El Uruguay de la belle époque, al despuntar el siglo XX, estaba lejos de ser una economía muy desarrollada al modo capitalista, pero era próspero en una comparativa regional, después de 70 años de andadura independiente y aprendizajes traumáticos.
La modernidad había arribado a grandes pasos a partir de la década de 1860, pese a las recurrentes crisis políticas y económicas, y el territorio se había poblado a igual ritmo. La economía muy abierta desde el gobierno de Bernardo P. Berro (1860-1864) había dado paso a cierto proteccionismo selectivo durante el Militarismo (1875-1890). Pero, en términos generales, era una pequeña potencia exportadora, integrada al mundo capitalista de entonces.
En la década de 1880, y más aún después de la crisis de 1890, la inmigración se redujo drásticamente y el flujo se desvió resueltamente hacia Argentina (ver capítulo 49 de esta serie).
El censo de 1908, que mostró que Uruguay tenía 1.042.686 habitantes (el 29,6% de ellos en Montevideo: 309.231 personas), fue una decepción; muchos esperaban más.
De todos modos, mientras entre 1870 y 1913 la población de América Latina se duplicó, la de Uruguay se multiplicó por tres veces y media. Más población y más urbana: entre 1860 y 1908 los residentes en pueblos y ciudades de más de 2.000 habitantes pasaron del 31% al 41% del total (1).
Los extranjeros ya eran claramente minoritarios (solo 17,38% del total en 1908) pero eran la mayoría de los propietarios de viviendas, industrias, tierras y comercios: una prueba cabal de su laboriosidad y propensión al ahorro y a la inversión. Hacia el 900 los nacidos en el extranjero, la gran mayoría en Europa, “estaban controlando progresivamente todo, excepto la vida política”, observaron José Pedro Barrán y Benjamín Nahum (2).
Cambios demográficos y sociales
Desde la década de 1890 descendía claramente la tasa de natalidad, sobre todo en las clases altas y medias urbanas, debido a técnicas de control, abortos y casamientos tardíos.
La influencia de la Iglesia Católica era muy reducida en Uruguay en comparación con los otros países de América Latina. Fue así desde antes de la independencia, y más aún desde que la Iglesia perdió el control de la enseñanza en las décadas finales del siglo XIX. La separación Iglesia-Estado era un hecho en el 900 aunque no todavía de derecho, pues se formalizaría recién en la Constitución de 1918.
“Frente a la mayor parte de las naciones latinoamericanas, ordenadas en estratificaciones sociales rigurosas, dominadas por una clase terrateniente semifeudal, por una poderosa casta militar y una iglesia inmiscuida en todas las minucias de la vida secular, el Uruguay del 900 presentaba el espectáculo de una sociedad secularizada, mesocrática, civil”, resumió Carlos Real de Azúa (3).
La tasa de mortalidad se había reducido grandemente debido a la buena alimentación, los salarios relativamente elevados, la abundancia de espacio y la mejoría de la salud pública general. En 1890 Uruguay mostraba la misma tasa bruta de mortalidad que la industrializada Inglaterra y bastante menos defunciones por mil habitantes que Francia (2).
La esperanza de vida promedio rondaba los 50 años, cuando en 1880 había sido de 40 años.
Las mujeres incrementaron su trabajo fuera de casa: en el comercio, en la industria y, sobre todo, en el servicio doméstico. También empezaron a estudiar e ingresaron a la universidad, aunque ese proceso se consolidaría más avanzado el siglo XX. Las hermanas Luisi Janicki, hijas de un italiano anarquista y masón, estuvieron en la vanguardia como mujeres emancipadas: sufragistas, militantes políticas y con estudios superiores. Paulina fue la primera bachillera del país (1899) y la primera médica (1908); Clotilde, la primera abogada (1911), y otras fueron maestras, incluida Luisa, conocida poeta y ensayista.
Entre 1905 y 1913 el país volvió a captar una corriente más o menos significativa de inmigrantes italianos y españoles debido al largo auge económico que se había iniciado en torno a 1895. Pero la gran mayoría de los huidos de las naciones del Mediterráneo siguió pasando de largo rumbo a Argentina.
