El cine que se planta sobre estructuras rígidas, como la religión y la Iglesia, ha sido un terreno fértil para la transgresión. No es solo una cuestión de denuncia o cuestionamiento. También trata de construir relatos que, desde su propia puesta en escena, vayan horadando los pilares sobre los que reposan sus personajes. Desde la subversión festiva de Viridiana (1961), de Luis Buñuel, hasta la precisión minimalista del corto convertido en largo Yes, God, Yes (2019), de Karen Maine, el cine ha jugado con esta dialéctica que se da entre lo sagrado y lo profano, la fe y el deseo, el dogma y lo incierto.

A este linaje se incorpora Little Trouble Girls (2025), la ópera prima de la eslovena Urška Djukic, que parte de la rígida base estructural del coro de niñas — liceales en términos locales — de un colegio católico, y la contrapone con los titubeos y desbordes de la adolescencia. Así, crea y expone un ecosistema donde la música es tanto un refugio como un catalizador, donde las normas conviven con la urgente necesidad de quebrarlas.

La canción de Sonic Youth que le da título a la película no es casual. Tiene esa mezcla de dulzura y amenaza que resume la esencia de la película. La música no es solo fondo, sino expresión; permite que lo contenido asome, que lo reprimido se insinúe. En ese cruce de lo sacro y lo terrenal, entre los cánticos de coro eclesiásticos y la distorsión de Sonic Youth, Djukic encuentra el tono perfecto para contar su historia.

Lucía (Jara Sofija Ostan) tiene 16 años y es una recién llegada al coro de su escuela católica. Tímida, con una mirada siempre a punto de escapar, se convierte rápidamente en la protegida de Ana-María (Mina Švajger), que genera un magnetismo innegable en Lucía y en todo el coro con su actitud desafiante ante la autoridad.

El retiro, en un convento donde el coro debe prepararse para una presentación, se convierte en un terreno de exploración para Lucía en clave de "coming of age". A su vez, la presencia de un grupo de obreros que restauran el convento agrega una capa más a este juego de tensiones y deseos latentes, unos que empujan a la protagonista a una crisis que se expone en cada armonía que entona.

Pero más allá de su temática, lo que distingue a Little Trouble Girls es la precisión de su puesta en escena y la solidez de su actriz protagónica. Jara Sofija Ostan dota a Lucía de una fragilidad que nunca cae en la ingenuidad, construyendo su personaje a partir de microgestos, de inseguridades que se cuelan en cada pausa. Djukic, por su parte, dirige con una sensibilidad afilada, entendiendo que el verdadero conflicto no se juega en grandes movimientos, sino en las pequeñas revelaciones. Y es ahí donde se puede incluso hacer un paralelismo con la manzana de Eva: no como símbolo de culpa, sino como el instante en que la tentación y el conocimiento se vuelven inseparables. Lucía, como Eva, descubre que el deseo es ineludible, que la obediencia no garantiza la pureza y que la verdadera caída es, en realidad, el acto de reconocerse a sí misma.

En el tramo final, la película encuentra su clímax en la canción que le da el título, en una escena que funciona como un exorcismo sonoro. El cine, como la música, es capaz de capturar lo que escapa a las palabras, de hacer visible lo inasible. Little Trouble Girls se destaca por su sutileza, por su capacidad de narrar el deseo y la transformación sin grandilocuencia. Su directora demuestra que lo verdaderamente provocador no es el escándalo, sino la manera en que, incluso en los espacios más controlados, el deseo siempre encuentra la forma de abrirse camino.