Antes de comenzar la narración, quiero advertir que el siguiente texto contiene opiniones personales, libres, desprovistas de cualquier conflicto de interés y apartadas de lo políticamente correcto. En tal sentido, las personas sensibles deberían tomar precauciones antes de continuar con la lectura. Declaro también que al realizar esta nota no estoy bajo efectos de ninguna sustancia psicotrópica, de hecho, aún no he tomado ni mate.
Manejo muchas horas por día en Montevideo, y en ocasiones es muy difícil transitar, pero la historia que les contaré sucedió en algún lugar. Créanme que seré totalmente sincero al narrar lo vivido.
Resulta que transitando en medio del caos de movilidad que tiene nuestro departamento, una luz intensa me cegó la vista por unos instantes. Seguidamente pude continuar el viaje pero noté algo sorprendente: estaba en un Montevideo diferente. El tránsito estaba ordenado, se podía estacionar en las avenidas y en muchas calles que en el Montevideo real está prohibido.
Al estacionar, un excuidacoches, contratado por la Intendencia como unipersonal, registraba en su celular los arribos y se aseguraba de que cada conductor estacione dentro de las líneas pintadas y previstas para ello. Por cada estacionamiento la Intendencia recaudaba y una parte iba para el trabajador. Era algo así como las boletas de la zona azul que los más veteranos recordarán, pero virtual.
Muchas calles y avenidas tenían un solo carril para la circulación en cada sentido. A pesar de ello, era fluida. Los carriles “Solo bus” que nadie respeta, no existían. En las cuadras donde había puntos de parada, una especie de dársena estaba reservada para los ómnibus. Se desplazaban hacia una franja a la derecha, de manera que parar en diagonal para trancar a los autos que vienen atrás ya no era posible, y los autos podían seguir su marcha mientras los pasajeros subían. Sobre esa misma franja, estaban los espacios para estacionar y también las zonas de carga.
Entonces, al inicio de la cuadra estaba la zona de carga, seguidamente los contenedores de la basura que en ningún caso impedían la visión a los conductores, luego los estacionamientos de vehículos particulares y, más adelante, el espacio para los ómnibus. No había paradas a mitad de cuadra ni en curvas; siempre estaban al final de la esquina.
En muchas avenidas, los árboles se encontraban en el eje divisor de la calzada, de manera que cambiarse a la senda contraria para adelantar no era una opción posible y tampoco había accidentes por esa causa.
A la derecha de la franja donde están los estacionamientos, había ciclovías, donde ciclistas, personas en monopatín y en rollers circulaban con total seguridad y a resguardo.
No estaba permitido estacionar sobre la acera de la izquierda, ni existían sistemas híbridos con estacionamientos en espiga de un lado y en línea de otro, como en algunas calles de Pocitos. Se controlaba y sancionaba el estacionamiento a contramano. Era inimaginable ver vehículos circulando sin matrícula porque la Policía los retenía y multaba.
Había líneas troncales de ómnibus que recorrían de manera recta las principales avenidas, y micros locales que se metían en cada punto del departamento. Las líneas troncales eran fáciles de identificar y estaban relacionadas con el número de ruta contigua o próxima. Así la línea que recorría la ruta 1 desde Santiago Vázquez hasta la rambla era la 1A-O, y la que recorría Luis Batlle Berres la 1B-O. La línea que recorre Instrucciones era la 6A-N, las que van por 8 de octubre 8A-E y así con las demás rutas. O, N y E corresponden a los sectores Oeste, Norte y Este del departamento. Había líneas perpendiculares por Bulevar Artigas, Propios, Aparicio Saravia y la perimetral 102. Los vecinos que viajaban de Colón a la zona franca de la Ruta 8 llegaban rápidamente, en cuestión de minutos, todo por la ruta 102. Las líneas céntricas tenían la letra C, el bus de la rambla la letra R y así. Entre todas se podía transbordar.
Viajar era muy intuitivo. La rapidez de las líneas de ómnibus había incentivado el uso del transporte colectivo y eso conllevó una reducción considerable en el precio del boleto urbano.
En los puntos de parada, que actualmente concentran la mayor cantidad de pasajeros, había estaciones cerradas, climatizadas, con asientos, y con molinete al estilo subte porteño. Se pagaba al entrar, con la STM o incluso con la SUBE, porque se había hecho un convenio con nuestros vecinos del otro lado del Río de la Plata y ambas tarjetas eran compatibles en cualquier orilla del charco. Dichas estaciones, además, tenían baños públicos mantenidos por los excuidacoches, y un kiosco donde se podía comprar a cualquier hora productos de primera necesidad, tomar un café o comer un pancho.
En las avenidas era posible doblar a la izquierda con el semáforo, y a la derecha en rojo si el tránsito lo permitía. Todos los semáforos tenían un cronómetro visible que indicaba el tiempo restante para el cambio de luz.
