Acaba de publicar Los ahogados, una novela que transcurre en un balneario de la costa atlántica uruguaya, lejos de la temporada alta y más cerca del invierno, la soledad y las heridas que se intentan curar a fuerza de aislamiento. Periodista y escritor, autor del libro de cuentos Los murciélagos, Emanuel Bremermann construye un territorio casi mítico donde sus personajes buscan recomponerse…, pero llegan con sus sombras a cuestas.
En esta entrevista con Montevideo Portal, habla del origen de Los ahogados, del balneario como territorio de repliegue, de la desconexión como ideal complicado, del personaje del Bebé, de las referencias a libros y películas y de cómo se va armando una voz propia en un mundo cada vez más homogéneo.
¿En qué balneario se ubica Los ahogados y cómo nació la novela?
—En cuanto al territorio, sí, efectivamente es un balneario rochense. Es una especie de fusión entre varios balnearios de Rocha: hay un poquito de Punta
Rubia, de Santa Isabel, de San Antonio y de esa zona. Y surge específicamente
ahí porque yo estaba de vacaciones y hubo un episodio similar al de una invasión
de ranas en una de las casas en las que estaba pasando el verano. Parecía un
episodio muy tonto, pero la verdad es que entorpecía bastante la vida
cotidiana.
Llevaba una libreta para anotar cosas y empecé a bocetar escenas a partir de lo
que nos estaba pasando. Las primeras imágenes nacen ahí, envueltas en ese aire
de balneario. Y naturalmente se fue dando que todo lo que tenía que suceder en
la novela tenía que estar ahí. Al final, ese lugar funciona como un territorio
de expiación para los personajes, algo así.
Si uno se ubica en un balneario rochense fuera de temporada, ve que la gente perfectamente puede estar “semirrota” como tus ahogados.
—Sí, es como una zona de retiro para curarse, pero al mismo tiempo no sé si es lo más recomendable… Porque además hay que afrontar otras cosas, ¿no? Por
ejemplo, la soledad, que es algo que les pasa a estos personajes. Ese
aislamiento del resto de la humanidad.
Me interesaba mucho la exposición al invierno allí, que es muy diferente al
verano. El vínculo con los locales, lo que pasa con la gente que vive todo el
año en esos lugares. He ido en invierno a esa zona y me gusta mucho. Es
difícil, obviamente, y yo no he estado grandes temporadas, pero hay algo en esa
soledad y ese aislamiento que me atrae particularmente de la costa atlántica
uruguaya en invierno.
El territorio cambia totalmente: se vuelve más hostil, un poco más salvaje,
pero al mismo tiempo más fresco, más natural. Y hay que afrontar el invierno en
sí, el frío muy crudo. Es interesante experimentar el invierno ahí.
El protagonista se va para “curarse”, como ese ideal que muchos tenemos: me voy de vacaciones, me voy al interior y allá estoy en paz. Pero uno va con sus sombras y sus angustias, a Rocha o a Europa.
—El personaje tiene esta pulsión de “me está pasando todo esto”, una angustia
más existencial, la sensación de que hay cosas en él que no encajan del todo en
el rompecabezas de su vida. Y tiene ese impulso de irse a este lugar que, para
él, representa la recuperación de un pasado familiar.
Él piensa que puede ser un lugar donde empezar de cero, un borrador: un lugar
donde empezar a escribirse de nuevo. Pero no tiene en cuenta el efecto rebote
que eso puede tener. Se va a curar, pero también pueden pasar otras cosas.
Una de esas cosas es encontrarse con otros personajes que transitaron un camino
similar: también se replegaron para curar heridas, pero siguen cargando con sus
sombras. Entonces se vuelven un espejo, un reflejo de lo que él va a buscar y
de lo que le puede pasar allí. Y termina dialogando con ellos y dándose cuenta
de que esas sombras no se las puede sacar de encima: tiene que aprender a
convivir con ellas.
Él se va porque puede teletrabajar: algo muy de ahora. Muchos pensamos: “me voy, teletrabajo, playita, gasto poco y sobrevivo con internet”. Y después no es tan sencillo.
—Es un ideal. Hoy la desconexión está muy idealizada: “me desconecto de la
vorágine, de las notificaciones, del ruido”. Pero la desconexión tiene una
contrapartida: tal vez nos acostumbramos tanto a esa conexión perpetua, a ser
parte de un gran barullo, que adaptarse a la desconexión puede generar un
desbarajuste interno al que hay que acostumbrarse.
