Por The New York Times | Erika Solomon

Las mesas estaban abarrotadas en el Waldhaus, un restaurante en las afueras boscosas de una ciudad del este de Alemania, mientras los habituales —trabajadores estrechando manos callosas, jubiladas agarrando carteras en su regazo— se acomodaban para una reunión de bar de la ultraderechista Alternativa para Alemania.

Pero los incondicionales preocupan menos a los dirigentes políticos alemanes que personas como Ina Radzheit. Ella, agente de seguros con una blusa floreada, se coló entre bandejas de schnitzel y cervezas espumosas en su primera visita a la AfD, las iniciales alemanas con las que se conoce al partido.

“¿Qué pasa?”, dijo. “¿Por dónde empiezo?”. Se siente insegura con el aumento de la inmigración. Le incomoda que Alemania suministre armas a Ucrania. Está exasperada por las disputas del gobierno sobre planes climáticos que teme que costarán a ciudadanos como ella su modesto pero cómodo modo de vida.

“No puedo decir ahora si alguna vez votaré por la AfD”, dijo. “Pero estoy escuchando”.

A medida que la preocupación por el futuro de Alemania crece, parece que también lo hace la AfD.

La AfD ha alcanzado su punto más alto en las encuestas en los antiguos estados comunistas del este de Alemania, donde ahora es el partido líder, atrayendo a alrededor de un tercio de los votantes. En el oeste, más rico, está subiendo. A nivel nacional, está codo a codo con los socialdemócratas del canciller Olaf Scholz.

Si la tendencia se mantiene, la AfD podría representar su amenaza más seria para la política alemana tradicional desde 2017, cuando se convirtió en el primer partido de extrema derecha en entrar en el Parlamento desde la Segunda Guerra Mundial.

El giro es sorprendente para un partido cuyos obituarios políticos llenaban los medios alemanes hace un año, tras haberse hundido en las elecciones nacionales. Y refleja el malestar de un país en una encrucijada.

Tras décadas de prosperidad de posguerra, Alemania lucha por transformar su modelo industrial exportador del siglo XX en una economía digitalizada capaz de resistir el cambio climático y la competencia de potencias como China.

“Vivimos en un mundo de agitación global”, dijo Rene Springer, legislador nacional de AfD, en su intervención en el Waldhaus de Gera. “Nuestra responsabilidad para con nuestros hijos es dejarles algún día una situación mejor que la nuestra. Eso ya no es de esperar”.

Cuando fue elegida en 2021, la coalición de tres partidos de Scholz prometió conducir a Alemania a través de una transformación dolorosa pero necesaria. En cambio, el país se sumió en una incertidumbre más profunda por la invasión rusa de Ucrania.

Al principio, la coalición parecía vencer a los pronósticos: los aliados elogiaban su promesa de sustituir el pacifismo de posguerra por una revitalización militar. Encontró alternativas al gas ruso barato —casi el 50 por ciento de su suministro— con una rapidez inesperada.

Pero entonces el país entró en recesión. Las cifras de migración alcanzaron máximos históricos, impulsadas sobre todo por los refugiados ucranianos. Y la coalición empezó a luchar entre sí sobre cómo retomar el rumbo marcado para Alemania antes de la guerra.

La AfD, un partido que atrajo apoyos sobre todo al criticar la migración, encontró un nuevo atractivo como defensor de la clase económicamente precaria de Alemania.

“Con la migración, la AfD ofreció una narrativa cultural y una identidad a quienes estaban ansiosos por su futuro”, dijo Johannes Hillje, un politólogo alemán que estudia la AfD. “Ahora, la amenaza cultural no viene solo de fuera, sino de dentro, es decir, de la política de transformación del gobierno”.

La AfD ha resurgido a pesar de que los servicios de inteligencia nacionales la clasifican como organización “sospechosa” de extrema derecha, lo que permite ponerla bajo vigilancia. Su rama en Turingia, donde se celebró la reunión de Waldhaus, está clasificada como extremista “confirmada”.

Un mes antes, su rama juvenil nacional también fue clasificada como extremista confirmada, aunque esa etiqueta fue retirada hace poco mientras se resuelve en la corte un caso sobre su estatus.

En el informe anual de la agencia nacional de inteligencia en abril, el líder de la agencia, Thomas Haldenwang, indicó que se cree que de los 28.500 integrantes de la AfD, alrededor de 10.000 son extremistas.

Sin embargo, un tercio de los alemanes la consideran un “partido democrático normal”, según Hillje. “La paradoja es que, al mismo tiempo, cada vez está más claro que se trata realmente de un partido radical, si no extremista”.

En años anteriores, el partido parecía dispuesto a dejar de lado a las figuras extremas. Ahora ya no. Este mes de abril, la colíder Alice Wiedel habló junto a Björn Höcke, líder del partido en Turingia y uno de los políticos considerado entre los más radicales de la AfD.