Los peatones tenían un amplio espacio para cruzar, delimitado por una cebra pintada de 4 metros de ancho. El espacio para cruzar era más angosto que el ancho total de la calzada y por tanto más seguro.
No había radares con cámaras para multar. La Intendencia había diseñado un sistema donde cada ciudadano y los excuidacoches podían denunciar una infracción desde el celular. Dependiendo de la gravedad, en lugar de retener la libreta se retenía el vehículo y había que realizar reuniones especiales con psicólogo; algo así como terapia en línea.
Los límites de velocidad eran flexibles. Todas las avenidas tenían los carriles pintados y algunos estaban diferenciados por velocidad. Los conductores entendían que las líneas en la calle no eran decorativas y transitaban manteniendo el carril. Ante una eventual multa presencial por parte de los inspectores, un ser humano valoraba el grado de imprudencia y la sanción.
Todos los años, todos los conductores teníamos que participar de un curso breve de actualización a través de Internet que tenía carácter formativo e informativo.
Frente a escuelas, colegios, liceos, facultades, hospitales, policlínicas, en toda la cuadra, el único estacionamiento permitido era el temporal de 10 minutos. No existía la posibilidad de parar en doble fila porque no era necesario. Los horarios de entrada y salida de las instituciones educativas tenían intervalos de cinco minutos por grupo y eran puntuales, por lo cual también se evitaban las aglomeraciones.
Además de las funciones de control de estacionamiento, los excuidacoches colaboraban con la limpieza de la cuadra y con la seguridad. El estacionamiento tarifado era las 24 horas, en todo el departamento, todos los días del año. A pesar de tener tarifas diferentes por zona, días y horario, en general era muy económico, así que nadie se calentaba al pagar. Eso le había permitido a la Intendencia recaudar más dinero y se había ayudado a muchísimos excuidacoches que habían dejado la situación de mendicidad con chaleco oficial para pasar a ser trabajadores con derechos y con aportes a la seguridad social.
Otra cosa que me llamó la atención es que, en muchas cuadras, había lugares habilitados para “lavado rápido”, por lo cual situaciones como las que pueden verse en el Montevideo real, con lavaderos que ocupan espacios enormes en avenidas como la ex-Propios, eran inimaginables.
El abastecimiento a los comercios a través de camiones grandes estaba restringido a determinados horarios que excluía las horas pico. Se promovía el uso alternativo de las calles paralelas a las avenidas para descongestionar el tráfico y existía un sistema muy cuidado de cartelería con indicaciones y sugerencias. También había calles preferenciales para la circulación segura de motos, con lomos de burro en las perpendiculares, para proteger a estos conductores que a diario son víctima de innumerables accidentes.
Los contenedores de basura se recogían por la noche, se lavaban, desinfectaban y pintaban cuando era necesario. También los excuidacoches controlaban que no hubiera nadie revolviendo la basura ni vandalizando el mobiliario público.
Las ambulancias, vehículos policiales y bomberos solamente estaban autorizados a encender sus balizas en caso de emergencia real y los conductores le ofrecían paso de manera inmediata. Manejar una patrulla era exclusivo para expertos, por eso el Ministerio del Interior había desarrollado un sistema de formación permanente y con ello había logrado reducir el gasto en reparación de vehículos y en seguros.
Los taxímetros se consideraban un servicio público de primera necesidad. Estaban exonerados de impuestos. Tenían paradas especiales en múltiples puntos de la ciudad, con baño y cafetería. Cada taxi estaba obligado a tener tres turnos diarios con sus respectivos choferes. Los patrones estaban obligados a pagar un salario base a los empleados, de manera que ya no era común ver taximetristas agobiados por la responsabilidad de tener el vehículo bajo su responsabilidad 12 horas al día y a comisión. En esos puntos además había estaciones para carga de vehículos eléctricos, habilitadas para taxis y particulares, en todas las zonas de Montevideo, no solo en Centro y áreas costeras.
Con todo ese sistema diferente, la ciudad andaba mejor, el tránsito mucho más ordenado, el medio ambiente feliz porque ya no era necesario que los automovilistas circularan miles y miles de kilómetros evitables, en busca de lugar para estacionar, y naturalmente los accidentes de tránsito eran prácticamente inexistentes.
Les mentiría si les dijera que este sistema estaba desprovisto de problemas, pero les aseguro que la mayoría de los actuales no existía.
De repente la luz nuevamente me encandiló y aparecí en el mismo lugar que estaba al principio, en medio de aquel embotellamiento cotidiano, transitando como podía entre los descoordinados semáforos de la avenida 8 de Octubre.
Tal vez muchos crean que esto se trata de una simple ficción, o de un delirio, pero prefiero creer que este Montevideo imaginario, es posible. Solo debemos animarnos a soñar un poco y a transformar nuestro sueños en realidad.
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