El escritor y podcaster español Javier Peña presenta Tinta invisible, un libro que es a la vez un duelo íntimo con su padre y un recorrido por la oscuridad, las obsesiones y las pasiones de los grandes autores. En diálogo con Montevideo Portal habla de la infelicidad de los escritores, la envidia como motor creativo, el legado de los libros, la cancelación literaria y la necesidad de contar para ser querido.
En Tinta invisible aparecen tres ejes: las relaciones familiares, la infelicidad de los escritores y tu propia infelicidad como autor. ¿Cómo se combinan?
Fue un proceso inesperado. Cuando murió mi padre, empecé el pódcast para contar las historias que ya no podía compartir con él. Los oyentes ocuparon ese lugar. Ahí me sumergí en biografías de escritores y me interesaban sus defectos: egoísmo, envidia, obsesión, sufrimiento. Sentía que eran también los míos. Tinta invisible iba a ser sobre eso, pero lo primero que escribí fue la escena inicial con mi padre. No podía evitarlo: todo lo que pensaba estaba atravesado por él.
Ese vacío de los años sin hablar con tu padre aparece en el libro, pero no queda claro por qué se distanciaron.
Lo importante no son las anécdotas, sino los sentimientos. Creo que a mis padres no les gustó que dejara mi trabajo para ser escritor, y eso generó un malestar que terminó en una gran pelea por una tontería. Y ya está. Después uno se lamenta: “¿por qué no aproveché ese tiempo?”. Pero no actuamos racionalmente, nadie piensa “voy a perdonar porque se va a morir”. Eso es lo humano: equivocarse, perder tiempo y luego escribir un libro sobre cómo la cagaste.
En el libro decís que escribimos y leemos para olvidar que nos vamos a morir.
Sí. Estoy convencido. La vida es absurda. Lo único que le da sentido son las historias y el amor. Cuando uno ama lo que quiere es contar y escuchar historias. Eso nos hace sentir infinitos.
¿Contar historias es también una forma de dar amor?
Claro. Berenice Chenique decía: “Un escritor escribe para que lo quieran”. Y es verdad. Yo soy serio, me cuesta expresarme, pero tengo una necesidad enorme de amar y ser amado. Mi fórmula es contar historias. El pódcast me permitió conectar con muchísima gente. Nunca me sentí tan querido como desde que lo hago, sobre todo en Latinoamérica. Y a veces me abruma: pienso que no me lo merezco.
En tu infancia los libros fueron parte de la felicidad, pero cada vez se hace más difícil que los más chicos agarren un libro.
Para mí fue clave crecer rodeado de libros, y agradezco haber respirado historias desde niño. Hoy los chicos también reciben historias, pero a través del móvil: muy rápidas, de tres segundos, llenas de luces. Se pierde la concentración, el tiempo de quedarte pensando en una película o en un libro. Yo echo de menos eso. Extraño ese mundo analógico en el que me formé, aunque no digo que fuera mejor, simplemente era el mío.
También hablás de la “pesadilla del lector”: quedarse sin libros nuevos.
Sí, me gusta tener muchos libros, aunque no los lea todos. Es como saber que tengo cofres del tesoro esperando. Un día hago “match” con uno, como en Tinder, y me enamoro. Creo que todos los lectores vivimos pidiendo: “cuéntame una historia más”.
En el libro reunís escritores a través de sus defectos: la envidia, la obsesión, el ego. ¿Cómo los elegiste?
No era cuestión de decir “este es un envidioso y este un egocéntrico”, porque en algún momento todos los escritores pueden serlo. Buscaba historias que sostuvieran mis tesis. Algunas ya las conocía, otras aparecieron leyendo y otras tuve que buscarlas para completar huecos. Así armé el libro, como un castillo de naipes.
Entre ellos están los uruguayos Onetti y Felisberto Hernández.
Onetti es la quinta esencia del escritor infeliz. Su vida fue tan novelesca que parecía escrita por él mismo.
¿No te pesa que te vean como una enciclopedia de escritores?
Me pasa. He leído mucho, pero no sé tanto como parece. Lo que tengo es capacidad de trabajo y de contar bien las cosas. No quise hacer un libro académico. Soy un cuentacuentos, y para mí eso es lo máximo. La información académica entra por un oído y sale por otro; el cuento, en cambio, se transmite, se repite, se recuerda.
Los felices disfrutan, los infelices escriben. Y de esa infelicidad nace la literatura.
En todo tu trabajo se habla de la infelicidad de los escritores ¿La infelicidad es inevitable para quien lee y escribe?
Creo que sí. Es un círculo vicioso: cuanto más lees, más consciente sos del absurdo, y más infeliz. Pero no es una infelicidad mala, es una forma de estar en el mundo. Los felices disfrutan, los infelices escriben. Yo soy de esos que necesitan cuestionarse. A veces envidio a la gente que vive sin hacerse preguntas, pero se me pasa: si no, no sería yo.
En el libro aparecen escritores que hoy serían cancelados. ¿Qué opinás de eso?
No estoy a favor de la cancelación. Otra cosa es un escritor vivo acusado de un crimen: ahí sí me costaría leerlo. Pero cancelar por ideología no. Prefiero contextualizar: Mark Twain era racista y a la vez un genio. Cancelarlo es negar la historia. Lo mismo con Hemingway o Picasso. Hay que decir: “eran brillantes, pero también eran esto”. Cambiar sus libros, como se hace con Roald Dahl, me parece contraproducente.
¿Cómo definís Tinta invisible?
Es un libro accesible, no académico. El que más me gusta de los que escribí, porque es el que yo mismo quisiera leer. Mezcla mi memoria con la vida de los escritores. Y abrió un camino que quiero seguir explorando.
El libro
A medio camino entre el ensayo y el memoir, Tinta invisible es —como lo definió Irene Vallejo— “un mosaico fascinante de vidas de escritores, la crónica del duelo de un hijo”. La obra comienza en una habitación de hospital donde un padre y un hijo esperan la muerte recordando no tanto experiencias vitales como las historias compartidas en los libros.
Kafka, Toni Morrison, Margaret Atwood, Tolstói, Sontag, Saramago, Dickens, Nabokov, Rulfo, Emily Dickinson y muchos más son convocados en esta conversación casi póstuma. A través de ellos, Peña explora los secretos, las angustias y las esperanzas de la literatura y de su propia vida.