Eso es un poco lo que le pasa. Puede teletrabajar, es ideal, se lleva sus
cosas, no está del todo especificado a qué se dedica, pero podría hacerlo desde
allí. Solo que con eso vienen otras cosas. Salir de ese tubo en el que estamos
todos, esa carrera de hámster, también tiene su costo.
En la novela aparece esa leyenda urbana de que si te vas al interior terminás apostando o tomando alcohol. ¿El libro trabaja con esos fantasmas también?
—Sí, hay un encuentro con ciertos fantasmas en esos lugares que tal vez los
personajes no tenían en cuenta. Tiene que ver con este interior más despoblado,
más bucólico.
Yo no lo tengo tan incorporado desde la mirada montevideana porque vengo del
interior, de Paysandú, que dentro de los parámetros uruguayos es una ciudad
grande. Pero igual me interesaba ubicar la historia en una costa donde vive
mucha menos gente de la que realmente vive en un balneario real. En mis parajes
ficticios viven muy pocas personas.
También quería darle toques de far west a esos territorios: que fuera un
lugar más salvaje, más difícil de transitar. De nuevo, no sé si es el mejor
lugar para ir a curarse, pero es el lugar al que ese personaje puede ir: está
esa cabaña de su familia, esa posibilidad real de irse.
Y empieza a ver universos más turbios: peleas clandestinas, apuestas, el
fantasma del alcohol, sobre todo en el personaje del Bebé, este hombre que se
encuentra, que termina siendo una figura un poco totémica para el protagonista.
Es muy influyente, y él mismo se discute hasta qué punto vincularse con él y
con los demás.
El Bebé es un lugareño típico, de esos que una ve si transita Rocha desde chica.
—A mí me gusta pensar eso. Es alguien que ya recorrió el camino del protagonista: pasó del ruido a ese lugar. Su repliegue es mucho más brutal,
porque si no “la queda”. El lugar se lo come, lo fagocita y lo transforma en
parte de sí, como si fuera uno de sus brazos.
Me gusta pensar Santa Clara, ese balneario ficcional, como una criatura, una
bestia que está dormida, pero que a veces despierta y genera cosas. Una de ellas es
tragarse al Bebé y transformarlo en un lugareño, casi una manifestación humana
del lugar, con todas sus contradicciones.
Es mi personaje seguro, mi favorito. Es el que más me divirtió escribir y
crear, me acompañó durante muchos meses de escritura.
En ese proceso creativo, ¿sabías el destino de los tres personajes principales desde el inicio o te fueron llevando?
—No, no lo sabía, lo fui descubriendo sobre la marcha. La estructura de la novela me costó bastante. Yo sabía que no quería quedarme solo con la primera
persona del protagonista. Le digo “el protagonista” porque no tiene nombre, y
eso al principio no fue una decisión consciente, pero luego sí: me pareció bien
que no tuviera nombre, que fuera una sombra difusa.
Quería que aparecieran también las historias de los otros dos: el Bebé y
Valentina, que es su nieta y que va a tener un vínculo con el protagonista. Se
arma ese trío de personajes quebrados, ahogados de alguna forma.
No sabía cómo hacerlo hasta que apareció la idea de superponer tiempos y voces.
Y yo no tenía claro qué iba a pasar con ellos. Lo fui descubriendo de a poco,
como si cada vez que me sentara a escribir estuviera en una habitación oscura,
con una linterna, iluminando partes: acá está el destino de tal personaje, acá
hacia dónde va.
En la presentación de la novela ponía el ejemplo de Age of Empires: el
macaquito que va explorando el mapa en medio de la oscuridad y lo va revelando.
Así van estos personajes, trillando esos lugares y viendo dónde terminan.
Y yo iba con ellos, pegado como una mochila, mirando hacia dónde se dirigían. A
veces se sabe cómo van a terminar las cosas, y a veces no: hay que intuir hacia
dónde van los pasos de cada personaje.
Eso es lo fascinante: vos le das una lectura al final y yo le doy otra. Ya son “mis” ahogados, además de los tuyos.
—Eso es buenísimo. Siempre sorprenden las lecturas de los demás. Cosas que uno cree muy concretas, alguien las toma de forma mucho más metafórica. Me pasó con
el tema de las ranas: encontré interpretaciones que yo no había tenido en
cuenta y dije “sí, puede ir por ahí”.
Lo mismo con los momentos en que se vinculan los personajes o ciertas escenas.
