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Por The New York Times

Opinión: Elogio al desorden

Marie Kondo no siempre tiene la razón.

03.01.2023 13:13

Lectura: 9'

2023-01-03T13:13:00-03:00
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Por The New York Times | Rob Walker

MARIE KONDO NO SIEMPRE TIENE LA RAZÓN.

Unos años antes de que muriera, mi madre empezó a mandarme cosas: objetos que presumiblemente tenían un significado. A veces eran lo que cabía esperar, como joyas y fotografías, pero también había cosas más misteriosas. Por ejemplo, una tarde abrí un paquete que contenía, cuidadosamente envuelto, un leprechaun de cerámica de 20 centímetros de alto (mi familia no tiene ningún vínculo con Irlanda). No mucho después, anunció que quería enviar también su colección de figuritas de pájaros, por la que yo nunca había expresado un especial interés.

Era obvio que eso ya no tenía que ver con el legado de los recuerdos familiares, sino con deshacerse de cosas; era una forma de hacer una limpia, básicamente. Tuve que parar aquello, y no porque esos objetos no significaran nada para mí, sino por algo mucho más importante: significaban algo para ella. De hecho, lo que más me hacía disfrutar de su acumulación de figuritas de pájaros, cerámicas y galletas de mar de las playas de Texas era lo que ella disfrutaba con esas cosas. Su desinhibida asertividad sobre las cosas que le gustaban era uno de sus rasgos más admirables.

Así que la convencí no solo de que se quedara con sus figuritas, sino también de que siguiera valorando su presencia. Resultó que el afán de purga de mi madre me había hecho ver un error de concepto en nuestra relación general con la cultura material. En resumen: lo que a menudo despachamos como “trastos” —todas esas cosas innecesarias, a menudo excéntricas, que un tercero mandaría a la basura— en realidad pueden ser buenos para nosotros.

Quizá la que con más insistencia ha villanizado la acumulación de trastos ha sido la gurú del “orden”, Marie Kondo. En su última versión, mezcla el deseo de poner orden en nuestros rincones pandémicos —llenos de cosas después de un par de años de compras online para combatir la monotonía— con una tendencia actual del minimalismo que equipara la estética del espacio vacío con la sofisticación consciente. Sin embargo, el subtexto que transmite me resulta sospechosamente familiar. Una vez más, se trata de la reprimenda minimalista que insiste en que debemos hacer un acto de contrición por nuestro materialismo: las cosas no son tan importantes, nos sermonean sin cesar.

Parece difícil discrepar. Pero también cuesta cuadrar esas afirmaciones con la febril atención que ha despertado la subasta de los efectos personales de Joan Didion, por poner un ejemplo reciente: además de libros y obras de arte, incluía una caja de botones sueltos, un puñado de conchas y guijarros, una “mezcla variada de gafas” y otros objetos que una observadora calificó directamente de “basura”, y que incluso la casa de subastas catalogó como “ephemera”. Las reflexiones de la alta cultura en torno a este asunto se han centrado casi exclusivamente en los altos precios de las subastas (10.000 dólares por la colección de gafas, 27.000 dólares por un solo par de gafas de sol Celine) o los posibles motivos de quienes los pagaron. Sin embargo, en lo que deberíamos reflexionar es en que, en primera instancia, ella decidió quedarse con sus cosas. Nadie ha preguntado por qué Didion no hizo una purga; si, por así decirlo, todos esos pisapapeles (había al menos cinco) producían verdaderas “chispas de alegría”.

Resulta que existe una contracorriente para el imperativo de hacer limpia —a la que inevitablemente se le ha puesto el poco atractivo nombre de “cluttercore” (desorden organizado)— que es un franco ensalzamiento de la relación humana con los objetos. Si buscas en YouTube, encontrarás videos donde la gente (en su mayoría jóvenes) muestra sus largas y pintorescas colecciones de peluches, figuritas, cacharros y baratijas. En TikTok, los videos con la etiqueta #cluttercore, donde los usuarios comparten su “caos organizado y nostálgico”, como lo describe la web sobre decoración del hogar Apartment Therapy, superan los 80 millones de reproducciones.

Como afirmaba una defensora del cluttercore a Architectural Digest, las redes sociales han fomentado una estética hacia lo neutral, lo aceptable, lo insulso y de un amoldado buen gusto: una interminable serie de fondos “desprovistos de estilo personal”. El cluttercore, en cambio, depende por completo de la idiosincrasia personal y de unos intereses singulares: es una celebración de la “individualidad radical”. En estos tiempos de imitación omnipresente, el llamado desorden representa algo “que no se puede calcar”, afirmaba Architectural Digest.

Debo admitir que, en algunos casos, el cluttercore está más cerca de ser una versión edulcorada de lo que es pura acumulación compulsiva, cosa que no estoy defendiendo, como un entusiasta a los cócteles artesanales no defendería el consumo compulsivo de alcohol. Pero el argumento sobre la individualidad no solo parece certero: apunta a las razones por las que el instinto de apreciar el desorden es correcto, natural y con frecuencia infravalorado.

