Por The New York Times | Jennifer Szalai
Empathy
Illegal Immigration
Books and Literature
United States Politics and Government
Psychology and Psychologists
Christians and Christianity
Immigration and Customs Enforcement (US)
Arendt, Hannah
Bloom, Paul
Stuckey, Allie Beth (1992- )
Hay una cita llamativa que resurge en internet de vez en cuando, normalmente acompañada de una fotografía de una mujer de pelo oscuro y de mirada intensa: “La muerte de la empatía humana es una de las señales más tempranas y reveladoras de que una cultura está a punto de caer en la barbarie”. Le sigue el nombre de la mujer de la foto: la filósofa política Hannah Arendt, quien huyó de la barbarie de la Alemania nazi.
Solo que no hay constancia de que Arendt dijera alguna vez eso, ni nada parecido. La cita falsa es el tipo de artefacto que florece en internet en estos tiempos desconcertantes: plausible y políticamente ominosa. Resulta que encaja con un argumento liberal que ha florecido en la era de Donald Trump: que el movimiento MAGA promueve activamente la insensibilidad y la crueldad. Los críticos de Trump afirman que no es difícil encontrar ejemplos que lo corroboren: el recorte de la ayuda vital a los pobres y los enfermos, la violenta represión a los migrantes, los memes alegremente sádicos. La implicación es que un bando está comprometido con la empatía y el otro no.
Esto sonaría a propaganda liberal interesada si no fuera porque varias figuras destacadas de la derecha parecen estar de acuerdo. En febrero, cuando Elon Musk estuvo en el pódcast de Joe Rogan, Musk se burló de los demócratas por sucumbir a la “empatía suicida”. La preocupación por los demás, coincidieron, se había descontrolado tanto que se estaba volviendo autodestructiva. “La debilidad fundamental de la civilización occidental es la empatía”, dijo Musk. “Están explotando un fallo de la civilización occidental, que es la respuesta de empatía”.
A Musk le gusta referirse a otros humanos como “NPC” o “personajes no jugadores” (non-player characters, en inglés: personas sin criterio propio o que se dejan llevar por las tendencias). Parece que ese desprecio por el prójimo está ganando terreno. El columnista de Opinión del Times David French ha señalado cómo la empatía hacia los demás —aparentemente inextricable de amar al prójimo como a uno mismo— ha sido atacada directamente por algunos cristianos de derecha.
El año pasado, la podcaster cristiana Allie Beth Stuckey publicó Toxic Empathy, que llegó a la lista de best-sellers; más recientemente, el pastor Joe Rigney publicó The Sin of Empathy. Ambos libros describen los llamados a la empatía como obra de progresistas manipuladores que intentan convencer a los cristianos para que apoyen las políticas progresistas.
Pero resulta que los progresistas han tenido sus propias críticas a la empatía a lo largo de los años. Tras las elecciones de 2016, los demócratas debatieron hasta qué punto debían mostrar empatía con los partidarios del nuevo presidente. Un flujo constante de artículos en los medios de comunicación analizaba los sentimientos de “ansiedad económica” entre la clase trabajadora blanca. Los periodistas que escuchaban atentamente a los votantes de Trump en comedores de pueblos pequeños pasaron a formar parte de lo que la crítica literaria Jennifer Wilson denominó el Complejo Industrial de la Empatía. (McSweeney’s parodió el género con el titular “Viajé a una cafetería en una zona pro-Trump para escribir otro artículo sobre si los simpatizantes del presidente siguen queriendo, cito: ‘partirme la cara de estúpida liberal y progresista’”). Algunos críticos de la izquierda argumentaron que la empatía se adaptaba perfectamente a una anodina complacencia centrista: una fijación en los sentimientos con poca acción que mostrar.
La empatía ha tenido un extraño recorrido en la última década. Se la ha tachado de demasiado provinciana, demasiado indiscriminada, demasiado débil, demasiado poderosa. También se la ha considerado la clave de la bondad y un baluarte contra la atrocidad. ¿Cómo ha llegado la empatía a ser tan políticamente tensa?
El músculo de la empatía
La palabra “empatía” tiene su propia historia curiosa. Apareció por primera vez en inglés en 1908, como traducción de Einfühlung, que significa “sentir en” o “sentirse en”, un término de la estética alemana. Pero la idea que transmite más típicamente —imaginarse dentro de los sentimientos de otra persona— ya circulaba. En el siglo XVIII, Adam Smith utilizó la palabra “simpatía” para referirse a la capacidad de pensar en otra persona “y convertirse en cierta medida en la misma persona que ella, y de ahí formarse una idea de sus sensaciones, e incluso sentir algo que, aunque más débil en grado, no es totalmente distinto de ellas”. Su amigo David Hume ofreció una definición similar.
