Por The New York Times | Elizabeth Chang

MIENTRAS VIVÍA EN EL SÓTANO DE LA BIBLIOTECA DE MI UNIVERSIDAD, ME VIO DORMIR. Y DESPUÉS ME DEJÓ UN MENSAJE EN EL ZAPATO.

El verano después de mi primer año de universidad, decidí vivir durante unos meses en el sótano de la biblioteca de mi escuela. No fui, en absoluto, la primera estudiante que vivió allí, pues la universidad a la que acudí ofrecía escasas ayudas económicas y las rentas de Manhattan están por las nubes.

Cuando me enteré de que otros estudiantes habían sobrevivido durante un verano sin pagar la renta viviendo ilícitamente en el sótano de la escuela, pensé que ese arreglo podría adaptarse perfectamente a mi flexible trabajo de proselitismo en verano.

Y así fue. Me duchaba en el gimnasio y guardaba comida enlatada en los armarios para extintores. Mis compañeros de trabajo no se fijaron en mi limitado vestuario. Los trabajadores de seguridad y mantenimiento no parecían preocuparse mucho por los estudiantes que dormían en los sofás. Ocasionalmente, cuando me echaban, dormía en los sofás de los dormitorios de mis amigos. En mi tiempo libre, derrochaba el dinero en rebanadas de pizza de un dólar y luego leía libros durante horas en Barnes & Noble.

Esta vida habría continuado sin incidentes durante el resto del verano, pero todo cambió la mañana en que encontré una nota en mi zapato que decía: “Te veías tan hermosa mientras dormías. Llámame”.

Mientras me cepillaba los dientes en el baño de la biblioteca, me debatí entre llamar al número cuando me sentía asqueada de que un extraño me hubiera estado observando mientras dormía. Recordé que alguien había entrado en la sala de estudio la noche anterior, cuando me estaba instalando, pero no había visto bien de quien se trataba.

Hay que ser un cierto tipo de persona excéntrica para elegir vivir en la biblioteca. Si combinamos eso con la imprudencia de la juventud, decidí llamar al número.

Su acento era británico y su voz estaba aturdida, como si acabara de despertarse. Fui brusca y le exigí que se reuniera conmigo de inmediato frente a un parque cercano. Cuando se presentó con quince minutos de retraso, ya estaba enfadada.

“Tu mensaje fue espeluznante e irrespetuoso”, le dije.

Me dedicó una media sonrisa tímida que cubrió con la mano y dijo: “Pues ha funcionado, ¿no?”.

No era mi tipo: más bajo que yo por un centímetro y acomplejado, pero había algo en él que me encantaba cuando sus mejillas subían y bajaban con regocijo. Como estudiante internacional coreano que había pasado un tiempo estudiando en el Reino Unido, admitió que exageraba su acento cuando quería algo.

“¿Hay algo que quieras ahora?” le dije tímidamente.

Volvimos a su húmedo dormitorio y escuchamos música tumbados en su cama. Tal vez ya había bajado la guardia, o tal vez solo porque quería hacerlo, me incliné hacia él y lo besé, luego avanzamos a lo siguiente.

Después, entró en el baño para lavarse. Yo me vestí rápidamente, hice la cama y me fui sin despedirme.

Esa noche, en el trabajo, les conté a mis amigos del mensaje que había recibido.

“¿Llamaste?”, preguntó la que estaba obsesionada con los encuentros.

“Un día vas a conseguir que te maten”, dijo otra.

Les conté todo, excepto que me había acostado con él. De alguna manera, sentí que era una vergüenza, un fallo en mi juicio moral.

Después del trabajo, me preparé para ir a la cama, evitando el contacto visual con el estudiante que salía de la cabina del baño justo cuando escupía la espuma de la pasta de dientes en el lavabo. Cuando llegué a mi lugar habitual para dormir, allí estaba él.

“¿Por qué te fuiste sin despedirte?”, preguntó.

Ninguno de mis anteriores ligues de una noche me había preguntado por qué me había ido después de la aventura. Nadie quería vivir la incomodidad de las secuelas.

“Pensé que sería un poco peligroso para ti seguir durmiendo aquí”, dijo. “¿Por qué no te quedas a dormir conmigo esta noche?”.

“Estaré bien”, dije, pero mi sofá parecía especialmente triste esa noche, así que acepté de mala gana. Mientras subíamos en el ascensor hasta su dormitorio, dijo: “Podemos ser solo amigos. Solo quería que no durmieras más en la biblioteca”.

Pero, al apretujarnos juntos en una cama individual durante las siguientes semanas, no fuimos solo amigos.

Me mostró un mundo diferente a mi vida mínima: visitamos galerías de arte en Chelsea; me enseñó a enrollar un “ssam” en mi primer restaurante de barbacoa coreana; fumamos en su habitación y comimos papas fritas que sacábamos de la bolsa con palillos. Fuimos a ver una película de arte, que me confundió y fascinó.

