Por The New York Times | Marc Tracy
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Un padre de Los Ángeles, en otro tiempo aspirante a guionista y ahora revendedor de boletos profesional, dedica sus horas libres a calcular hasta qué punto los jóvenes novelistas blancos heterosexuales se han quedado fuera del mundo literario. Escribe una diatriba contra los editores y los críticos que, según afirma, ya no valoran la buena escritura, y contra un grupo de escritores que ya no están interesados en decir la verdad sobre la sociedad.
Parece la premisa de… bueno, de una novela literaria. El Moses Herzog de Saul Bellow, quien escribía cartas desafiantes a personajes vivos y muertos, se encuentra con el siglo XXI. Mira cómo llegan los anticipos, las ventas y el reconocimiento.
O no. Una polémica publicada en marzo en la revista online Compact por el escritor Jacob Savage —padre, revendedor, exguionista— sostiene que hoy en día una novela así no recibiría un reconocimiento acorde con su calidad, afirmación que respaldó mostrando la escasez de autores de este tipo en las listas de galardones literarios destacados. Además, Savage argumentó que lo que él consideraba la autocensura de estos novelistas, ya fuera provocada por la timidez o por un interés propio racional, significaba que una novela así ni siquiera sería escrita.
“Incapaces de retratarse a sí mismos como víctimas (cringe, políticamente incorrecto), o como agresores (masculinidad tóxica), incapaces de asumir las voces auténticas de los demás (apropiación), los hombres blancos más jóvenes ya no son capaces de describir el mundo que los rodea”, escribió Savage, que tiene 41 años. Lo que sí escriben, añadió, evita “lidiar directamente con la complicada naturaleza de su propia experiencia en el Estados Unidos contemporáneo”.
El ensayo de Savage ha suscitado tanto burlas como aplausos en periódicos y revistas, en las redes sociales y en Substacks, entre copas y en chats grupales.
“Creo que la fibra sensible que toqué es bastante obvia”, dijo Savage en una entrevista, y añadió: “Poder ponerle cifras fue catártico para algunas personas y detonante para otras”.
Bajo la disputa persiste una cuestión menos tangible pero más significativa. Digamos que la perspectiva del hombre blanco heterosexual sí se está debilitando en el mundo de la ficción literaria. ¿Debería importarnos?
Para algunos observadores, la queja puede traducirse aproximadamente así: “¿Por favor, no va a pensar alguien en los hombres blancos heterosexuales?”. “Si un número muy reducido de personas que no son blancas, varones ni heterosexuales han conseguido un punto de apoyo (probablemente temporal) en una práctica cultural marginal —que es lo que es la ficción literaria—, tiene que haber un sentimiento de privilegio rabioso, neotrumpista o directamente trumpista, para afirmar que eso constituye una crisis”, dijo en un correo electrónico el novelista y guionista nacido en Bosnia, Aleksandar Hemon.
Francine Prose, novelista y crítica, se mostró igualmente escéptica: “Han dirigido el mundo durante miles de años, ¿y ahora se sienten privados de sus derechos?”.
Pero para otros, la persistente “furiosa sensación de privilegio” del hombre blanco heterosexual, por destructiva o simplemente molesta que sea, es exactamente la razón por la que no se puede ignorar esta tendencia. En este momento, los hombres blancos heterosexuales y su mundo interno —la gran reserva de la novela literaria, que durante siglos ha reivindicado una capacidad sin parangón para escarbar en las profundidades de la motivación humana— parecen más importantes que nunca.
En la política y la cultura impera una reacción en contra de los avances logrados en las últimas décadas por las mujeres, las minorías raciales y las personas LGBTQ. La colección de conductores de pódcast y personalidades de YouTube conocida como la “manosfera” ha dado sus propias respuestas toscas, a menudo de derecha y, para muchos, convincentes, sobre cómo los hombres blancos heterosexuales deben adaptarse a los nuevos tiempos. El Partido Demócrata se ha puesto el casco colonial y ha intentado comprender a los hombres jóvenes.
