Hay algo deliciosamente contradictorio en que "Punkrocker", esa oda entre irónica y melancólica que Iggy Pop canta sobre no encajar del todo en ningún lado, suene en los créditos finales de Superman (2025). Porque si hay algo que no tiene la película de James Gunn, es espíritu punk: no hay nihilismo, no hay furia, no hay provocación real. Lo que hay es, más bien, un festival de color y humor, de secundarios estrafalarios y diálogos chispeantes, que en todo caso se parece más a un collage pop que a un disco de los Ramones.

Pero empecemos por el principio, o casi. Este Superman no se abre con el naufragio en Kansas ni con la muerte de Jonathan Kent. Ni siquiera pierde tiempo explicando qué es Krypton. Gunn, veterano de la reinvención de personajes de segunda línea —Guardianes de la galaxia (2014), Escuadrón suicida (2021)—, entiende que el público ya fue entrenado por 20 años de cine de superhéroes. Por eso, nos tira directo a Metrópolis, con Clark Kent —David Corenswet— trabajando en el Daily Planet y saliendo con Lois Lane —Rachel Brosnahan— desde hace tres meses. Y no hay misterio: ella sabe que él es Superman. Lo que sigue es una historia que mezcla comedia romántica, kaijus, política internacional y un perro que rompe todo.

Lo curioso es que, a pesar de la acumulación de chistes, explosiones y cameos, Gunn logra algo parecido a una película autoral. Porque su firma está por todas partes: en los secundarios excéntricos que parecen salidos de un cómic perdido de los setenta, en la música —aunque esta vez más contenida—, en la combinación de lo trágico y lo ridículo. Tratar de hacer del héroe más icónico de Occidente una comedia coral es una apuesta arriesgada. Casi un sketch largo.

Después del derrumbe del Snyderverse —esa etapa donde todo era gravedad, cámara lenta y culpa católica—, Warner necesitaba aire fresco. Gunn, convertido en jefe creativo de DC Studios, entrega un Superman que sonríe, que cocina para festejar aniversarios y que prefiere decir “good gosh” antes que insultar. Corenswet no es Christopher Reeve, pero recupera algo de esa ternura ingenua que hacía creíble a un tipo que podía partir planetas, pero que igual se ponía nervioso frente a Lois.

En contraste con la solemnidad de Cavill, Gunn apuesta por un tono casi screwball: Lois y Clark se pelean en la cocina; Lex Luthor —Nicholas Hoult— pasa de CEO cool a maniático en cuestión de segundos. Y todo esto mientras, de fondo, Superman interviene en un conflicto armado entre Boravia y Jarhanpur, con la prensa y la opinión pública debatiendo sobre si es un héroe o un peligro.

Gunn no se priva de nada: mete a Krypto, el perro superpoderoso que rompe la Fortaleza de la Soledad, mete a la Justice Gang —Green Lantern, Hawkgirl, Mister Terrific—, que discuten de branding mientras pelean contra monstruos. Y mete hasta crítica política —blogueros presos, corporaciones que alimentan guerras—. Es, a su manera, una película punk en su forma: anárquica, ruidosa, despreocupada por la coherencia absoluta. Pero en el fondo, su Superman sigue siendo un buen muchacho de Kansas que solo quiere hacer el bien.

"Superman" (2025), James Gunn

La trama principal, entonces, gira en torno a la intervención de Superman en un conflicto entre dos naciones ficticias. Lo hace por convicción, pero sin autorización de ningún gobierno. Mientras tanto, Lex Luthor manipula la opinión pública, ayudado por su ejército de técnicos y su novia influencer. Krypto entra en escena salvando a Superman en un momento límite, y el grupo de héroes secundarios suma color y caos. El resultado es un relato que se mueve rápido, con un humor que a veces acierta y a veces empacha.

En Apocalípticos e integrados (1964), Umberto Eco describe a Superman como un mito moderno. Una figura que no puede cambiar porque debe permanecer reconocible para cada nueva generación. Vive en un eterno presente donde salva al mundo y coquetea con Lois, pero nunca resuelve su vida.

Eco explica que el poder absoluto de Superman es, paradójicamente, su mayor tragedia: no puede ser plenamente humano. Si lo fuera, si tomara decisiones irreversibles —casarse, revelar su identidad, envejecer—, el mito se rompería. Por eso, cada episodio o película reinicia el ciclo. Vuelve la amenaza, vuelve el héroe, vuelve la esperanza.

