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Por The New York Times

El amor romántico: ¿decadencia o metamorfosis?

Varias series, películas y novelas de los últimos años evidencian que en estos momentos conviven dos grandes mitologías amorosas.

10.05.2021 17:29

Lectura: 6'

2021-05-10T17:29:00-03:00
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Por The New York Times | Jorge Carrión

VARIAS SERIES, PELÍCULAS Y NOVELAS DE LOS ÚLTIMOS AÑOS EVIDENCIAN QUE EN ESTOS MOMENTOS CONVIVEN DOS GRANDES MITOLOGÍAS AMOROSAS: LA PASIÓN ROMÁNTICA Y LAS REDES DE AFECTOS. ¿LLEGARÁ A PRODUCIRSE UNA SUSTITUCIÓN?

En The One el amor es una distopía. La serie británica utiliza la ficción para retratar la irrupción en nuestro mundo de una empresa que permite, mediante una simple prueba de ADN, encontrar a la pareja perfecta. La utopía romántica choca con la realidad. No solo es terrible que una corporación monopolice el amor ideal; además, varios de los protagonistas lo rechazan, porque están más enamorados de su esposa, de su trabajo o de ellos mismos.

La crisis de la pasión romántica no hace más que acentuarse. Son muchas las narrativas recientes que están mostrando que ese tipo de amor es más imposible que nunca. Sobre todo porque es único y, por naturaleza, eclipsa o subordina al resto de los afectos. Y en el siglo XXI ya nada es central, estable ni duradero. El amor se distribuye cada vez más entre la pareja, los compañeros, las familias, las amigas, la profesión y las aficiones, al sexo o las especies compañeras. Nuestro presente es esencialmente horizontal y poliamoroso.

Estamos pasando de la búsqueda del amor arrebatado, bidireccional e intenso a la reivindicación de un amor de baja intensidad, múltiple, en red. No se trata tanto del final del amor como de su metamorfosis y expansión. Está acompañado por una sensación de duelo: porque hemos perdido muchas estructuras que nos daban seguridad y estamos perdiendo un mito que le da un sentido —parcial pero poderoso— a nuestras vidas.

Es sintomático que algunos de los proyectos literarios más comentados de los últimos años sean, también, relatos de separación y duelo. Los seis volúmenes de Mi lucha, de Karl Ove Knausgård; la trilogía que Rachel Cusk inició con A contraluz; Ordesa, de Manuel Vilas; La vegetariana, de Han Kang; las diversas rupturas que marcan el discurso autobiográfico de los últimos libros de Emmanuel Carrère: ¿No está la literatura narrando sobre todo el fin del amor para toda la vida y nuestra resistencia a su aceptación? ¿No estamos consumiendo narrativas que revelan la inconsistencia de las estructuras emocionales que nos vertebran?

La pasión romántica y el matrimonio duradero han sido centrales durante gran parte de la modernidad. En el siglo XXI se abre paso la conciencia de que es importante cultivar las relaciones personales y las amistades, atesorar redes de afectos que vayan más allá de las familiares, recordar que el amor es un espectro amplio, no una opción única y excluyente que puede conducir a la toxicidad y la violencia. Ambos modelos sentimentales van a convivir tanto en nuestras vidas como los imaginarios que las cuentan, cuestionan y enriquecen.

En El fin del amor, la prestigiosa socióloga Eva Illouz argumenta que el desamor, el abandono de las relaciones románticas, constituye uno de los principales estilos emocionales de nuestra época. Y que la vida íntima de los seres humanos se ha dividido entre la libertad sexual —mediada tecnológicamente—, donde existen protocolos claros para guiar el “comportamiento, para obtener placer de una interacción y para definir los límites de la interacción”; y las relaciones emocionales con vínculos profundos, que suponen “un ámbito sumido en la confusión, la incertidumbre, e incluso el caos”.

Mientras en Tinder —una de las aplicaciones más populares de citas— las reglas del juego están más o menos claras (pues acostumbran a predominar el tanteo o el sexo sobre el compromiso), en los procesos de enamoramiento y de pacto a medio y largo plazo se impone la ausencia de garantías de futuro. ¿Por qué centrar, entonces, la vida afectiva en una única persona? Tanto en las vidas reales como en sus representaciones, observamos que la misma diversificación que ha transformado la economía empresarial define la nueva economía de las emociones. Las nuevas tendencias sentimentales evitan la concentración, distribuyen la intensidad y reivindican la amistad, la atención o el cuidado, en detrimento del amor único y para siempre.

Ese lento tránsito entre dos mitologías nos provoca angustia. La de estar entre dos mundos. Otra serie reciente, que protagonizan dos personajes de la saga Avengers, WandaVision, ha captado con maestría esa tensión. Ante el duelo insoportable por la pérdida de Visión, Wanda Maximoff decide usar sus superpoderes para la transformación de un pueblo entero en el escenario de su vida feliz con su pareja muerta. No solo resucita a Visión, sino que además forma con él una familia.

La representación de esa felicidad conyugal recurre a las convenciones de la telecomedia de las últimas décadas del siglo pasado. Porque es anacrónica. “¿Me está diciendo que el universo ha creado una sitcom protagonizada por dos vengadores?”, se pregunta un personaje de la serie que intenta comprender el fenómeno. En efecto, para crear el espejismo de un amor y una familia convencionales hay que conjurar fuerzas paranormales y erigir un simulacro televisivo de otra época.

Porque en la nuestra parece más natural la relación que plantea la otra gran serie reciente de Disney, The Mandalorian. La historia de un hombre, un bebé de otra especie y una sucesión de alianzas provisionales para el cuidado y la supervivencia.

El cambio de paradigma trasciende la esfera del amor de pareja, porque afecta a la pérdida de las certezas y de las instituciones duraderas. El divorcio se ha vuelto de lo más común en todo el mundo. En el ámbito laboral, hemos acabado de pasar de los trabajos para toda la vida a los cambios constantes, el teletrabajo y la precariedad. La progresiva conciencia de esa gran mutación, al tiempo que ha aumentado nuestros niveles de ansiedad y melancolía, ha acentuado nuestra naturaleza terapéutica y, por extensión, nuestra necesidad de una red de afectos.

No hay más que ver Nomadland, la película más significativa de estos meses. Empieza con la muerte del marido de la protagonista. Prosigue con el trabajo temporal en un almacén de Amazon. Y dibuja una utopía precaria, en forma de campamentos de vagabundos laborales de la tercera edad, como alternativa al sistema de vida burgués. El “sueño americano”, en el siglo XXI, pasa por volver al nomadismo pionero del Salvaje Oeste, con más soledad que compañía.

Se adivina que la vida de la protagonista ha tenido dos etapas: un largo y sedentario matrimonio y la viudez en la libertad geográfica que retrata el filme. De un modo parecido, los dos imaginarios principales del amor en nuestra época, el tradicional —jerárquico y romántico— y el nuevo —en red y afectivo— van a convivir en las biografías humanas y en narrativas audiovisuales y literarias que las representan, modelan y ponen en tensión.