El sentimiento de alienación entre los que tienen identidades históricamente favorecidas parece exactamente el tipo de cosa que mejor aborda la novela, que desde Don Quijote a Anna Karenina y Herzog ha explorado la discrepancia entre la experiencia subjetiva y la realidad objetiva.
“Gran parte de la frustración que se expresa en la manosfera es la forma externa de la frustración silenciosa que los autores masculinos no han expresado”, dijo en una entrevista Sam Kahn, novelista y editor de Republic of Letters, una revista literaria en Substack.
“El ascenso de Donald Trump o Andrew Tate no se debe a las hordas de novelistas masculinos que no consiguieron ser publicados”, añadió, refiriéndose al influente que, junto con su hermano Tristan, se enfrenta a cargos penales por violación y trata de seres humanos en el Reino Unido. “Pero ambas cosas no están totalmente desvinculadas”.
Sin embargo, es cierto que la novela literaria —“una práctica cultural marginal”, según Hemon, uno de sus principales practicantes— quizá no ha estado tan alejada del corazón ardiente de la cultura en los últimos 150 años. Puede que ya no esté a la altura de su tarea histórica.
Un declive real, una cuestión abierta
La dinámica que Savage y otros han esbozado —que la obra de los novelistas hombres, hombres blancos, hombres blancos heterosexuales y hombres blancos heterosexuales jóvenes tiene un interés cada vez menor en el mundo literario— es aceptada ampliamente, si no unánimemente. Se discute más sobre la causa: autocensura, poca disposición de la industria, aprobación de la élite.
Savage encontró que hay cada vez menos hombres blancos jóvenes en las listas de ficción destacada de fin de año de The New York Times, así como sus equivalentes en Vulture, Vanity Fair, The Atlantic y Esquire. No hay hombres blancos entre los 25 nominados más recientes al premio Young Lions de la Biblioteca Pública de Nueva York para ficción debut, los 14 últimos finalistas milénials al Premio Nacional del Libro o los 20 becarios actuales de ficción y poesía de la eminente Beca Wallace Stegner de Stanford.
Las cifras solo constituyen pruebas circunstanciales. El tamaño de la muestra es pequeño, y algunos sostienen que se trata de una selección muy sesgada (en relación con el premio Young Lions, el escritor Jay Caspian Kang dijo en su pódcast Time To Say Goodbye: “Ni siquiera sé lo que es”).
La novelista Rebecca Makkai dijo que ninguno de los varios jurados de premios en los que ha participado —incluidos los de los premios National Book y PEN/Faulkner— tomaron decisiones con la intención de excluir a los hombres blancos. “Simplemente se trataba, libro por libro, de los mejores libros que veíamos”, dijo.
Pero si las cifras son poco exhaustivas, también son reales y, según muchos, bastante preocupantes.
Un agente literario, que representa a varios novelistas destacados y que solicitó el anonimato para hablar con franqueza del sector, creía que las cifras eran precisas y las calificó de una forma de sobrecorrección. “No es más cierto que, de repente, en los últimos 10 años todos los mejores escritores de Estados Unidos se hayan convertido en escritores de color o mujeres u otras identidades marginadas, de lo que lo es que antes de hace 10 o 15 años todos los grandes escritores eran hombres blancos heterosexuales”, dijo el agente.
Un segundo agente, que también representa a novelistas destacados y que también solicitó el anonimato, añadió que lo más probable es que la tendencia continúe porque está impulsada por el deseo de la industria de contar con voces marginadas, así como con escritoras, ya que las mujeres son las principales compradoras de ficción.
No es exactamente una novedad que, como dijo en una entrevista Mark McGurl, profesor de inglés de la Universidad de Stanford, “en conjunto los hombres blancos están mucho menos interesados en la ficción literaria”. Como creadores y consumidores, muchos hombres jóvenes se están alejando de la lectura para acercarse a la multimillonaria industria de los videojuegos o a los escandalosamente populares pódcast.
Sarah Brouillette, catedrática de Inglés de la Universidad de Carleton en Canadá, ha afirmado recientemente en Defector que el declive de los novelistas varones podría seguir la estela del declive del capital cultural y financiero de la novela.
