Contenido creado por María Noel Dominguez
Salud

Lo nuestro ha terminado

Los argumentos para poner fin a un buen matrimonio

Cuando me casé, hace más de tres décadas, no quería prometer que amaría a mi esposo hasta que la muerte nos separara.

03.12.2025 15:30

Lectura: 8'

2025-12-03T15:30:00-03:00
Compartir en

Por The New York Times | Cathi Hanauer

 Sí quería intentarlo; Dan era mi alma gemela y mi amado, y me sentía afortunada e ilusionada por empezar una vida y una familia con él. Pero la muerte —¡eso esperábamos!— estaba a años luz de distancia (teníamos 29 años), y una parte de mí se rebeló contra la idea de comprometer toda mi vida a una relación monógama de convivencia. Había vivido sola a los veintitantos y me encantaba; siempre había necesitado espacio privado para desenvolverme plenamente. También me gustaba tener citas y dormir en horarios extraños; soy una pensadora y escritora obsesiva. Con amor o sin él, me preocupaba que el matrimonio pudiera asfixiarme.

Así que le dije a Dan que no podía jurar lo que no podía predecir. Él replicó: la gente no vendrá a nuestra boda para oír: “Lo haré lo mejor que pueda, pero….”. Tenía razón. Dije los votos.

Los dos teníamos razón: él en su confianza, yo en pensármelo dos veces. Ahora, 33 años después, estoy orgullosa de nuestro largo y amoroso matrimonio: criamos hijos, cultivamos hogares y amistades, cuidamos mascotas; escribimos y editamos libros y artículos colaborativamente. Nos reímos, aprendimos y vivimos, primero con dificultades económicas (¡pero juntos! ¡como artistas!) y más tarde encontramos nuestro equilibrio. Fuimos un equipo conectado y compatible durante una parte encantadora, emocionante y casi siempre feliz de nuestras vidas.

Pero todo matrimonio tiene sus problemas, y la partida de los hijos los hace aflorar. Teníamos formas distintas de sentir y expresar la intimidad. Dan trabajaba más que nunca, pero ahora con un nuevo equipo que no me incluía, y cuanto más se dedicaba (comprensiblemente) a ese mundo, más me escapaba yo a mis propios proyectos y más me expandía en la dulce paz de la autonomía de nuevo. Cuando pásabamos tiempo juntos, no queríamos hacer ni hablar de las mismas cosas. Un terapeuta de parejas sugirió que quizá no resistiríamos. ”¡No!”, dijimos, atónitos.

Aun así, nos fuimos distanciando cada vez más, y nos sentíamos menos amados y menos cariñosos. Siempre nos habíamos reído, y ahora no lo hacíamos. Al menos, no lo suficiente.

Ninguno era infiel, ni maldecía, ni aventaba platos. Podríamos haber intentado poner parches en nuestros problemas hasta que sanaran, o no sanaran y que no nos importara. En lugar de eso, tomamos una decisión que hoy es cada vez más habitual: nos abrazamos, nos disculpamos por nuestros defectos y nos liberamos mutuamente. Para mí, fue —y sigue siendo— el final de un matrimonio largo, bueno y productivo, no un fracaso.

Sin embargo, la decisión que tomamos inspiró lástima, críticas y confusión en las personas que nos rodeaban. A nuestros padres, que tenían matrimonios perpetuos, los unió el desconcierto; cuando compartí mi (convencional) vida amorosa con una amiga casada desde hacía mucho tiempo, calificó mi entusiasmo de “malsano”. Las tasas de “divorcios grises” —parejas de 50 años o más— están aumentando vertiginosamente (las cifras de los mayores de 65 años se han triplicado desde la década de 1990) y más de dos tercios de todos los divorcios son iniciados por mujeres. Aun así, la gente decía con frecuencia: “Lo siento”, cuando oía nuestra noticia. Lo entiendo; el cambio puede asustar y entristecer. A menudo les respondía: “Gracias, pero no pasa nada. Estamos bien”.

La separación en sí se produjo hace cuatro años, justo cuando el mundo volvía a salir a la calle después de la pandemia. Desde entonces, la vida de ambos se ha ampliado. Dan tiene novia y una casa estupenda en el norte del estado, donde ahora cocina y recibe visitas (y donde a veces soy invitada). Yo he aprendido a cambiar una llanta ponchada, a restablecer la contraseña de mi wifi y a construir una cajonera metálica (está al revés, ¡pero funciona bien!). Y a través de las tan denostadas aplicaciones de citas, he conocido a hombres en Maine, Virginia, Míchigan, Francia: un teniente de policía jubilado (que me enseñó a evitar una multa por exceso de velocidad), un constructor/ingeniero (que instaló mi lámpara de araña), un médico de urgencias y un exproductor de televisión que ahora es un amigo entrañable. Salí con un hombre dulce que acababa de perder un hijo, lo que me recordó de nuevo que debía apreciar a mis hijos. He hablado de política con personas muy alejadas de mi burbuja. Los altibajos y la amplitud de las citas me mantienen visceral y en evolución. Sin embargo, no soy joven y sé que en el gran juego de las sillas musicales de los solteros, puede que no acabe sentada de nuevo, sobre todo porque no me casaré ni viviré con nadie.