También había muchos uruguayos emigrados hacia Brasil y Argentina (en donde residían alrededor de 73.000 orientales en 1908), un movimiento que sería tradicional a lo largo de todo el siglo XX en procura de trabajo y, en ocasiones, para escapar de la leva forzosa para servir en el Ejército durante los conflictos civiles.
En 1897, cuando la primera revuelta de Aparicio Saravia, el cónsul alemán en Montevideo escribió a su gobierno: “La población masculina apta para trabajar emigra en forma masiva a Argentina y Brasil, estando la campaña ya muy despoblada. Esta gente emigra para evitar ser reclutada en el ejército [por la leva forzosa]” (4).
Una clase media propietaria
Al mismo tiempo, la consolidación del Estado, a partir de la década de 1870, redundó en un afianzamiento de los derechos de propiedad, tradicionalmente afectados por la inestabilidad política. El Estado era fuerte y obedecido en 1890 (1).
Durante el siglo XIX se registró el surgimiento en Uruguay de una “clase media propietaria” poseedora de su casa, al menos en el medio urbano, una novedad que también se observaría en Europa occidental (1).
Montevideo y las ciudades del interior comenzaron a extenderse a medida que sus pobladores, muchas veces inmigrantes, se derramaron en procura de tierras más baratas para construir sus viviendas: el sueño de las clases medias laboriosas. Entre 1870 y 1890 la capital se expandió por iniciativa de empresarios particulares (Francisco Piria, Florencio Escardó, Emilio Reus) que crearon nuevos barrios y facilitaron las compras a crédito: Colón, Unión, Maroñas, Reducto, Cerro, Miguelete, Villa Muñoz, Pantanoso, Peñarol (5). De todos modos, una parte significativa de la población se hacinaba en piezas y “conventillos” en zonas céntricas de la capital (Ciudad Vieja, Centro, Cordón, Tres Cruces), donde un baño era un lujo (2).
En términos estructurales, entre 1870 y 1905 se observa una caída en la participación de la renta de la tierra en el ingreso total, porque era una sociedad que se urbanizaba y crecían sectores como la industria y el comercio (6).
Pero desde 1905, y especialmente durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la participación de la renta de la tierra en el ingreso total creció en forma importante debido al alza de los precios internacionales de los bienes exportados por Uruguay.
“De ahí lo cuestionable de afirmar que en esos años fuimos ricos, como sostuvo Benjamín Nahum (1997); ricos fueron algunos, los que poseían tierra”, escribió Rodríguez Weber. Aunque es probable que también aumentaran sus ingresos los servicios vinculados a la agropecuaria y al comercio exterior, incluidos los servicios portuarios. “Luego de la guerra, sin embargo, la participación de la renta [de la tierra] en el total cae fuertemente (debido a la caía de los precios de las exportaciones agropecuarias), al tiempo que se incrementaba el peso de las remuneraciones al trabajo. Considerados en conjunto, es probable que estos procesos ambientaran una reducción de la desigualdad” (1).
La revolución cultural
El analfabetismo, aunque todavía alto, en 1908 se había reducido al 49,4% de la población uruguaya. Significaba una gran caída desde la década de 1870, en los preámbulos de la reforma de la enseñanza escolar que lideraron José Pedro Varela y luego su hermano Jacobo, cuando se estimaba que era analfabeta el 80% de la población nacional, y hasta 90 o 95% en buena parte del interior.
Fue una auténtica revolución cultural, un proceso paralelo al que comenzó todavía antes en Argentina tras la reforma que encabezaron el presidente Domingo Faustino Sarmiento y su ministro Nicolás Avellaneda a partir de 1868.
De la “extensión de la escuela primaria y los valores que ella impartía, embebidos de racionalismo, surgió una nueva cultura fundada en lo escrito, la sinonimia entre impreso y ‘verdad’, una visión cientificista de la vida y el rechazo a la vieja tradición oral”, señalaron Barrán y Nahum. “La escuela pública […] uniformizó al país, eliminando los abismos culturales más brutales que separaban al interior de la capital, y como lo hizo implantando valores urbanos y europeos, puede afirmarse que contribuyó a la urbanización ‘mental’ de toda la nación. Españolizó el habla aportuguesada vigente en los departamentos fronterizos, contribuyendo a la unidad política [y] limó en parte las diferencias entre las clases sociales” (2).