Y no está claro exactamente qué podría solucionar el problema, si es que existe. Andrew Boryga, novelista que ha intervenido en el debate en su Substack y en el pódcast Time to Say Goodbye, dijo en un correo electrónico: “Los escritores (incluidos los escritores varones) deberían limitarse a escribir, intentar publicar la mejor obra que puedan y dejar que las cosas ocurran como tengan que ocurrir”. “El mercado siempre está cambiando”.
Los ‘Grandes Narcisistas Masculinos’
Si solo lees el principio de la polémica de Savage, podrías llegar a creer que sus principales antagonistas son los guardianes de la industria: agentes, editores, editoriales, jurados de premios, vendedores de libros. Sin embargo, reserva la mayor parte de su oprobio para los propios jóvenes novelistas blancos heterosexuales.
“Las preferencias por la diversidad pueden explicar su ausencia de las listas de premios”, escribió Savage, “pero no pueden explicar por qué han fracasado tan rotundamente a la hora de captar el espíritu de la época”.
Apenas era necesario exponer el contraste: en épocas recientes, la novela estadounidense se definía por los intentos ambiciosos, grandiosos y no pocas veces exitosos de los novelistas blancos heterosexuales de hacer exactamente eso.
Hasta bien entrada la década de 1990, era raro que el Premio Nacional del Libro de ficción no fuera para un hombre blanco. Norman Mailer ganó un Premio Pulitzer de ficción y otro de no ficción; Bellow ganó el Premio Nobel de Literatura. En 1969, el libro de ficción más vendido en Estados Unidos, según Publishers Weekly, no fue una obra comercial, sino una novela sobre un joven de Newark llamado Alexander Portnoy. (El judaísmo de muchos de estos novelistas les dio una perspectiva más particular sobre algunas cuestiones de identidad).
Una nueva generación de novelistas respondió con una versión más apologética de la hombría. En un ensayo del New York Observer publicado en 1997, David Foster Wallace desinfló a los “Grandes Narcisistas Masculinos” o “GMN” (citó a Mailer, John Updike y Philip Roth), con su “ensimismamiento radical, y con su celebración acrítica de este ensimismamiento tanto en sí mismos como en sus personajes”. Wallace, Jonathan Franzen, Dave Eggers y otros parecían escribir con una autoconciencia más explícita sobre el hecho de que escribían como hombres blancos heterosexuales.
Sin embargo, en las décadas de 1990 y 2000 seguía estando ampliamente aceptado, tanto por los propios novelistas como por la industria y el aparato crítico, que explorar las vidas de personajes hiperbólicamente masculinos —por ejemplo, un prodigio del tenis profundamente perturbado— era la forma válida de explorar la psique estadounidense.
“Estos escritores, nuestros chicos de aquí, los que viven en el país, son simpáticos. Y son ambiciosos y se avergüenzan de la ambición”, escribió Choire Sicha en un ensayo de 2008 sobre una generación aún más reciente de novelistas titulado “¡Papá Hemingway! ¿Dónde están los hombres?”.
A principios de la década de 2010, el terreno volvió a cambiar, de forma silenciosamente drástica. La industria cultural se estaba enfrentando al legado de los “GMN” de un modo que anticipaba el movimiento #MeToo con novelas como Los amores fugaces de Nathaniel P., de Adelle Waldman, sobre un novelista heterosexual blanco que se abre camino en el mundo de las citas de Brooklyn; películas como Analizando a Philip, de Alex Ross Perry, sobre la tutoría de un escritor mayor, parecido a Roth, a un novelista joven anacrónicamente tóxico; y programas de televisión como Girls, de Lena Dunham, en el que la heroína de Dunham visita a un encantador novelista heterosexual blanco para hablar de acusaciones de comportamiento sexualmente depredador.
“Imaginé que era una persona con estatus, en parte porque es hombre”, dijo Waldman en una entrevista sobre su matizado héroe Nathaniel. Imaginó que “un hombre aficionado a la lectura que se hubiera licenciado en Harvard y tuviera una determinada imagen de sí mismo podría parecer a la gente un intelectual prometedor incluso antes de tener que hacer nada, algo que no ocurre con las mujeres”, dijo.