En algún momento del siglo XX surgió una distinción entre empatía y simpatía. Sentir simpatía por alguien implicaba una cierta distancia, parecida a la lástima; la empatía pasó a entenderse como algo más fuerte, más cercano a la identificación. Susan Lanzoni, historiadora de la psicología, afirma que la empatía se convirtió en un “valor aspiracional” en la cultura de posguerra para los estadounidenses que buscaban la “armonía social”. A partir de la década de 1960, el pionero psicólogo negro Kenneth Clark argumentó que la capacidad humana de empatía podía contrarrestar el impulso egocéntrico de acumular poder.
Clark, quien testificó en el caso Brown contra la Junta sobre los perjuicios de la segregación, hizo distinciones entre distintos tipos de empatía. Lo que denominó “empatía chovinista” era muy común y potencialmente destructiva; se extendía solo a otros miembros del mismo grupo (pensemos en presidentes que indultan a sus familiares o simpatizantes, o en incels que se compadecen por internet). En su lugar, Clark defendió la “razón empática”, una fusión de la inteligencia con la sensibilidad hacia los demás. Advirtió que la educación se había vuelto “despiadadamente competitiva y productora de ansiedad, en la que se excluye la posibilidad de la empatía, la preocupación por el compañero y el uso de la inteligencia superior como confianza social”.
Clark definió la empatía como una herramienta esencial para el razonamiento moral, una idea persistente en la política liberal. Jamil Zaki, psicólogo de Stanford, expone un caso análogo en The War for Kindness (2019). Zaki afirma que la empatía no es un rasgo fijo; puede ejercitarse y entrenarse, como un músculo. Su libro es esperanzador; uno de sus ejemplos es el de un hombre llamado Tony, que perteneció a la Resistencia Aria Blanca antes de conocer a un consejero judío que lo ayudó a superar su fanatismo. Zaki afirma que la persistencia es la clave: “Mediante la práctica, podemos desarrollar nuestra empatía y, como resultado, volvernos más amables”.
La narración de historias se ha ofrecido durante mucho tiempo como un campo de entrenamiento para nuestra imaginación empática. Leer a los rusos puede ayudarnos a convertirnos en “personas más expansivas y generosas”; los lectores de Dickens lloran por la pequeña Nell. George Eliot quería que sus novelas dejaran a sus lectores “más capaces de imaginar y sentir las penas y las alegrías de quien difiere de ellos en todo menos en el amplio hecho de ser criaturas humanas luchadoras y errantes”. El crítico Roger Ebert llamó al cine “una máquina de generar empatía”.
Es reconfortante pensar que leer novelas será nuestra salvación, que la transformación social comienza leyendo un libro. Sin embargo, no está nada claro si las experiencias artísticas pueden traducirse en acciones morales. En 2021, un neonazi británico fue condenado a una pena condicional a cambio de un régimen de lectura; pero su educación sentimental —dijo que prefería a Shakespeare antes que a Jane Austen— no le impidió reanudar sus aficiones neonazis en internet.
La idea de que la ficción ampliará nuestra imaginación moral es obstinadamente seductora. Como dijo una vez la novelista Zadie Smith: “Puedes engañarte a ti mismo escribiendo novelas diciendo que estás salvando el mundo, ya sabes, uno por uno, abriendo los corazones de la gente para que sean mejores, pero los corazones de la gente pueden abrirse ampliamente y no hacer nada: hay que tener cuidado con esa idea”.
Detestar al prójimo
Una cosa es pensar que la empatía es una emoción limitada. Otra muy distinta es sugerir que es peligrosa. En sus libros, Stuckey y Rigney empiezan insistiendo en que no intentan erradicar la empatía per se, sino que se oponen solo a las versiones “tóxicas” (Stuckey) o “ilimitadas” (Rigney), que engañan a los cristianos para que toleren el acceso al aborto y el matrimonio igualitario. Poniendo el ejemplo de una niña de 12 años violada por su padrastro, Rigney dice que acceder a su petición de aborto es un ejemplo de la “miopía empática” que alimenta “la cultura de la Muerte”. Stuckey afirma que, por mucho que lo sienta por la madre mexicana indocumentada detenida por el ICE tras 14 años en Estados Unidos, “las Escrituras describen los muros, tanto literal como metafóricamente, como una defensa contra el desorden y el mal”.
“Como tú, quiero ser amable”, escribe Stuckey, “y cualquier acusación de que yo pueda carecer de empatía duele”. (¿Podría ser esta una petición de… empatía?) Pero afirma que ser un cristiano bondadoso a veces exige apoyar políticas que harán sufrir a los demás: “Amar significa querer lo mejor para una persona, tal y como Dios define ‘lo mejor’”. También Rigney sabe lo que Dios quiere, aunque los progresistas intenten intimidarlo con un “chantaje emocional”: “La compasión está dispuesta a que la llamen ‘desalmada’ en su búsqueda del bien verdadero y duradero de los afligidos”. Al final de sus libros, ambos autores sugieren que la empatía, tal como existe, es obra del Diablo y sus secuaces.
El libro de Rigney es, en última instancia, un manifiesto; en la portada aparece una caricatura de una nube sonriente sosteniendo una bomba. Pero insiste en que sus provocaciones para llamar la atención tienen una base intelectual. Rigney cita Contra la empatía (2016), del psicólogo y académico Paul Bloom, un libro fundacional sobre el tema.
