foo

 Ya sé cuáles serán las publicaciones: fotografías de mis amigas cuando eran bebés, sentadas en el regazo de sus madres, fotografías de ellas brindando por sus madres en un almuerzo.

“Muchas gracias a la mejor madre del mundo”, dirán. “Tú me hiciste todo lo que soy. Me diste todo lo que tengo”. Muy conmovedor. Y muy estresante. Porque como mujer sin madre, ¿qué es lo que no tengo que todos los demás tienen?

Ya he perdido a dos madres y no necesito recordatorios de lo que me dejaron: amor y ausencia, dolor bueno y dolor malo, dolor que te sostiene y dolor que te estrangula.

Mi primera madre me dio vida, comida y me enseñó a atarme los zapatos. Pero también me dio un complejo trastorno de estrés postraumático, una condición que surge de años de abuso continuo. Luchaba contra una misteriosa enfermedad mental. Muchos días, la encontraba sollozando en su habitación o enfurecida con una tetera. Si cometía el más mínimo error —dejar una mancha en un vaso que lavaba, tirar un suéter al suelo— me decía que yo era la causa de su angustia porque no valía nada, era fea, no me quería. Luego me golpeaba, lo que puso en peligro mi vida en ocasiones. Amenazó con suicidarse e hizo al menos un intento que, según ella, fue culpa mía. Yo le creía.

Fue casi un alivio cuando, en el verano, después de terminar el octavo grado, mi madre nos abandonó a mí y a mi padre. En otro verano, entre mis primeros y últimos años de preparatoria, mi padre hizo lo mismo: formó una nueva familia al otro lado de la ciudad y me dejó la casa. Terminé la preparatoria sola.

Si mis padres hubieran muerto, habría recibido canastas de frutas, lasañas, y tal vez alguien habría venido a cuidarme. Pero con esta pérdida, no tuve tiempo para llorar en el sentido tradicional. Enterré todos mis sentimientos, excepto la furia motivacional, y seguí adelante, hice mis exámenes de selectividad, comí chimichangas de Costco que calentaba en el microondas y conduje a la escuela todos los días. ¿Qué otra opción tenía?

En la edad adulta, fui ferozmente independiente: me dedicaba a mi carrera, ahorraba dinero obsesivamente, me daba discursos de ánimo después de las rupturas. Me decía que no necesitaba una familia. Aquí estaba, prosperando por mi cuenta. Cuando mis amigos se quejaban de sus padres controladores y molestos, me consideraba afortunada. No tener padres tenía sus ventajas.

Sin embargo, la voz de mi madre me acompañaba. Cuando me equivocaba en el trabajo —cargaba el archivo equivocado, olvidaba llamar a alguien—, ahí estaba ella, susurrándome al oído: niña inútil. Niña idiota. No sabes hacer nada bien.

Hice todo lo posible por exorcizarla, por descartar todo lo relacionado con ella, por odiar las cosas que le gustaban: las gomitas con sabor a palomitas de mantequilla y las rosas amarillas. Pero cuando me topé con fotos de ella, me di cuenta de que tenía sus hombros, sus manos. Estoy aquí, susurró la voz.

Quizás fue ese susurro el que me hizo contenerme ante las tiernas figuras maternas que encontré a lo largo de los años. Siempre educada, seguía manteniendo una distancia emocional segura con las madres de mis amigos: les llevaba chocolates y té y una sonrisa tensa cuando las veía. La voz persistía: A esta gente no le importas. No es fácil amarte.

Entonces, a finales de mis 20 años, empecé a salir con Joey, un auténtico chico de Queens. El tipo de hombre con un acento marcado y cuya comida favorita es la berenjena a la parmesana, que comía con su madre en Ridgewood al menos una vez a la semana. Conocí a la madre de Joey, Margaret, en la Navidad de 2016.