“¿Sueles ver este tipo de películas?”, le pregunté. “¿En las que se hablan mucho y no tienen mucha acción o un final como tal?”.

Sonrió, ahora mucho menos cohibido por su dentadura. “No necesariamente, pero mi amiga me la recomendó. Siempre pruebo sus recomendaciones. Es mi alma gemela”.

Alma gemela. Le di vueltas a esas palabras en mi mente esa noche mientras dormía a su lado. ¿Qué significaba? Nunca había creído realmente en las relaciones o en el matrimonio. La mayoría de los matrimonios de mis parientes me parecían cargados de ira tácita. A medida que él y yo seguíamos teniendo citas —porque eso es lo que eran— aprendí más sobre su alma gemela. Era una modelo, tranquila y sofisticada, con largas piernas blancas y nariz respingada.

Quizá mi competitividad empezó a afectarme, o quizá fueron todas las comidas gratis, pero empecé a preguntarme cómo se sentiría ser el alma gemela de alguien. Toda mi vida he mantenido a todo el mundo a distancia, al sentir que me juzgarían por revelar todo mi ser. Era la hija obediente, ambiciosa y exitosa de mis padres; censuraba mis características raras para que no las vieran mis compañeros de clases y mis partes agotadas y vulnerables para que no las vieran mis amigos. Nunca tuve una mejor amiga.

En cambio, vivía la vida a través de anécdotas divertidas que contaba una y otra vez en las fiestas, y aquí empezó a formarse en mi mente una historia en la que les decía irónicamente a mis nietos: “¿Saben dónde conocí a su abuelo? Durmiendo en una biblioteca donde me dejó una nota espeluznante”.

Una noche sofocante, soñé con mi padre, que había fallecido de cáncer el verano anterior. Me desperté confundida y llorando, y él me abrazó mientras reconstruía las secuelas del sueño.

Al buscar algo para consolarme, sacó un pañuelo de su cajón, lo que me pareció tan anticuado que me reí de él entre lágrimas.

“¡Bien! ¡Si no lo quieres, me lo quedo!”, dijo, pero me limpió la cara manchada. El ventilador giratorio nos fue adormeciendo poco a poco. En sus brazos, me sentía segura, y eso me hacía pensar que tal vez esto podría durar para siempre.

Sus clases de verano llegaron a su fin, tras lo cual regresó a Corea para hacer el servicio militar, y yo volví a guardar mis cosas en el casillero de la biblioteca. Antes de irse, me dijo que me quería, y yo le dije que también lo quería, sin saber muy bien lo que significaba eso.

Estaba enamorada de la idea de él. Era fácil enamorarse de los correos electrónicos cuidadosamente elaborados, de las listas de reproducción de música compartidas y de las llamadas telefónicas que siempre parecían demasiado breves. Mucho más fácil que enamorarse de una persona real y tener que escuchar sus días monótonos y sus opiniones controvertidas y conocer sus malos hábitos y sus contracciones nerviosas irritantes.

La ciudad se vació: la primera mitad de mi trabajo de verano terminó, y todos mis amigos del trabajo se fueron a casa, excepto uno, que me preguntó si quería quedarme a dormir en su casa. Lo rechacé. Ahora prefería dormir en la biblioteca y releer los correos electrónicos que me llegaron desde el otro lado del océano, sin dormir toda la noche e intentando cruzar los husos horarios.

Empecé a fijarme en las otras personas que habían hecho de la biblioteca su hogar, durmiendo hasta altas horas de la noche en los sofás rígidos. Ignoré a esos nuevos compañeros de piso. Una cosa era bromear con tus amigos sobre tu situación de vida poco convencional; otra era enfrentarte directamente a ella mientras te acomodabas para pasar otra noche en vela con tu toalla secándose en la silla del ordenador a tu lado.

Al final, nuestro intercambio de correos electrónicos se fue apagando, y yo me sentí desolada. En su último correo electrónico, escribió: “Me la he pasado muy bien desde que aterricé en Nueva York hace un año. Empecé a comer en otros lugares y a probar todo aquello por lo que Nueva York es famoso porque te conocí. Es un poco triste, y estoy intentando no llorar ahora mismo, pero me habría gustado que nos conociéramos en unos años, cuando no hubiéramos tenido que despedirnos tan pronto. ¿Sabes que la gente siempre se emociona con los veranos y se empeña en hacerlos memorables? Por fin tuve un verano digno de recordar”.

Yo también lo tuve. Mientras vivía en el sótano de la biblioteca de mi universidad, me vio dormir. Y después me dejó un mensaje en el zapato. (Brian Rea/The New York Times)