Me ha encantado ver quién soy fuera de la esposa y madre que he sido durante décadas: cuántos ingresos necesito (y cómo me esfuerzo por ganarlos), a dónde viajo, qué vida social y horarios prefiero. Mi grupo de amigos ha cambiado: más hombres y mujeres en soltería. Y disfruto del romance y el sexo que he encontrado —sí, incluso a mis sesenta y tantos años—, algo que, por supuesto, mucha gente rechaza en el matrimonio: lo que el escritor D. H. Lawrence llamó “la gran jaula de nuestra domesticidad”.

Me encanta volver a vivir sola, ahora en un modesto apartamento urbano: elegir mi entorno, conocer el contenido de la nevera, dormir sin interrupciones. Sentirme simplificada pero eficiente. Volver a casa a la soledad y, sí, desenvolverme.

Desde luego, no soy prodivorcio, ni creo que todo el mundo deba seguir nuestro camino. (Nota: no nos hemos divorciado legalmente, por motivos fiscales y de seguro médico, pero por lo demás estamos totalmente separados). Un buen matrimonio para toda la vida es hermoso, admirable y beneficioso en muchos sentidos. Y separarse en la mediana edad puede devastar a las personas poco sanas, o reacias a estar solas. Yo no soy ni lo uno ni lo otro, pero al deambular soltera por París o Maine, a veces he deseado tener a alguien con quien cenar o ir de excursión. He pasado los calurosos meses de agosto y los fines de semana feriados sola en Manhattan, he visto a amigas divorciadas pasar la Navidad aisladas y echando de menos a sus hijos. He necesitado a mi hija para que me recogiera después de una colonoscopia, y me preocupa lesionarme o envejecer sola, aunque al final la mayoría de las mujeres envejecen solas de todos modos, ya que vivimos en promedio cinco años más que los hombres.

Y ahora me inquieta mucho más el dinero que durante nuestro matrimonio. (Después del divorcio, las mujeres suelen sufrir económicamente, los hombres socialmente). Dicho esto, Dan y yo llegamos a un acuerdo, sin disputas de abogados, que nos parece justo a ambos. Sigo siendo escritora; él sigue pagando mi seguro médico, además de un estipendio mensual. Al fin y al cabo, la escritura que hicimos juntos también impulsó su carrera.

Me siento culpable por nuestros hijos, quienes, por supuesto, al principio odiaban nuestra separación. Pero los chicos son más felices cuando sus padres son felices, y han visto que seguimos ayudándonos mutuamente y seguimos siendo una familia en muchos sentidos. Compartimos un perro y pasamos juntos las fechas importantes y uno que otro fin de semana, a menudo con la madre de Dan, a quien adoro. (La novia de Dan lo entiende; al fin y al cabo, ella también tiene hijos y un ex). Mis padres y hermanas siguen considerándolo de la familia. Nos mandamos mensajes a menudo en varios chats familiares.

Así que, en general, mi experiencia ha cimentado mi opinión de que cuando el matrimonio deja de sentirse bien o de ser saludable en una etapa más avanzada de la vida —y si, como nosotros, son afortunados y tienen carrera, hijos adultos y la voluntad de hacer el trabajo de una buena separación (¡no muy distinto de estar en un buen matrimonio!)—, entonces liberarse, separarse, puede ser una buena opción.

Quizá parte de nuestra suerte se debió a que afrontamos la verdad antes de que nos destrozara. Ya no estábamos a gusto en nuestro matrimonio, y nos faltaba optimismo para arreglarlo. Así que, en lugar de aguantar o ignorarlo, nos separamos mutua y amistosamente, y trabajamos para seguir así. En todo caso, ahora nos apreciamos más; ya no privamos al otro, y podemos volver a reír juntos. Además, Dan es un tipo excelente. ¡Por eso me casé con él!

Así que creo que hice bien en no aceptar esos votos matrimoniales “para toda la vida”, reliquias de tiempos en que las mujeres procreaban a los 15 años y caían muertas a los 40. En cualquier caso, me encantó la mayor parte del Capítulo 2 y me está encantando sobre todo el Capítulo 3. ¿Qué tal ese final feliz?

Cathi Hanauer es autora de tres novelas y dos antologías de ensayo. Está trabajando en una novela sobre las mujeres solteras y el amor.