Lacalle y Bordaberry se abrazan. Pertenecen a partidos políticos diferentes y en un tiempo antagónicos pero se abrazan. Más que eso, comparten micrófono y auditorio. Mujica, Astori y Carámbula también se abrazan. Compiten por la candidatura presidencial pero eso no impide que desarrollen una agenda de actos conjuntos. Y que se abracen. Larrañaga y Lacalle no tienen una agenda de encuentros pero ya se abrazaron en el homenaje a Herrera y es probable que vuelvan a hacerlo antes del 28 de junio. Bordaberry, Hierro, Amorín y Lamas no andan a los abrazos pero seguramente lo hagan pronto. Mieres no se abraza con nadie porque no tiene competidor pero va a tener que buscar con quien hacerlo si no quiere quedar al margen. Para colmo, siempre hay una mesa redonda, un simposio o una fiesta diplomática donde todos pueden abrazarse con todos, de manera de mostrar respeto por el adversario. Los de la izquierda radical no se abrazan ni con ellos mismos y así les va.

El sistema político uruguayo premia a los que se abrazan con el adversario y castiga a quienes lo ningunean. Así somos desde los tiempos de la Independencia. Avanzado el Siglo XX, Uruguay se convertiría definitivamente en un país de gente moderada. El que se va al extremo la queda. El que se va del partido la paga. El que ataca a su compañero también. Por eso todos los candidatos van para el centro, altar donde se rinde culto a la moderación ideológica y ciudadana. El que se aleja del centro, se precipita. En Uruguay, todos los cambios son pequeños y ponderados. Bueno, casi todos, pero la excepción confirma la regla.

En Uruguay, los cambios son imperceptibles, aunque la proliferación de politólogos, encuestadores y augures le está quitando los velos a ese proceso silencioso y casi secreto. Las campañas políticas no deparan grandes cataclismos ni generan distancias insalvables. No faltan las salidas extemporáneas y las chicanas pero los relatos de los líderes son más tácticos que épicos. No hay grandes debates que valgan la pena ni tampoco pequeños, ni hay ideas demasiado novedosas ni modelos de país radicalmente opuestos.

Mujica podrá generar temor en los votantes de los partidos históricos, pero casi nadie teme que su eventual presidencia desplace al país del centroizquierda en el que lo colocó Vázquez. Ni lo necesita. Lacalle podrá generar temores de un revival neoliberal en el electorado de izquierda, pero casi nadie cree que en la agenda del expresidente estén las privatizaciones y la apertura comercial unilateral. Ni lo necesita.

Todos prometen gobiernos de unidad nacional o al menos no descartan gabinetes multipartidarios, y si no fuera por las rivalidades históricas y la competencia actual, casi cualquiera podría ser ministro de cualquiera. Los que no puedan, quedarán marginados, relegados a la periferia, alejados de la preferencia popular. Este país es así; como decía Leo Masliah, todo igual, todo así. Quizás no seamos un pueblo de grandes cambios ni de decisiones extremas, pero viendo cómo le va a quienes sí lo son, no deberíamos quejarnos. ¿O sí?