Contenido creado por Gonzalo Charquero
Cybertario

Escribe Gerardo Sotelo

Opinión | Bajo asedio

“Es la batalla cultural, estúpido”.

18.08.2025 13:40

Lectura: 5'

2025-08-18T13:40:00-03:00
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Un insulto es un insulto. Da igual simio, que estafador o puto de mierda; todas son expresiones que vulneran la dignidad del otro, en una forma que podría estar penalizada como difamación e injuria, en los artículos 333 y 334 del Código Penal o discriminación según la ley 17.817.

Sin embargo, lo que siguió al intercambio de agravios entre Nicolás Viera y Sebastián Da Silva, revela que ya no vivimos en un mundo en el que todos los agravios son iguales, sino en uno donde se los mide con escalas distintas, según quién los profiere y quién los recibe.

La Ilustración sentó las bases de la modernidad al proclamar que todos los seres humanos somos iguales en dignidad y derechos.

En Fundamentación de la metafísica de las costumbres, de 1785, Kant formulaba un principio fundamental: “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.”

Un siglo y medio después, en 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos recogería ese núcleo kantiano, al establecer que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.”

La Declaración tradujo en norma jurídica la idea de que la igualdad no depende de identidad, cultura o posición social, consolidando la sustitución definitiva de los derechos jerarquizados según el grupo de pertenencia, propio del ancien régime, por un horizonte común de dignidad universal e integral.

Las teorías de la izquierda “woke” o “progre”, han alterado este marco.

Al entender la dignidad como una situación marcada por opresiones múltiples (raza, género, clase, orientación sexual), desplazan el valor universal hacia una ética de identidades, y reclaman una protección reforzada que termina proclamando una nueva forma de discriminación, ahora legitimada institucionalmente.

Para la cultura “woke”, no todas las heridas son iguales, sino que se evalúa la jerarquía de las ofensas en función de la identidad de la víctima y de cuánto están inscriptas en una trama histórica de discriminaciones acumulativas.

El efecto práctico es la jerarquización de los agravios, y su consecuente “discriminación afirmativa” que, al fragmentar la dignidad en escalas y grupos de pertenencia, convierte el reconocimiento de la dignidad humana en un campo de disputas identitarias donde cada grupo busca un reconocimiento diferencial.

Al sostener que la igualdad abstracta y la neutralidad del derecho son ficciones útiles al poder, se quita del centro al individuo para instalar al colectivo.

El resultado es peligroso y doblemente paradójico. Por un lado, se fomenta la identidad colectiva en tanto víctima, y no la emancipación, la capacidad de las personas de superar sus circunstancias. Por otro, se invierte la discriminación en lugar de eliminarla.

Cuando la dimensión de la dignidad depende de etiquetas externas (color de piel, género, clase u orientación sexual) los derechos dejan de ser un refugio sólido para transformarse en materia de debate entre terceros, de ponderación eterna a la persona, pasibles de ser utilizados para alimentar intereses políticos o personales.

Como corolario, quienes no pertenecen a colectivos vulnerables perciben que se los margina en nombre de la justicia, en una lógica que genera resentimiento y aviva los viejos prejuicios que la modernidad buscaba dejar atrás.

Si bien el discurso “woke” se presenta como una voz de defensa de los oprimidos (mujeres, minorías raciales, colectivos sexuales, pueblos colonizados, etc.), en la práctica, no todos los integrantes de esos colectivos quedan protegidos.

La promesa de reparación se convierte en una protección selectiva, en la que la visibilidad y la capacidad de reclamar no dependen tanto de la vulnerabilidad como de la proximidad al círculo de poder que controla el discurso público, los criterios de indignación y la operativa reivindicadora.

En este nuevo universo axiológico, donde la vida de los niños gazatíes vale más que la de los niños israelíes o congoleños asesinados por yihadistas, no es de extrañar que la protección del honor quede supeditada a cuestiones intersubjetivas o se convierta en un asunto de segundo orden, frente a la lucha contra la discriminación de algún colectivo visible y políticamente redituable.

Sin embargo, el respeto al honor de las personas protege la confianza interpersonal como la no discriminación protege el sentido de igualdad, con independencia de condición o pertenencia, y ambos asuntos son indispensables para la convivencia pacífica y la vigencia de los derechos.

El episodio Viera/Da Silva vuelve a mostrar que la batalla cultural no es un invento de la “extrema derecha”, sino una realidad en la que estamos inmersos, nos guste o no, en la que están en juego la convivencia, la democracia y la libertad.

Si aceptamos que hay insultos que valen más que otros, habremos renunciado al legado de Occidente. Y cuando la dignidad deja de ser universal, nadie está protegido: cualquiera puede ser la próxima víctima.

Va siendo hora de que los líderes de los partidos de la Coalición Republicana vayan comprendiéndolo, que nuestros valores están bajo asedio. Deberían deponer sus rencillas domésticas y sus finos paladares porque, como no nos avispemos, el resultado de las elecciones de 2029, que tanto preocupa a nuestros dirigentes, puede ser irrelevante en el largo plazo.

Nadie gana una batalla que no pelea (mucho menos si ni siquiera reconoce que existe) y esta, la estamos perdiendo.