Rigney hace mucho hincapié en el argumento de Bloom de que la empatía funciona demasiado a menudo como un “foco de atención” para ser una guía moral útil. Como emoción, es parroquial, sesgada y propensa a las distorsiones. Bloom afirma que es psicológicamente imposible sentir los sentimientos de más de una o dos personas a la vez.
Pero el libro de Bloom es muy diferente del de Rigney. Bloom aporta una lógica desapasionada y utilitarista a su análisis de la empatía, abogando por combinar más razón con una “compasión difusa”. Hacer frente al cambio climático, por ejemplo, requiere más pensamiento abstracto sobre el futuro que empatía por los perjudicados por el aumento del precio de la gasolina en el aquí y ahora.
Contra la empatía es un libro fascinante y vigorizante. En un capítulo sobre “Violencia y crueldad”, Bloom se entretiene con la idea de que la empatía puede proporcionar los “frenos”, impidiendo que alguien haga sufrir a los demás para conseguir lo que desea. Pero a continuación subraya que “con la misma frecuencia es la gasolina”.
Sí, admite Bloom, la gente comete atrocidades por “odio e ideología racial y deshumanización”. Pero señala que las atrocidades también están motivadas por la empatía, que puede ser “provocada por historias contadas sobre víctimas inocentes de estos grupos odiados” (empatía chovinista en acción). Menciona la retórica de la campaña de Donald Trump en 2015, en la que el candidato repitió el nombre de una mujer asesinada por un migrante indocumentado “para hacer más vívida su historia de asesinos mexicanos”. En lugar de más sentimiento, la elaboración de políticas sólidas requiere más pensamiento: “Somos mejores cuando nos enfocamos en algunas cosas y no en otras para lograr ciertos fines buenos”.
La muerte del pensamiento
La muerte del pensamiento, de hecho, era lo que preocupaba a Arendt en su obra sobre el totalitarismo. Cuando informó sobre el juicio del oficial nazi Adolf Eichmann en Jerusalén, lo que la impresionó fue su “irreflexión”. En un momento dado, Eichmann declaró que “había vivido toda su vida según los preceptos morales de Kant”, una afirmación que resultó especialmente indignante para Arendt, quien en otro lugar escribió sobre el concepto kantiano de “ciudadano del mundo”. Tal ciudadanía no era, según ella, cuestión de “una empatía enormemente ampliada”, sino algo más riguroso: “Uno entrena su imaginación para ir de visita”.
Para Arendt, formarse una opinión era un proceso activo de “hacer presentes en mi mente los puntos de vista de quienes están ausentes”. La crítica Namwali Serpell, en un valiente ensayo de 2019, señaló las similitudes entre el razonamiento imaginativo de Arendt y el “velo de ignorancia” del filósofo John Rawls. Rawls postulaba que quien no supiera si nacería negro o blanco, rico o pobre, homosexual o heterosexual, estaría motivado para construir una sociedad que fuera aceptada como justa por los más vulnerables.
“Se trata de habitar la posición, no la persona”, escribe Serpell. En lugar de sentir el dolor de alguien, intentas comprender los mecanismos más amplios que hacen que alguien sufra. Rawls y Arendt no estaban preocupados por el sentimiento, sino por la justicia: un intento de imaginar el mundo que uno desearía si hubiera nacido en una situación diferente.
Para cualquier persona comprometida con el pluralismo, esta posibilidad sonará atractiva. Pero, en primer lugar, tienes que estar comprometido con el pluralismo, y tienes que querer involucrarte en el duro proceso del pensamiento imaginativo. Las deliberaciones frías y filosóficas son valiosas; también parecen, en este momento concreto, cada vez más abstractas. Las cuentas oficiales del gobierno estadounidense publican memes burlándose de los migrantes encadenados junto a imágenes empalagosas y en tonos pastel de familias pioneras blancas. Los detenidos son enviados a El Salvador, a Sudán del Sur, a un centro de detención en los Everglades llamado Alcatraz de los caimanes. En lugar de criticar la empatía como herramienta para el razonamiento moral, los guerreros antiempatía parecen empeñados en borrar cualquier sentimiento compartido de humanidad común.
Llamé a Bloom para preguntarle qué opinaba de esta evolución. Distinguió Contra la empatía de los “vecinos cercanos a mi punto de vista que no son más que llamados a la crueldad y al prejuicio”.
“Mi libro es un llamado a la compasión, a la bondad y a las formas en que la empatía puede alejarse de eso”, dijo Bloom. Y añadió: “Me preocupa que algunas personas piensen, por la razón que sea, ‘no quiero preocuparme por los migrantes’, o ‘no quiero preocuparme por los africanos’. Y entonces lo que dicen es: ‘Bueno, he oído que la empatía es mala. Así que supongo que eso justifica que no me importe’. Pero ese es un argumento terrible”.
es la crítica de libros de no ficción para el Times.
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