Contenido creado por Martín Otheguy
Columnistas

Demasiado bueno para ser cierto

LEYENDAS URBANAS

Montevideo no tiene transporte subterráneo. Es evidente que de tenerlo, muchos problemas de tráfico y desplazamiento se verían aliviados. Y tendríamos la posibilidad de contar en primera persona la historia que sigue.

13.09.2004

Lectura: 4'

2004-09-13T00:00:00-03:00
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"Un hombre que trabajaba en un pequeño despacho del piso más alto de un rascacielos de Manhattan se mosqueó mucho cuando de repente se fundió el único tubo fluorescente que le iluminaba. Para no molestar al personal de mantenimiento, fue a comprar un tubo nuevo y cambió personalmente el estropeado.

Entonces se encontró con que tenía que hacer algo para librarse del tubo viejo: Era demasiado largo para dejarlo en la papelera, así que decidió que a la hora de salir se lo llevaría y lo tiraría en un contenedor de desperdicios.

Pero cuando llegó a la estación del metro no había encontrado ningún contenedor, de modo que se montó en el tren con el tubo agarrado en posición vertical, como el cayado de un pastor, para no molestar a la gente.

Durante el viaje, varios pasajeros sin asiento se agarraron al tubo, convencidos de que era una barra del vagón.
Cuando el hombre llegó a su destino, notó que había varias manos aferradas al tubo. Se encogió de hombros, soltó el tubo y se apeó del metro con una sonrisa."

Una historia tan divertida e interesante como falsa. El "cuento del tubo" se ha venido repitiendo, con ligerísimas diferencias en varias ciudades del planeta, siempre como un hecho verídico que le había pasado a "el amigo de un amigo".

Caimanes en las alcantarillas, ratas en los envases de pollo frito, niñeras antropófagas, psicópatas escondidos bajo las camas y un infinito etcétera. Historias que recorren el mundo a lo largo y a lo ancho, desaparecen por unos años para regresar, con pequeños retoques, al imaginario colectivo ¿Algún tipo de conspiración, de conjura universal?...Quizá; lo cierto es que desconocemos el origen de estos relatos, pero hay personas que al igual que el autor de este libro, han escuchado, investigado y recopilado cientos de historias sospechosas, agrupándolas bajo el nombre de Leyendas Urbanas.
Toda una mitología contemporánea está al alcance de nuestra mano.

Son proteicas estas leyendas. Aquí en el sur, todos hemos oído hablar de alguien que estiró la pata por comer sandía regada con vino. Pues en los EEUU circula una versión más consumista y sofisticada que asegura la muerte a quien mezcle bebidas cola con una golosina llamada pop rock, (prohibidos los chistes musicales).

En El fabuloso libro de las leyenda urbanas, Jan Harold Brunvand, especialista en folklore de la universidad de Utah, recoge las más reiteradas y persistentes historias, reunidas en su larga carrera académica y periodística dedicada a la investigación de este fenómeno.

Brunvand establece algunas reglas elementales para la detección de las leyendas urbanas. La primera de ellas es el ADUA, (Amigo De Un Amigo). Todas estas curiosas historias siempre le sucedieron a "el amigo de una prima de un vecino de mi cuñada, que estaba allí y lo vio todo" En todos los casos resulta imposible localizar a esa persona o confirmar el testimonio.

La segunda regla ha sido mencionada líneas arriba, y tiene que ver con la difusión geográfica y la tenacidad con que se repiten las historias...pero hasta que no subamos al metro con el tubo de luz no podremos comprobar nada.

Y por último, una definición arbitraria pero eficaz. ¡Es demasiado bueno para ser cierto!. Las leyendas urbanas son excesivamente exactas y logradas, y abundan en detalles que fuerzan un final de efecto, que sin embargo encaja armoniosamente en el cuento. El mito perfecto, como la geometría perfecta, no existe en la naturaleza.

El fabuloso libro de las leyendas urbanas está publicado en español por la editorial Alba, pero no sabría decir cuál es su precio.
Sucede que en la librería donde lo compré, me dijeron que en realidad no sabían como había llegado el libro hasta allí. Nadie lo había pedido, no figuraba en el catálogo de la editorial, y cada mañana aparecía en un estante diferente y con un precio distinto. En una ocasión, uno de los vendedores, harto del asunto, lo tiró por la alcantarilla de la esquina. Al día siguiente el libro estaba sobre el mostrador, limpio y seco. Pagué el precio de ese día, irrisorio, mientras intentaba recordar en qué librería de qué ciudad había sucedido algo similar.

Salí a la calle con el libro bajo el brazo y corrí a mi casa, escéptico, perplejo, asustado.