Es superinteresante. Hace poco, me pasó con algunos cuentos de Los murciélagos,
en una charla con estudiantes, que tenían finales completamente distintos a los que
yo había imaginado. Pero está bien: esa es su lectura y es su cuento, hacia
allí fue.
Con la novela pasa lo mismo y eso es muy fascinante, porque significa que, en
algún punto, deja de ser mía. Mi lectura y mi momento son míos, pero después
cada lectura es de cada uno.
Lo que sí es tuyo, más allá de la trama, es la calidad de la escritura, la descripción, la delicadeza. Hay una voz muy propia.
—Primero, gracias. A mí una de las cosas que más satisfacción me da, después de volver a la novela, es encontrar señas de identidad. Palabras, formas de decir
las cosas. Me importa mucho empezar a detectar la voz propia de un autor y
sentir que está en construcción.
Eso se construye a lo largo de muchísimo tiempo y mucha más experiencia de la
que yo tengo, pero empezar a ver esas pequeñas señas de identidad, una
búsqueda, me reconforta y me da mucha satisfacción.
Y cuando otros te dicen “esto es muy tuyo”, es una suerte. Significa que hay
algo genuino, que es lo que se busca. Hoy es difícil encontrar qué hace a tu
voz una voz propia en un universo que se homogeneiza cada vez más por
cuestiones tecnológicas. Para mí está buenísimo encontrar algo que me
identifique y trabajar para construirlo mejor.
El tema del detalle y las descripciones tiene que ver con dos cosas: la
influencia del cine —la idea audiovisual está muy presente en cómo se
desarrollan las escenas, aunque yo no haya estudiado guion; ver muchas
películas genera cosas— y el periodismo, que te obliga a mirar, a ser un
observador detallista. Creo que la obsesión por el detalle me viene del
periodismo.
En la novela hay muchas referencias a libros, películas, cultura pop. Eso también enriquece la lectura.
—Cuando empecé a mandar el primer borrador a amigos lectores, uno de ellos —a quien vos conocés muy bien, Nicolás Tavares— me dijo algo que me quedó mucho:
que le habían encantado las continuas referencias a lecturas, películas y
demás, porque sentía que todo eso, esos consumos, nos hacen quienes somos.
Las personas que disfrutamos leer o ver películas estamos rodeadas de libros,
de influencias. Me parece honesto que aparezcan explícitamente. Si hay un
libro, por ejemplo Tiempo sin lluvia, de Cynan Jones, que para mí está
muy vinculado a la escritura de Los ahogados por cuestiones
estilísticas, me entusiasma que aparezca en la ficción.
Lo mismo con una película como El club de la pelea, que forma parte del
nudo central de la trama: hay un personaje que se obsesiona con esa película y
eso genera cosas. Quería que las películas, los libros, las canciones no
pasaran al costado, sino que generaran cosas en la vida de los personajes:
decisiones, acciones, preferencias, vínculos con otros. Me interesaba
incorporar esa idea de la cultura pop en lo que escribo, porque también es lo
que me hace a mí como escritor.
Es un libro precioso. Lo único que te pido es que no demores tres años más en sacar otro.
—Hay otras ideas que están ahí, en un estado que a mí me encanta: un estado fermental. No hay nada escrito, pero en la cabeza empieza a acoplarse de a
poco, como a ritmo bacteriano. Crece, crece, crece. Es un momento que me
entusiasma: me pongo a leer, a buscar.
Yo no sufrí esos tres años y medio de escritura, los disfruté muchísimo, aunque
a veces rabiara con el libro. Cada momento de escritura fue disfrutable. Es algo
que evidentemente va a estar conmigo siempre, en la medida en que pueda. Así
que sí, seguro que va a haber más.
El libro
Los ahogados
Santa Clara, un balneario costero, es el nexo de las obsesiones de tres personajes. El narrador llega en la búsqueda de un lugar desde donde reescribir su vida, una cabaña que fue parte de su infancia y en la que solo encuentra una plaga de ranas y fantasmas del pasado. Allí también conoce al Bebé Monterroso, un exnotero de televisión, y a Valentina, su nieta. Pero desde el principio puede verse que nada es como debería ser. Los secretos se adhieren a todo, como el salitre a la piel o la tosca al calzado.
La trama de Los ahogados está construida con el murmullo narcótico del océano, que nos dirige con violencia hacia las oscuridades de un balneario fuera de temporada. La naturaleza parece tener el control de esta novela, un poderoso thriller costero que actúa sobre el lector del mismo modo que el paisaje sobre los personajes: por arrastre.