Por Martín Otheguy
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A pocos metros, en una piscina natural formada por las rocas, un par de cachorros de elefantes marinos se refrescan -como si tal cosa fuera posible a esa hora- amparados por la seguridad de la orilla cercana. La marea alta, sin embargo, puede ser muy traicionera. Los animales no perciben que tres metros detrás asoma la aleta de una ballena asesina, a la espera del mínimo descuido. La orca acaba de pasar por un estrecho natural formado por las rocas a una distancia ridículamente cercana de la costa y sólo está esperando un error. Si el elefante marino se alejara un solo metro más de la orilla, se convertiría en menos de lo que canta un delfín en el desayuno de cinco orcas, además de ser zarandeada desagradablemente por los aires como juego previo a la deglución.
| Padre, madre e hijo: la familia orca baja a la costa a desayunar. Foto: Martín Otheguy |
Sentados entre los pastizales a poca distancia, cuatro o cinco curiosos fingen observar con ojo naturalista la escena pero apoyan secretamente a la ballena, dejando escapar un suspiro de aliento cada vez que el cachorro amaga con meterse en lo profundo. La ballena es un tanto inexperta y da un resoplido cerca de su víctima, lo que la pone en alerta. Otro elefante que se adentró en el mar poco antes no tuvo tanta suerte. Las cinco orcas lo torturaron durante cuarenta y cinco minutos antes de darle muerte y devorarlo, aunque las aguas oscuras por la temprana luz de la mañana ahorraron parte del espectáculo de la carnicería. Decenas de gigantes petreles del sur (un ave que raramente se deja ver excepto en esta zona de las Malvinas) se suman al festín de los restos en el agua. Es la naturaleza en su expresión más vívida, brutal y al mismo tiempo fascinante, o esa al menos es la frase con la que los espectadores justifican el morbo inevitable que los llevó a levantarse a las cuatro y media de la mañana para presenciar el espectáculo. Los enormes padres de la víctima no prestan atención a la desaparición de su cría y muchos menos los cientos de pingüinos que acaban de salvarse de ser el aperitivo de la mañana.
| Abbey Penguin Road. Elephant Corner, Sea Lion Island. Foto: Martín Otheguy |
Para llegar hasta allí hubo que sortear los pastizales tussac de dos metros de altura (una vegetación nativa que cubre buena parte de las Islas), pasar entre colonias de pingüinos de Magallanes y evitar los elefantes marinos que duermen entre los pastos, a los que más vale no dar la espalda. Se mueven con más rapidez de la que sugiere su aspecto de Jabba the Hut y algunos suelen estar enojados por no haber conseguido el harén de hembras que todo animal de cinco toneladas merece.
La vida y todo lo demás
Pocos lugares permiten ver el ciclo de la naturaleza a tan poca distancia y con tanta libertad como Sea Lion Island, el reino de los pingüinos, los elefantes marinos, los cormoranes, los petreles, las orcas y los caracaras. La forma más sencilla de llegar allí es desde la capital de las Malvinas, Stanley, mediante una avioneta que demora unos 45 minutos y que ofrece un vuelo adrenalínico pero seguro sobre buena parte del archipiélago. Es una isla casi virgen de ocho kilómetros de largo, cuya única construcción habitable es un hotel ecológico que permite jugar con la idea de ser un Robinson Crusoe con todas las comodidades.
| Verano del 2013. Elephant Corner. Sea Lion Island. Foto: Martín Otheguy |
El Sea Lion Lodge es manejado desde hace once años por Jenny Luxton, una isleña (hija de una uruguaya) cuyo engañoso aspecto de tía bonachona no le impide manejar tractores y otras maquinarias para mantener funcionando este remoto establecimiento, presentado como "el lodge más austral del mundo". Desde el salón principal se puede desayunar viendo por la ventana las colonias de pungüinos Gentoo -una de las cinco clases que habitan las Malvinas- e incluso algún ocasional elefante marino que se aproxima al lugar.
El Sea Lion Lodge es una especie de Gran Hermano en versión ecologistas: entre los huéspedes se encontraba Joe, un observador de aves estadounidense que ya visitó más de 80 países, un equipo de la BBC que está filmando la serie de TV "An Island Parish", documentalistas alemanes, un grupo de investigadores italianos que estudia el comportamiento de los elefantes marinos desde hace 18 años y David Doxford, el director de la Falkland Conservation Society. No está ahí por trabajo, a diferencia de las veces anteriores. Volvió como turista para fotografiar las orcas durante su proceso de caza, aunque ello implique levantarse a las tempranísimas horas de la marea alta. Según Doxford, es la distancia del resto del archipiélago y su posición sureña lo que la hace tan especial para los elefantes y lobos marinos, las orcas y los pingüinos, que pueden reproducirse sin la intrusión del factor humano.
| Cucharita al estilo elefante marino. Sea Lion Island. Foto: Martín Otheguy |
En octubre, los elefantes marinos pueblan la costa para el período de crianza. Los machos alfa forman harenes de más de 30 hembras y mantienen largas y sangrientas luchas con los retadores que desafían su predominio. Es común ver los amagues de disputas a lo largo de la orilla, al igual que las del macho alfa de los fotógrafos italianos y el de los alemanes.
Los animales no huyen de la presencia humana en la isla. A excepción de los tímidos pingüinos de Magallanes, que suelen refugiarse en los agujeros cavados en la tierra, incluso las raras aves de rapiña como los caracaras se acercan con curiosidad a los visitantes. No hay ratas ni gatos en la isla, lo que permite que proliferen los pájaros que anidan a nivel del suelo. Tres clases de pingüinos se reparten el territorio: los de Magallanes, los ordenados Gentoo -enanos de smoking con buenos modales- y los Rockhopper, reconocibles por una cresta ligeramente punk y sus ojos rojos, que les dan una apariencia más siniestra que la realidad de sus hábitos sedentarios. Su hogar en la isla está en el Rockhopper Point, un enorme promontorio rocoso cuyos acantilados cortan el océano al sur. Es un gigantesco anfiteatro natural de piedra en el que los pingüinos se sientan a ver el espectáculo del mar, mientras los cormoranes sacan primera fila al "colgar" sus nidos en las paredes empinadas de las rocas.
| El acantilado de Rockhopper Point. Foto: Martín Otheguy |
En 1982 fueron testigos del hundimiento del Sheffield, un acorazado británico atacado por las fuerzas argentinas a algunos kilómetros de distancia. Una cruz en lo alto del Rockhopper Point, que convive con los pingüinos y la restante fauna del lugar, recuerda la muerte de los 20 soldados británicos que navegaban a bordo. Exceptuando este homenaje, el Rockhopper Point parece el fin de un mundo desolado, con la isla cortándose abruptamente sobre el mar gracias a un acantilado con aspecto de haber sido tallado a cuchillo.
Sea Lion Island luce como un vigía distante de las Malvinas, ajeno a las turbulencias políticas y perteneciente a una época intemporal, en la que la vida corre sin prisa bajo los mandatos de la naturaleza.
Por Martín Otheguy
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