Ese tipo de educación, unida a la indiferencia hacia la religión, cuando no decididamente antirreligiosa, estuvo en la base ideológica del batllismo, que se impondría entre 1903 y 1915.
Una población relativamente alfabetizada y urbana sostuvo a una prensa prolífica, crucial como vehículo de información y agitación política, que era creciente en el 900, con diarios como El Día, La Tribuna Popular o El Siglo. La prensa alcanzó una cima en la década de 1920, previo a la aparición de la radio, con nuevas publicaciones como La Mañana, El País y El Diario, además de pequeños periódicos de izquierda, a los que se sumó en 1921 el panfletario diario Justicia, órgano oficial del recién creado Partido Comunista del Uruguay (ver capítulo 40 de esta serie).
Los escritores de la “Generación del 900” (*)
La próspera sociedad burguesa, sobre todo la de Montevideo, había gestado un mundillo cultural extraordinario en las proximidades del cambio de siglo. Había más consumidores para ello porque había más alfabetizados.
Juan Manuel Blanes (1830-1901), el artista plástico más representativo en la segunda mitad del siglo XIX, arribaba a su ocaso. Pero sus grandes óleos de motivo histórico, las escenas rioplatenses de ambiente rural (en particular la serie de los “gauchitos”) y los retratos (como el notable de su madre, 1866) lo señalaban como el primer y más encumbrado clásico de la pintura nacional.
El surgimiento de un teatro sostenido, con elenco estable y apoyo sistemático del público y la prensa, se verificó recién a principios del siglo XX, en buena medida en torno a José Juan Podestá y su familia. Los textos de Florencio Sánchez, llevados adelante por los Podestá, marcaron un hito. Se registró luego una progresiva maduración del teatro uruguayo, muy mezclado con la actividad escénica de Buenos Aires (6).
“Fue en este momento histórico que surgió el escritor profesional en el Uruguay, entendiendo por tal el que dedicaba su vida a la literatura aunque naturalmente no pudiese vivir de ella”, han sostenido José Pedro Barrán y Benjamín Nahum (2).
Como siempre y desde siempre la pequeñez del mercado era un límite casi infranqueable. El ensayista y crítico literario Pablo Rocca realizó ciertas precisiones. “‘No hay lectores’, le dijo Carlos Reyles al periodista José Virginio Díaz, cuando este lo visitó en su estancia en 1903. Y agregó: ‘Roxlo y Florencio Sánchez han debido emigrar. Rodó deberá igualmente emigrar... Javier de Viana lo ha hecho, lo hizo Acevedo Díaz... Es una calamidad escribir obras en este país; se necesita ser un verdadero héroe nacional y estar dispuesto a tirar plata a la calle’. En rigor, había cada vez más lectores, pero sobre todo de novelas escritas en otras lenguas, leídas por una minoría en el original y por una mayoría en traducciones, generalmente reproducidas del español peninsular o de las que salían en Argentina, tanto en libros como en periódicos. Y empezaba a haber lectores de folletines criollos en la línea de los que en Argentina publicaba Eduardo Gutiérrez (a partir de Juan Moreira, 1879-1880) y en esta orilla se multiplicaban, aun en toscos libros de previsible amplio consumo, tanto que esa difusión irritó al joven Florencio Sánchez” (8).