Höcke fue acusado recientemente por la fiscalía estatal por utilizar la frase “todo para Alemania” en un mitin, un eslogan de las tropas de asalto nazis.

Nada de eso empañó el entusiasmo en el Waldhaus de Gera, una ciudad de unos 93.000 habitantes en el este de Turingia, donde la AfD es el partido más popular.

Anke Wettengel, maestra de escuela, dijo que esas etiquetas equivalen a centrarse en los hinchas de un equipo de fútbol, y no reflejan a los seguidores normales, como ella.

Tampoco veía ningún problema en lo dicho por Höcke.

“Fue una frase muy normal”, dijo. “Hoy se nos debería permitir estar orgullosos de nuestro país sin ser acusados inmediatamente de extremistas”.

Desde el escenario, Springer arremetió no solo contra las reformas laborales para los inmigrantes, calificándolas de “sistema traidor contra los ciudadanos nativos”, sino que también criticó las nuevas medidas climáticas.

La audiencia golpeó sus mesas en señal de aprobación.

Stefan Brandner, representante de la AfD en Gera, compartió estadísticas que, según él, vinculaban de manera abrumadora a los extranjeros con asesinatos y entregas de alimentos, lo que provocó exclamaciones en la multitud.

Muchos invitados afirmaron que son estos “hechos reales” los que los atrajeron a los eventos de la AfD. (El gobierno federal escribió en un documento que proporcionaba estadísticas a la AfD, que los datos no eran lo suficientemente sustanciales como para sacar tales conclusiones).

Los analistas políticos afirman que los principales partidos de Alemania comparten la culpa por el ascenso de la AfD. La coalición de Scholz no logró comunicar de manera convincente sus planes de transformación y, en cambio, pareció enfrascarse en batallas internas sobre cómo llevarlos a cabo.

Sus tradicionales opositores conservadores, entre ellos la Unión Demócrata Cristiana de la excanciller Angela Merkel, se están acercando a las posturas de la AfD con la esperanza de recuperar votantes.

Están adoptando la estrategia de la AfD de antagonizar el lenguaje neutro de género, así como posturas más duras sobre la migración. Algunos líderes demócratas cristianos incluso están pidiendo eliminar los derechos de asilo de la constitución de Alemania.

Los partidarios de la AfD han notado que sus puntos de vista se han ido normalizando incluso cuando los rivales han intentado marginar al partido, y eso hace que sea más difícil para los partidos tradicionales recuperar su confianza.

“Se están radicalizando”, aseveró Julia Reuschenbach, politóloga de la Universidad Libre de Berlín. “Ningún grupo de votantes principales es tan inaccesible como los de la AfD”.

La semana pasada, el Instituto Alemán por los Derechos Humanos, una organización financiada por el Estado, publicó un estudio que argumenta que el lenguaje y las tácticas utilizadas por la AfD “para lograr sus objetivos racistas y extremistas de derecha” podrían reunir las condiciones para inhabilitar el partido por ser un “peligro para el orden democrático libre”.

Sin embargo, estas propuestas le generan otro dilema a la sociedad democrática: las herramientas que tiene Alemania para luchar contra el partido que ve como una amenaza son las mismas que refuerzan los sentimientos entre los partidarios de la AfD de que su país no es realmente democrático.

“¿Cómo es posible que una organización financiada por el Estado se pronuncie e intente estigmatizar a una parte significativa de sus votantes?” preguntó Springer en una entrevista.

Es una pregunta a la que aquellos en la multitud, como Wettengel, han encontrado respuestas inquietantes.

“La política tradicional está en contra de la gente”, aseguró. “No a favor de la gente”.

La verdadera prueba del apoyo a la AfD no llegará sino hasta el próximo año, cuando varios estados del este de Alemania celebren elecciones y tenga una posibilidad de llevarse la mayor parte de los votos.

Mientras tanto, todas las semanas, los políticos de la AfD se despliegan por todo el país, organizan mesas de información, noches de encuentros en pub y conversaciones con ciudadanos, como si ya estuvieran en campaña electoral.

Fuera de la estación de tren de Hennigsdorf, un suburbio de Berlín, el legislador estatal de la AfD, Andreas Galau, repartía folletos a los visitantes con una sonrisa inquebrantable. Algunos transeúntes le gritaban insultos. Otros tenían curiosidad.

“Muchos vienen aquí solo para desahogar sus frustraciones”, dijo, con una sonrisa. “Vienen y nos dicen lo que sienten. Somos una especie de grupo de terapia”.

Cada vez más personas, aseguró, ya no se avergüenzan de mostrar interés en la AfD. La sensación de que la política tradicional no está escuchando al ciudadano común es lo que podría estar ayudando a llenar las filas de la AfD.

En Gera, el discurso que Springer pronunció frente a la multitud parecía un ejercicio de catarsis y validación.

“Ellos creen que somos estúpidos”, dijo. “Se lo pensarán de nuevo cuando lleguen las próximas elecciones”.