"Superman" (2025), James Gunn

Gunn parece haber leído —o intuido— esa contradicción: su Superman es tan invulnerable que sus conflictos no pueden resolverse a fuerza de puñetazos, y tan humano que necesita seguir existiendo en una serie de viñetas que no alteren su esencia. En el fondo, la película reproduce esa estructura serial que Eco identificaba en los cómics: las cosas cambian, pero nada cambia del todo. El héroe queda intacto, dispuesto a la próxima entrega.

Más aún, Eco advierte que el superhéroe clásico no puede abandonar jamás la posición que lo define: es un mito congelado que se actualiza sin transformarse de raíz. Gunn, lejos de subvertir esa lógica, la abraza y la amplifica. Su Superman no es trágico ni transgresor. Es un ícono pop que habita un presente perpetuo, donde las guerras se detienen, pero no se resuelven; donde la identidad secreta es un chiste compartido y donde la justicia se reparte en cápsulas rápidas, como retweets morales. Quizás ahí esté la clave más profunda del film. Más que reescribir a Superman, lo exhibe como lo que siempre fue según Eco: una promesa de orden que necesita narrarse mil veces para seguir teniendo sentido.

Gunn, consciente o no, toca varias cuerdas del mito. La intervención unilateral de Superman en el conflicto Boravia-Jarhanpur refleja la pregunta central. ¿Qué derecho tiene un dios para decidir sobre los hombres? Lois Lane, periodista, funciona como la conciencia crítica del relato. Cuando le exige respuestas, Superman no las tiene. Corenswet, en ese momento, hace algo sutil: deja asomar el miedo. Pero no un miedo a perder, sino a equivocarse.

"Superman" (2025), James Gunn

El humor tampoco quita el sufrimiento. Lo vemos preso, torturado, expuesto a la humillación pública. Gunn muestra a Superman sangrando, tosiendo, incluso salvando a una ardilla en medio del caos. Esa humanización extrema actualiza el mito: ya no es solo el héroe invulnerable, sino alguien que siente culpa.

Y sin embargo, la película respeta la estructura mítica. Superman sigue sin poder ser plenamente Clark, sigue atrapado en la obligación de salvar incluso a los que lo odian. Lo moderno está en mostrar esa lucha interna.

El gran mérito de Gunn es devolverle a Superman la calidez. Después de años de héroes atormentados, ver a un tipo que realmente quiere ayudar —y que a veces mete la pata— es refrescante. El humor funciona especialmente en detalles, con Clark recordando el nombre de un vendedor callejero o dudando antes de matar a un monstruo.

"Superman" (2025), James Gunn

Pero Gunn no sabe parar. Hay tantos personajes, chistes y referencias, que la trama principal a veces se diluye. La Justice Gang queda subexplotada, el Daily Planet funciona más como coro que como redacción viva. El efecto final es el de un banquete donde sobran platos.

Krypto es el alma punk que la película prometía: destruye, molesta y es adorable. Lex Luthor es un villano patético y peligroso a la vez, celoso de que ni su genio ni su dinero le den el cariño que Superman recibe gratis.

Gunn también se permite incorrecciones. Críticas a los magnates tipo Musk y Bezos, burlas a la maquinaria mediática, e incluso un cameo que roza el mal gusto. Son chispazos que recuerdan que, bajo el humor, hay algo de rabia.

"Superman" (2025), James Gunn

El problema es que Gunn no confía en la sutileza. La crítica a la privatización de la guerra, la metáfora del inmigrante, la manipulación mediática… todo eso aparece, pero explicado tres veces. El espectador atento lo capta enseguida. El guion, sin embargo, insiste hasta que el subtexto deja de serlo.

Aun así, lo que queda es el mito. El extranjero condenado a salvarnos, aun sabiendo que nunca podrá ser uno de nosotros. Gunn lo reviste de chistes, de música y de CGI, pero el núcleo persiste. Y tal vez eso sea lo que hace que Superman sobreviva a cada reinvención.

El Superman de Gunn no es punk, no es perfecto, no es revolucionario. Es, en cambio, un intento sincero de devolverle humanidad al mayor de los mitos pop. Se excede, se atropella, pero también nos recuerda algo que Eco intuía hace 60 años: que no necesitamos héroes para que sean dioses, sino para que fallen, duden y vuelvan a intentarlo. Y mientras suene Iggy Pop al final, nos podemos permitir pensar que, al menos por un momento, Superman quiso ser punk.