Se trataba de una cuestión más amplia. Según el modelo anterior, la interioridad de los hombres, los hombres blancos (con concesiones para algunos hombres negros) o los hombres blancos heterosexuales, podía representar a todo el mundo. El nuevo modelo, por el contrario, no podía soportar la seria universalización de esa identidad.
El fin del ‘gusto asertivo’
En años recientes, se ha podido observar a novelistas aceptar el estatus (ligeramente) menos central del hombre blanco heterosexual.
Savage elogió la colección de relatos de 2024 Rejection, de Tony Tulathimutte, por captar “la rabia y la anomia milénicas”, pero observó con pesar que Tulathimutte había “sentido la necesidad de distanciarse públicamente” del protagonista de la historia central, que se comportaba mal. Savage leyó el final de The Topeka School, de 2019, la tercera novela de Ben Lerner, como la alocución del narrador varón blanco heterosexual sobre “cómo ha desaprendido su masculinidad blanca”.
Pero otros sugieren que tales elecciones no representan una contención acobardada. ¿Y si, por el contrario, se tratara de una deliberada renuncia a sí mismo, destinada a ofrecer una visión de la frustrante situación actual de estos grupos?
“Ahora mismo, uno de los temas más importantes sobre los que se escribe en Estados Unidos es la identidad”, dijo Makkai, el novelista. “Si se trata de un hombre joven, heterosexual, blanco, sano y con el inglés como primera lengua, puedo entender que sea difícil escribir sobre la identidad con algo que no sea culpa o rabia. Ninguno de ellos es necesariamente el mejor tema”.
Pocos están diciendo que no debería haber más protagonistas masculinos. Lo que sugieren es que esas figuras no deberían seguir teniendo el síndrome del protagonista si quieren responder a las relaciones de género de esta época.
Durante el apogeo imperial de los “GMN”, el Augie March de Bellow podía empezar la novela que lleva su nombre con el anuncio: “Soy estadounidense, nacido en Chicago”, un emocionante acto de “gusto asertivo”, en palabras de un Roth embelesado. Las novelas contemporáneas, por otra parte, podrían ser más perspicaces si representaran a los hombres blancos heterosexuales como algo más secundario en el conjunto de la cultura.
Un ejemplo que he observado, como hombre blanco heterosexual que lee novelas, es el uso de la NBA (la Asociación Nacional de Baloncesto, no el National Book Award) para explorar ingeniosamente la masculinidad contemporánea. Cuatro libros recientes, no todos de hombres blancos heterosexuales —Early Work de Andrew Martin, Darryl de Jackie Ess, Great Expectations de Vinson Cunningham y The Boys de Leo Robson— muestran los encuentros discursivos de los personajes masculinos con ese escenario de ambición masculina transparentemente sublimada (a menudo de hombres negros) para sugerir la condición de espectadores de los personajes.
Otros han dramatizado el privilegio y sus descontentos a través de la trama. En The Point, el crítico Martin Dolan elogió la reciente novela de Andrew Lipstein Something Rotten, que trata sobre la adopción de una idea más retrógrada de la virilidad por parte de un joven padre de familia moderadamente cancelado, como señal de una forma “en que las novelas contemporáneas pueden pensar sobre la masculinidad: dejándola ser fea sin reducir esa fealdad a la razón de ser del libro”.
Las novelas que exploran honestamente a los jóvenes blancos heterosexuales y sus conflictos internos y externos con las ideas cambiantes de nuestra era sobre la masculinidad, el género, el sexo y el poder, perdurarán.
Y cuando lo hagan, no será simplemente porque ofrezcan una alternativa a la manosfera. “¿La idea de que las novelas literarias salvarán a los hombres blancos de los hermanos Tate?”, dijo el novelista Sam Lipsyte en un correo electrónico. “No estoy seguro de verlo así. Goebbels escribió una novela”.
Marc Tracy es reportero del Times que cubre arte y cultura. Radica en Nueva York.