El conjunto de escritores surgidos en las postrimerías del siglo XIX y proyectados hacia la primera década y media del nuevo siglo, conformaron la Generación del 900, tal vez la más brillante de la historia de la literatura uruguaya. Renovadoras corrientes estéticas y filosóficas dejaron atrás el romanticismo y otros modelos decimonónicos, y se impusieron con sus variantes, algunas complejas y refinadas y todas abarcadoras del positivismo (incluida su vertiente spenceriana), el realismo literario, el simbolismo de origen francés, la perspectiva parnasiana y las orientaciones metafísicas, liberales y socialistas. Entre otras figuras se convirtieron en referencias ineludibles: Renan, Guyau, Taine, France, Schopenhauer, Nietzsche, Marx, Tolstoi, Wilde y Verlaine. En ese período, cuya denominación aceptada fue más tarde la de modernismo, predominaron y cohabitaron naturalistas y decadentes, anarquistas y burgueses. El ámbito cultural y bohemio tuvo en Uruguay, y en particular en Montevideo, tertulias literarias en los cafés Moka y Polo Bamba, otros cenáculos entre los que se destacaron la Torre de los Panoramas, el Consistorio del Gay Saber y el Centro Internacional de Estudios Sociales, y publicaciones culturales como la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, Rojo y Blanco, Revista de Salto, La Revista, Vida Moderna, Bohemia.
De un primerísimo nivel, ensayistas literarios y filosóficos fueron José Enrique Rodó y Carlos Vaz Ferreira; poetas: Julio Herrera y Reissig, María Eugenia Vaz Ferreira y Delmira Agustini; narradores: Horacio Quiroga, Javier de Viana y Carlos Reyles; dramaturgos: Florencio Sánchez y Ernesto Herrera. Otros nombres representativos fueron: Roberto de las Carreras, Álvaro Armando Vasseur, Pablo Minelli González, César Miranda, Toribio Vidal Belo, Federico Ferrando, Emilio Frugoni, Víctor Pérez Petit, Daniel y Carlos Martínez Vigil, Ángel Falco, Otto Miguel Cionne, Mateo Magariños Solsona, Raúl Montero Bustamante, Leoncio Lasso de la Vega, Francisco G. Vallarino, Juan Picón Olaondo, Juan José Illa Moreno. La producción editorial estuvo a cargo de Luis y Manuel Pérez y Curis, José María Serrano, Orsini M. Bertani, entre los más relevantes.
Para Alberto Zum Felde (conocido en el 900 con el nombre literario de Aurelio del Hebrón), esta generación fue “esencialmente escéptica e individualista, sin ideales definidos ni orientaciones seguras” y “su agudo intelectualismo se resolvió en la inquieta delectación ecléctica del diletante”. Para Emir Rodríguez Monegal nada resulta más evidente en esos años que un lenguaje generacional por encima de la variedad de estilos, “con lo que la voz implica de renovación de los medios expresivos, de transformación idiomática, de imaginería verbal”.
(*) El texto sobre los escritores de la “Generación del 900” resume un artículo de Wilfredo Penco publicado en el tomo 10, páginas 1165 y 1166, de La enciclopedia de El País, diario El País, 2011.
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(1) Ver artículo “La distribución del ingreso en el largo plazo (1760-2020)”, de Javier Rodríguez Weber, en Teleidoscopio – Historia económica de Uruguay, autores varios, compilación de Luis Bértola, Fundación de Cultura Universitaria (FCU) y Universidad de la República, 2024.
(2) El Uruguay del novecientos, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum (Tomo 1 de la serie Batlle, los estancieros y el Imperio Británico), Ediciones de la Banda Oriental, 1979.
(3) El impulso y su freno (y otras páginas), de Carlos Real de Azúa, con prólogo de José Pedro Barrán, Ediciones de la Banda Oriental, 2007.
(4) El imperio de la voluntad – Una aproximación al rol de la inmigración europea y el espíritu de empresa en el Uruguay de la temprana industrialización 1975-1930, de Alcides Beretta Curi, Colección Raíces / Editorial Fin de Siglo, 1996.
(5) Ver artículo “Barrios de Montevideo” en La enciclopedia de El País, publicada en 16 tomos por el diario El País, 2011.
(6) Functional income distribution in Uruguay (1870-1908) - A methodological note, de Pablo Marmissolle y Henry Willebald, Serie Documentos de Trabajo; 24/23, Facultad de Ciencias Económicas y de Administración, Iecon, Udelar, 2023.
(7) La enciclopedia de El País, en 16 tomos, diario El País, 2011.
(8) Ver artículo “Hay un mito: dividir tajantemente”, de Pablo Rocca, La Diaria del 15 de setiembre de 2017.
Próximo capítulo: Epílogo para la primera parte.
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