El desarrollo extraordinario que está teniendo la zona de La Paloma, en Rocha, bien puede ser tomado como una metáfora sobre el porvenir del país. Al menos es un buen ejercicio después de quince días entre sus hermosas playas y su singular manera de servir al turista. Sus habitantes parecen sordamente divididos entre quienes se preparan para el futuro y quienes prefieren mantener el pintoresquismo y la pachorra aún a costa de pasarla mal.

Si el entorno es todavía lo suficientemente natural y salvaje como para diferenciarlo de Punta del Este y cuenta con una oferta más diversificada que el resto de la costa rochense, ¿para qué preocuparse entonces por mejorar los servicios? ¿Profesionalizarse? ¿Abrir a la hora de la siesta? ¿Resolver el problema de los envases de refrescos? ¿Cumplir con el horario prometido para realizar la reparación? ¿Cobrar precios acordes con la calidad? ¿Tener el supermercado con un mínimo de confort? ¿Para qué, si los turistas vienen igual? Y además, ¿cómo desquitar la inversión si va a estar ocioso durante diez meses? Por cierto, el dilema es falso y ruinoso, como el que impidió la finalización de un puente que pudo haber adelantado este boom de una manera igualmente amigable con la naturaleza.

Algunos pequeños comerciantes de La Paloma han empezado a descubrir esta trampa mental y ya ofrecen servicios basados en las demandas del cliente, aunque la mayoría funciona al revés, es decir, pretendiendo que el turista se adapte a los peculiares horarios laborales y de descanso de los lugareños. Parecen alentar la idea de que será posible mantener aquel estilo de vida, tranquilo e inmutable, junto con el botín del verano y sin perderse ni una sola tarde de siesta. No será posible.

Si el balneario sigue creciendo, llegará el día en el que una cadena de supermercados decida instalarse en alguno de sus enormes espacios vacíos, quizás un poco después de que desembarque una empresa hotelera de cierto nivel. La segunda le asegurará un flujo de clientes a la primera y entre ambas ofrecerán todos los servicios que necesitan los turistas e incluso los lugareños: restaurantes y heladerías donde no salten las ratas por los tirantes, hotelería del Siglo XXI, cajeros automáticos sin colas ni trámites, abastecimiento de todos los productos de consumo, comercios abiertos ininterrumpidamente, aire acondicionado y nada de trámites absurdos para devolver los envases de refresco. A esto hay que agregarle todavía la perspectiva que dará a lugar la construcción de un puerto de aguas profundas.

Si los comerciantes y la población del lugar no se preparan, esos negocios y puestos de trabajo serán ocupados por emprendedores llegados de otras partes de Montevideo, Buenos Aires o Itajaí. Entonces, La Paloma seguirá viviendo su larga siesta de diez meses, con pocos pesos e hijos distantes, a la espera de que un día, quizás, el balneario vuelva a estar de moda. Un dilema que bien puede ser tomado como una metáfora sobre el porvenir del país.