El conductor del noticiero de Monte Carlo, Fernando Vilar, ensayó en su programa de radio una explicación que incluía la reprobación profesional de la actuación de Bernaola, acompañada de una aprobación del concepto de que la muerte de un delincuente es algo de alguna forma positivo. "Lo que dijo Bernaola es lo que sienten los tres millones de uruguayos", generalizó Vilar, "pero el periodista no lo debe decir públicamente, salvo que tenga un lugar de opinión".

A la suspensión de Bernaola por el exabrupto le siguió el despido, luego de que la empresa comprobara que el cronista, lejos de entender los motivos de su sanción, criticaba a sus superiores en su perfil de Facebook. Bernaola confundió su derecho a expresarse libremente con las obligaciones que impone el desempeño de la función periodística.

En la cobertura de hechos violentos en curso, de los que se dispone información parcial y que involucra la pérdida de vidas humanas, la ecuanimidad y la prudencia son criterios de buena práctica periodística. En tales circunstancias, es preferible reservarse comentarios o datos no confirmados, lo que no debe interpretarse como censura o autocensura sino como una salvaguarda, que protege al público y a los propios periodistas.

En otras partes del mundo hay noticieros y programas sensacionalistas que escarnecen a los delincuentes sin pudor con la complicidad del público, que celebra tales prácticas como un acto de justicia. "El que mata tiene que morir... basta de derechos humanos para los delincuentes", dijo una vez Susana Giménez, una línea argumental que parecen compartir Bernaola y Vilar.

Se trata de una conjetura lineal, de aparente simetría justiciera, amparada en la indignación que causa la muerte de un policía que actuó con valentía. Pero una vez que miramos más allá de lo obvio, nos damos cuenta de que en la realidad ocurre lo contrario.

La muerte de un delincuente es también la de un hijo, un padre o un hermano. Podrá decirse que el maleante debió pensar en sus seres queridos antes de actuar con tanta violencia, pero eso no elimina el dolor y el rencor de su familia. Por el contrario, es muy posible que el festejo de la muerte de un ser querido no se convierta en una lección de civilismo sino en la fuente de resentimiento y venganza.

La valoración es ética pero también pragmática: la pérdida de vidas humanas en circunstancias violentas es siempre una tragedia. La celebración mediática de la muerte, aunque sea la de un delincuente, suele generar mayores problemas y cobrarse más víctimas (especialmente entre los más indefensos) y si bien es una conducta protegida por el derecho a la libertad de opinión, no ayuda a promover la convivencia pacífica.