Por The New York Times | Rachel Feintzeig
Ser padre hoy en día es bastante pesado. Hace poco apunté a mi niña menor a clases de natación dos veces por semana, lo que al parecer también significaba apuntarse a un aluvión de mensajes de video que relataban su insoportablemente lenta —¡aunque emocionante!— travesía de los flotadores al estilo de nado de perrito. Coordino citas para jugar, preparo múltiples cenas para mi quisquillosa comensal. Comparto coche para ir a la guardería que está a dos pueblos de distancia.
¿Mis hijos? Ah, mis hijos están en primaria. Todo esto es por mi perra.
La crianza de perros se nos ha ido de las manos. Es lo que me dije a mí misma hace ocho meses. Fue entonces cuando empecé a recibir consejos no solicitados sobre nuestra nueva cachorra, Sally. Teníamos que probar la comida para perros de calidad humana con envío a domicilio, dijeron varios amigos con tal fervor que empecé a preguntarme si se trataba de un esquema de mercadotecnia multinivel. Luego vinieron las inevitables preguntas sobre nuestros planes académicos. ¿La íbamos a enviar a un internado canino durante un tiempo? ¿Conocíamos la furgoneta (autobús escolar canino) que entre semana transportaba mascotas de los suburbios a una reserva natural a una hora al norte?
Para alguien como yo, que considera que juzgar a los demás es un pasatiempo de primer orden, estas conversaciones proporcionaban un combustible magnífico. ¿Quién pagaría por estas cosas?, le dije con sorna a mi esposo, más como afirmación que como una pregunta. Nuestra perra anterior, una adorada golden doodle que vivió hasta los 13 años, había pasado sus primeros años descansando en nuestro apartamento de Nueva York mientras nosotros íbamos a trabajar cada día. Allí era feliz, porque era una perra, no una niña de preescolar que aspiraba a ser admitida en Dalton. La sacábamos a pasear todas las tardes, nos acurrucábamos en el sofá. Nunca tuve la sensación de que quisiera más de la vida.
La paternidad nos convierte a todos en hipócritas. Miro a la versión de mí misma que se oponía moralmente a la guardería canina del mismo modo que miro a los padres primerizos que insisten en que sus hijos nunca estarán expuestos a una pantalla ni a carbohidratos procesados. Porque lo que pasa con los niños es que son ellos mismos. No son nosotros; no son nuestras teorías ni nuestras esperanzas y sueños. Nuestra tarea es criar a los niños que tenemos. Lo mismo ocurre con los cachorros.
Mi cachorra es extremadamente linda, lo que a veces me preocupa que sea parte del problema. Tiene un pelaje lanoso de color caramelo, orejas suaves y blandas, y un sentido muy sano de la autoestima. Es una labradoodle australiana, lo que en un principio entendí como un doodle con un toque internacional añadido. En realidad, significa que tiene diez veces más energía que nuestra última perra. También parece tener una necesidad intrínseca de pastorear.
Intentó pastorear a mi hijo y a mi hija a un rincón del patio. Intentó pastorear a nuestro vecino mientras trotaban por la mañana, ladrando ferozmente todo el tiempo. Tenía la sensación de que deseaba desesperadamente hacer amigos, pero simplemente era demasiado intensa, una situación con la que podía identificarme. Tuve la sensación de que podía correr kilómetros sin cansarse, una situación con la que yo no podía identificarme. Necesitaba un trabajo, o entrenarse para una media maratón.
“Quizá deberíamos comprarle ovejas”, sugirió mi hijo.
Comparado con adquirir animales de granja, un autobús escolar para perros empezaba a sonar razonable. La envié a unas cuantas sesiones de juego de 30 dólares, en las que, según el adiestrador canino, arreó a sus compañeros fuera de la furgoneta. Me pareció un progreso.
Luego se orinó en mi cama, masticó dos barras de ChapStick y se comió el ojo derecho del conejito de peluche de mi hija.
Hice una lista de amigos con perro, decidida a coordinar mis propias citas de juego gratis para cachorros, sin la furgoneta blanca. Le conseguiría a Sally la vida social que quería y merecía, dejándola tan feliz y agotada que ni siquiera se plantearía comerse el ojo izquierdo del conejito. En casa de mi vecina Whitney, Sally luchó con Birdie, una labradoodle con manchas marrones y blancas, y cenó golosinas caseras para perros hechas con pepinos troceados, caldo de huesos y bolitas crudas liofilizadas con sabor a pollo de granja.
De algún modo, Whitney había preparado estas golosinas mientras trabajaba en el sector financiero y criaba a dos hijos humanos de 4 y 7 años. Parecía como si todas las tendencias mileniales de crianza hubieran conducido a este momento: yo, sentada en el sofá de mi amiga, sintiéndome inadecuada respecto a los snacks para perros. En el supermercado, agarré un cartón de caldo de huesos de la estantería y lo puse en mi carrito.
Nunca lo utilicé —al parecer, el caldo de huesos del supermercado tiene demasiado sodio, por lo que hay que pedir caldo de huesos especial para perros—, pero cedí y llamé a la guardería canina que había a dos pueblos de distancia. Sentía que no podía darle a Sally todo lo que necesitaba en casa. Con esto quiero decir que mis amigos dejaron de responder a mis mensajes de texto, cada vez más desesperados, en los que les suplicaba citas de juego diarias con los perros.
El programa de la Academia Pupster prometía nuevos amigos perrunos, cuyos dueños también estaban lo bastante desesperados como para pagar el cuidado a tiempo completo. El lugar tenía una piscina climatizada, una cinta de correr para perros y una pista de obstáculos tan robusta que recordaba a los saltos de un espectáculo ecuestre. Los profesores trabajaban las habilidades sensoriales de Sally y su fuerza central (mediante sesiones de surf de remo, 8 dólares de pago adicional). Empecé a tener visiones de que, después de todo, se convertiría en una perra de terapia o en una estrella del flyball (un deporte canino de competición; búscalo).
Mi esposo le puso a Sally el cinturón de seguridad y la llevó en coche. Esa misma noche, ya estaba colgando el certificado de Sally de la Academia Pupster en la pared, junto al premio de matemáticas de segundo grado de mi hijo.
Sally no resultó ser un prodigio de la Academia Pupster. Sigue ladrando, lo que incita a los vecinos a cruzar la calle durante nuestro paseo matutino. Ha hecho progresos en el entrenamiento para ir al baño, y se sienta obedientemente ante sus profesores.
Yo, mientras tanto, ahora vivo sabiendo que mi perra puede recibir un masaje en las patas con bálsamo CBD y toalla caliente (14 dólares; ella aún no se ha dado el gusto) en la escuela. Reconozco que es absurdo gastar tanto tiempo, energía y dinero en actividades caninas extraescolares como, de algún modo, hacemos ahora.
Y, sin embargo, cuando mi cuñado y mi cuñada nos dijeron hace poco que iban a adoptar un pequeño caniche negro, no pude contenerme.
“Felicidades”, dije. “¿Han pensado en una guardería canina?”.
Rachel Feintzeig es periodista y trabaja en un libro sobre cómo afrontar los 40.
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