Por The New York Times | Temple Grandin

Cuando era más joven, creía que todo el mundo pensaba, como yo, con imágenes fotorrealistas; con el parpadeo de una secuencia de diapositivas de PowerPoint o de videos de TikTok que van pasando por tu cabeza.

No tenía ni idea de que la mayoría de las personas piensan más con palabras que yo. Para muchos, son las palabras, y no las imágenes, las que dan forma a su pensamiento. Probablemente esa es la razón por la cual nuestra cultura se ha vuelto tan habladora: los profesores dan charlas, las autoridades religiosas predican, los políticos pronuncian discursos y vemos “cabezas parlantes” en la televisión. Nosotros decimos que estas personas son “neurotípicas”, es decir, que siguen unas pautas de desarrollo predecibles y se comunican, en su mayor parte, de forma verbal.

Nací en la década de 1940, cuando se empezó a diagnosticar autismo a los niños como yo. Mi uso del lenguaje empezó a los 4 años, y al principio me diagnosticaron una lesión cerebral. Hoy, muchas personas dirían que soy neurodivergente, un término que no solo abarca el autismo, sino también la dislexia, el TDAH y otros problemas de aprendizaje. La popularización del término neurodivergencia y que la sociedad sea cada vez más consciente de las distintas maneras en las que funciona el cerebro son sin duda avances muy positivos para muchas personas como yo.

Aun así, hay numerosos aspectos de nuestra sociedad cuya configuración no permite el buen desarrollo de los pensadores visuales, como somos muchos neurodivergentes. De hecho, muchos aspectos de nuestra sociedad parecen pensados específicamente para que fracasemos. Las escuelas obligan a los estudiantes a amoldarse a un mismo plan de estudios para todos. El entorno laboral depende demasiado de los currículos y las calificaciones escolares para juzgar la valía de los candidatos. Esto debe cambiar, no solo porque las personas neurodivergentes, y todos los pensadores visuales, merezcan un mejor trato, sino también porque, sin un importante cambio de mentalidad sobre cómo aprendemos, la innovación acabará sofocada en Estados Unidos.

Cuando tenía 7 u 8 años, me pasaba las horas jugueteando y experimentando para tratar de descifrar cómo hacer que los paracaídas que hacía con pañuelos viejos se abrieran más rápido cuando los lanzaba al aire. Esto requería una observación atenta para determinar el modo en el que unos pequeños ajustes de diseño pueden afectar el rendimiento general. Mi fijación, rayana en la obsesión, se debía probablemente a mi autismo. Por aquel entonces había un libro sobre inventores famosos y sus inventos que me encantaba. Me impresionó que Thomas Edison y los hermanos Wright estuviesen tan concentrados en el objetivo concreto de averiguar cómo fabricar una bombilla o un aeroplano. Dedicaron muchísimo tiempo a perfeccionar obsesivamente sus inventos. Es probable que algunos de los inventores del libro también fuesen autistas.

Oímos hablar mucho sobre la necesidad de arreglar la infraestructura de Estados Unidos, pero también ponemos demasiado énfasis en las cosas que se necesita mejorar y actualizar, en vez de en las personas que podrán hacer ese trabajo. Durante 25 años, he diseñado instalaciones para manejar el ganado, y he trabajado con personas muy cualificadas que construyeron el equipamiento. Cuando hago una retrospectiva, a los proyectos que diseñé para grandes empresas, calculo que el 20 por ciento de los soldadores y proyectistas tenían autismo, dislexia o TDAH. Recuerdo que dos personas eran autistas y eran titulares de numerosas patentes por aparatos mecánicos que habían inventado, y que habían vendido equipamiento a muchas empresas. Nuestras competencias visuales fueron clave para nuestro éxito.

Hoy, queremos que nuestros estudiantes sean muy completos; deberíamos pensar en asegurarnos de que la educación que les proporcionamos también lo sea. Al mismo tiempo, apuesto a que las personas que arreglarán la infraestructura del país habrán dedicado horas y horas a una sola cosa: sean los Legos, el violín o el ajedrez; la hiperconcentración es una señal clásica de pensamiento neurodivergente, y es crítica para la innovación y la invención.

A menudo me preguntan qué haría para mejorar los colegios de primaria y las escuelas de secundaria y bachillerato. El primer paso sería hacer más hincapié en las asignaturas prácticas, por ejemplo, de arte, música, costura, carpintería, cocina, teatro, automoción y soldadura. Yo habría odiado la escuela si hubiesen eliminado las asignaturas prácticas, como han hecho muchas ahora. Estas asignaturas ponen en contacto a los alumnos —y en especial a los neurodivergentes— con habilidades que podrían convertirse en una carrera profesional. Ese contacto es clave. Hay muchos estudiantes que crecen sin haber utilizado jamás una herramienta. Están completamente apartados del mundo de lo práctico.

A pesar de mis logros, si hoy fuese joven, me habría costado graduarme porque no podía pasar álgebra. Era demasiado abstracta, sin correlaciones visuales. Esto es lo que les ocurre a muchos de esos estudiantes que hoy se les dice que se les dan mal las matemáticas; estudiantes que sí podrían aprobar otras asignaturas de matemáticas alternativas, como la estadística, que también tienen utilidad profesional en la vida real. En la escuela se les concede demasiada importancia a los exámenes, y no la suficiente a las salidas profesionales. No pasar matemáticas en la prueba de acceso a la universidad me impidió ir a la facultad de Veterinaria, pero hoy soy profesora universitaria de etología y me invitan a dar conferencias para grupos de veterinarios para asesorarlos sobre su trabajo. Lo que da la verdadera medida de una educación no son las calificaciones que obtiene hoy un estudiante, sino dónde estén diez años después.

Me invitan con frecuencia a dar charlas en empresas y organismos públicos, y lo primero que les digo a sus directores es que necesitan unos recursos humanos neurodiversos. Las competencias complementarias son clave para el éxito de los equipos. Necesitamos a las personas capaces de construir nuestros trenes, aviones e internet, y personas que puedan hacerlos funcionar. Los estudios han demostrado que los equipos diversos obtendrán mejores resultados que los homogéneos. Si alguna vez has asistido a una reunión donde no se consiguió solucionar las cosas, puede que se debiera a que había demasiadas personas que pensaban del mismo modo.

Taiwán produce actualmente la mayoría de los chips de silicio de última tecnología del mundo. Buena parte del equipamiento mecánico especializado utilizado para el procesamiento de la carne se fabrica en Holanda y Alemania. Cuando visité el Steve Jobs Theater de California, antes de la COVID-19, descubrí que las paredes de cristal las había creado una empresa italiana y la inmensa cubierta de fibra de carbono con aspecto de nave espacial fue importada de Dubái. La razón por la que este equipamiento procede de fuera de Estados Unidos reside, en parte, en las diferencias de los sistemas educativos. En Italia y los Países Bajos, por ejemplo, un estudiante de alrededor de 14 años decide si opta por la universidad o por la formación profesional. La formación profesional no está peor vista, ni se considera una forma de inteligencia inferior. Y así es como debería ser en todas partes, porque el conjunto de competencias de los pensadores visuales es esencial para encontrar la solución a muchos problemas de la sociedad en la vida real.