Ese año, me dio una pila de regalos que me llegaba al cuello. Joyeros, ensaladeras, suéteres, calcetines, rímel y crema hidratante. Su generosidad fue tan asombrosa que me hizo sentir incómoda y culpable: ¿cómo podría corresponder? Pero eso no era lo importante. Ella nunca quería nada a cambio. Su amor se daba libremente, en abundancia, sin expectativas y sin sentirse con el derecho a nada.

Empecé a ir a esas cenas semanales y Margaret siempre estaba llena de afecto. Cuando por fin tuve que explicarle por qué estaba allí en todas las fiestas, en el Día de las Madres, en Pascua, en Acción de Gracias y en Navidad —porque mis padres no me querían—, me tomó de la mano y me dijo, con lágrimas en los ojos: “Olvídate de ellos. Ahora eres nuestra”.

Margaret siempre fue así. Tuvo cuatro hijos, pero fue madre de muchos más de nosotros: niños punks, niños que tocaban en la orquesta, góticos y geeks. Todos los que luchaban sin el amor de sus padres iban a casa de Margaret, y ella nos hacía sentir como suyos, nos alimentaba y nos daba sus manteles y protectores labiales extra.

Con el tiempo, empecé a llamarla mamá. Esa palabra siempre me parecía extraña cuando salía de mi boca. Resultaba cargada de significados, cargada de abuso y resentimiento, y creo que ella lo notaba. “Puedes llamarme como quieras”, me recordaba con delicadeza. “Puedes llamarme Margaret, mamá o lo que sea”. Pero lo decía de todos modos, con los brazos cargados de regalos: “Gracias, mamá”. Y en esas dos palabras estaban todas las cosas que quería decir: “Gracias” y “Me estás curando” y “Te quiero”.

En el otoño de 2019, apenas un par de meses después de que Joey y yo nos casamos, Margaret empezó a caerse, a romperse la cabeza con la barra de la cocina, en la acera. Le hicieron un montón de pruebas y descubrieron que tenía atrofia multisistémica, una enfermedad neurodegenerativa similar al párkinson. Poco después, en febrero de 2020, Joey y yo nos mudamos al departamento de arriba en Ridgewood para ayudar a cuidarla.

Entonces, llegó la pandemia y realmente nos convertimos en el sistema de apoyo del otro. Yo cocinaba un par de veces a la semana y jugábamos durante horas juegos de mesa, su forma favorita de entretenimiento. Supimos que la enfermedad estaba afectándola cuando empezamos a ganarle al Bananagrams, un juego de palabras que ella dominaba. Pero nunca fue una mala perdedora. Siempre quería jugar.

A Margaret le encantaba que viviéramos tan cerca de ella. Decía que la hacía sentir más segura. Pero no le gustaba que el equilibrio se rompiera, que tuviéramos que cuidar de ella más que al revés. Incluso al final, cuando le costaba mantenerse en pie, por no hablar de pelar papas, seguía cocinándonos asado. Yo le decía que dejara de hacerlo, que no se molestara, que yo lo haría en su lugar. Pero ella me veía tomar una tercera porción y se negaba a escuchar.

Margaret falleció en abril de 2021. Era la tercera figura maternal o paternal que perdía, aunque mi madre y mi padre siguen vivos. Pensé que entendía lo que era el dolor, que podía manejarlo como una experta. Pero el dolor era muy diferente. Me destrozó.

Ese dolor que estrangula, frente al dolor que sostiene, ahora conozco la diferencia. No lloré cuando mi madre biológica se fue, porque mi dolor de antes estaba compuesto principalmente por una ira tan feroz que solo me hacía odiarme a mí misma.

El dolor que siento por la pérdida de Margaret me nivela regularmente; grandes torrentes de lágrimas, de repente, en mitad del día. Pero al mismo tiempo, ese dolor es mucho más dulce. Porque puedo conservarla en mi memoria. Puedo extrañarla. Las formas en que me cuidó, las cosas que me enseñó, las pequeñas formas en que terminé pareciéndome a ella a veces, aunque no me haya criado.

Margaret solía decirme: “Es muy fácil amarte”. De alguna manera, ahora, le creo. Su voz está en mi cabeza también, pero a ella sí le permito quedarse.