Los detractores más obstinados del desorden confunden dos formas distintas de materialismo. Por utilizar los términos de la psicología conductual, el “materialismo terminal” se refiere a cuando se adquiere y se valora un objeto solo por sus propiedades intrínsecas, como, por ejemplo, un nuevo y lujoso iPhone (que también acabará inevitablemente obsoleto). Esa basura que no vale nada, pero que nos resistimos a tirar, suele ser un ejemplo de “materialismo instrumental”: valoramos los objetos por su relación con otra persona, un lugar o un momento de nuestra vida, y les conferimos un significado. Puede adoptar formas muy visibles, como llevar un anillo o un crucifijo. Pero también pueden ser excéntricas e inescrutables, como un montón de pisapapeles o un leprechaun de cerámica.

Los objetos que mantenemos cerca de nosotros “crean permanencia en la vida íntima de la persona, y, por tanto, son los que más influyen en la composición de su identidad”, escribieron hace años Mihaly Csikszentmihalyi, psicólogo famoso por su concepto del “fluir”, y el sociólogo Eugene Rochberg-Halton en The Meaning of Things, una obra seminal y pionera que profundizó en la psicología del materialismo.

Sus conclusiones se basaron en sus encuestas a 82 familias acerca de un total de 1694 objetos domésticos con significado. “Descubrimos que a las cosas se les tiene cariño, no por la comodidad material que proporcionan, sino por la información que transmiten sobre el propietario y sus lazos con los demás”, escribieron. Además, “empezamos a darnos cuenta de que las personas que les negaban un significado a los objetos también carecían de una red de relaciones humanas estrechas”.

Esto no quiere decir, por supuesto, que los minimalistas sean inhumanos o que la verdadera conexión dependa de los símbolos materiales. Pero estos vínculos personales entre objetos y significados sí contradice la habitual crítica de que el apego material obedece a una superficial exhibición de estatus. Al sugerir que el cluttercore es para “quienes tienen montones de cosas, cada una de las cuales tiene su propia historia”, Apartment Therapy añadió el argumento clave de que esto significa “cosas a las que les tienen cariño, por muy absurdas, minúsculas o nimias que le puedan parecer a alguien desde fuera”. Podríamos imaginarnos un público, aunque sea muy reducido, para las historias que cuenta nuestro desorden. Pero, en realidad, son historias que nos contamos a nosotros mismos.

Y eso está bien, o mejor que bien. Porque es más probable que sean los objetos que ya posees los que se entrelazan con las personas y las experiencias que dan sentido a la vida. Por eso tu acumulación de objetos viejos y raros es seguramente más importante que la siguiente innovación de moda que puedas comprar. (A menudo, sospecho que la directiva minimalista de la “limpia” es en realidad un argumento materialista-terminal encubierto que dice que tienes que deshacerte de esas chanclas que ayer eran tendencia entre los influencers… para que puedas hacerles espacio a las de mañana).

Y lo que es más importante aún, como le dije a mi madre: nadie va a disfrutar de tus cachivaches como tú. Durante casi una década, he impartido un taller anual dirigido a escritores sobre objetos para el departamento de investigación de diseño de la Escuela de Artes Visuales de Nueva York. Muchos participantes de todo el mundo han elegido invariablemente objetos subjetivos que la mayoría de nosotros trataríamos como cosas sin ningún valor o utilidad —una taza, un encendedor, un alfiler de corbata con forma de caniche— y, sin embargo, las historias que cuentan sobre nosotros son profundamente significativas y muy útiles para que los estudiantes se presenten.

Más recientemente, he colaborado con el autor y editor Joshua Glenn para explorar su interés en una categoría cultural material que no recibe mucha atención, pero que aporta una visión distinta sobre ordenar y hacer limpias: el significado de los objetos que teníamos antes. En concreto, les pedimos a varios escritores y artistas que nos hablaran sobre cosas que hubiesen perdido: extraviadas, rotas, robadas, tiradas o regaladas. Algunos incluso explicaron que se habían deshecho adrede de cosas —un par de zapatos para caminar, una pieza de macramé, un Dodge Dart— que luego han echado mucho de menos, o como mínimo han lamentado la pérdida de una época que ese objeto representaba. En casi todos los casos, nada esclarece más el valor instrumental de un objeto que su desaparición definitiva.

Estoy seguro de que a ti se te ocurren tus propios ejemplos: algún objeto que haya desaparecido de tu vida y que te encantaría recuperar, o, al menos, volver a verlo. Pero me pregunto: ¿sabías, cuando esa cosa desapareció para siempre, que ibas a echarla de menos? Si mi madre me hubiese mandado su colección de figuritas de pájaros, ¿se habría quedado mirando con nostalgia el lugar de la estantería donde estaban expuestos, ahora vacío?

Solo puedo hacer conjeturas. Pero la lección que he aprendido es: cuidado con lo que purgas. La víctima de la limpia de hoy es el objeto perdido de mañana, y los objetos perdidos lo son para siempre. Por eso conservo aún mi embarazoso leprechaun de cerámica. Estoy aprendiendo a valorarlo. Para mí, encierra un vínculo: con mi madre y con todas sus buenas intenciones e instintos, que no quiero perder nunca.