El episodio del aviso de Pluna con el retrato de Mujica es de una bizarría pocas veces visto. Una sociedad anónima con capitales mayoritariamente privados utiliza la imagen de uno de los principales dirigentes políticos del país sin consultarlo, con el pretexto de que su popularidad (y la de otros líderes partidarios) ayudaría a salvarla de la bancarrota, evitando así que los contribuyentes tengamos que seguir poniendo dinero como hacemos desde hace décadas. El pretexto es tan burdo que despierta tanto indignación como sospechas. ¿No sabían los responsables de la empresa que se estaba cometiendo un delito? ¿Qué creen Matías Campiani y Ruben Rodríguez (su gerente de marketing) que hubiera ocurrido si lanzaban una campaña con la cara de Cacho de la Cruz, Omar Gutiérrez o Humberto de Vargas, sin pagar un peso y sin siquiera pedirles permiso? Pero hay más.

La farandulización de la política no es una enfermedad sino un síntoma. La enfermedad es la decadencia republicana, la igualación institucional de la bataclana y el ministro, el galán de telenovelas y el administrador de los bienes públicos. Por cierto, un artista de varieté puede manejar los destinos del país aún mejor que un político de trayectoria. De hecho, las sucesivas crisis económicas, sociales y políticas que hemos vivimos los latinoamericanos, han tenido al frente a dirigentes de estirpe más que a figuras del jet set. Fundir en una misma cacerola el capital de Mujica con el de Natalie Kris para maximizar los resultados y garronear los honorarios es algo peor que una ventajeada. Es no entender que el verdadero tesoro de los uruguayos no está en su fantasmagórica aerolínea estatal ni en sus empresas públicas ni en sus reservas en divisas extranjeras sino en la capacidad de sus ciudadanos de distinguir entre el vodevil mediático y las formalidades de las instituciones republicanas.

Para el gerente de marketing de Pluna, la única ecuación que importa es la capacidad de su campaña de enterar a su público objetivo sobre los precios promocionales para la tercera edad, no la impresión que sus artimañas dejen en el sistema político uruguayo. Pero resulta que sus clientes son los mismos que le dan legitimidad y atractivo publicitario a un conjunto de personas que eligieron para alternarse en la conducción de los destinos del país, no para "hacer tintinear su caja registradora", como pretendía David Ogilvy. Ese capital institucional fue el que quisieron utilizar los accionistas de Pluna para ganar dinero, sin pedir permiso ni decir "agua va".

Ahora sabemos que los socios que conseguimos para Pluna no sólo no cumplieron con las promesas de capitalización ni de integración de la flota ni pagaron las cuentas con Ancap por el combustible ni vuelan más a Madrid, sino que hacen picardías ilegales con nuestro principal capital: la legitimidad y reputación de nuestros dirigentes políticos. Si algo no precisábamos los uruguayos era comprobar que nuestros socios, además de insolventes e incumplidores, eran unos pícaros.