Contenido creado por Sin autor
Noticias

Por The New York Times

La soltería no es un estigma

Es hora de dejar de privilegiar las conexiones románticas por encima de los demás

11.06.2022 08:38

Lectura: 8'

2022-06-11T08:38:00-03:00
Compartir en

Por The New York Times | Ife Olatona

En yoruba, mi lengua materna como nigeriano, mi nombre de pila significa “amor”, pero aún no he experimentado el amor, del tipo romántico. Quiero amar, ser amado, y sentir afecto desmedido más allá de las declaraciones o de una supuesta responsabilidad, pero sigo sin sentirme atraído por la perspectiva del romance.

¿Cómo nos enamoramos? ¿No nos desenamoramos después?

Con dificultades auditivas, crecí en el silencio. Solo me mostraba plenamente vivo en la compañía de mi familia cercana, pero era precoz y a la vez sensible, vulnerable. Al ser la única persona de mi familia inmediata con pérdida de audición, empecé a hablar después que el promedio. Incluso ahora, solo hablo cuando considero que el silencio es insuficiente.

Mis padres me querían. Conocían mi silencio, mi desapego. El amor, para ellos, era verme de frente al hablar, no gritar ante mi sordera, y ayudarme con paciencia a comprender lo que no oía. Lo poco que escuchaba del mundo en mi infancia era ruidoso, constantemente agitado, y eso acababa con mi energía. Muchos días quería estar solo, pero no solitario.

Yo sí conocía la diferencia.

Encontrar el lenguaje y el sonido me costó trabajo porque no tenía una comunidad de personas con problemas de audición en Lagos. Podía prescindir del lenguaje de señas, pero seguía siendo alguien diferente en un mundo de oyentes con múltiples idiomas.

Mi madre, preocupada, me colmaba de amor. Todas las noches me abrazaba y me daba tantos besitos que me cansaba. Ella escuchaba de mí demasiado silencio y me rogaba que fuera menos retraído. Lo intenté, pero al acercarme a la adolescencia me invadió un creciente entumecimiento. Me encogía ante el afecto no solicitado. Escribía más de lo que hablaba, así que mis padres me dieron dos cuadernos para echar un vistazo a mi mente. Le escribía a cada uno de mis padres en cuadernos separados y les dejaba mensajes sinceros debajo de sus almohadas o en sus escritorios.

No me acuerdo del contenido de esos cuadernos, pero recuerdo que me sentía amado cada vez que me respondían, cuando me daban sus respuestas de la misma manera. Era una comunicación suave, mucho más amable que gritarme palabras o repetir las cosas. Aunque podía mantener conversaciones en un mundo sordo a la sordera, eran agotadoras, especialmente las llamadas telefónicas.

Les temo a las llamadas telefónicas. Me duele cada vez que le explico a un amigo que no soy pedante: las llamadas son estresantes. Cuando era joven, lo que me dolía no eran los aparatos auditivos o leer los labios, sino lo inconscientes e insensibles que eran mis amigos. Escribir, para mí, supuso una liberación.

Les escribía a mis padres y a las personas que quería, pero nunca de forma romántica. Cauteloso de no supeditarme a una etiqueta determinada —antes de conocer el espectro arromántico en mi adolescencia y, de manera más concreta, el demirromanticismo (la atracción romántica solo existe cuando hay un vínculo emocional preexistente)—, solo sabía que las expresiones románticas no me hacían ni cosquillas.

Cuando una chica colocó una carta de amor anónima bajo mi pupitre en la preparatoria, no me sentí querido. Fue una sorpresa, un chiste, no porque pensara que estaba demasiado alienado para ser amado, sino porque no podía creer que ella pudiera amarme si no nos conocíamos emocionalmente.

¿Qué se supone que debía hacer yo? ¿Actuar como si estuviera enamorado? ¿Disfrutar la novedad y luego aprender lecciones de vida cuando se acabara la relación? Las citas casuales no me gustaban a los 15 años. Después de sonreír y desear que la caligrafía fuera tan hermosa como el afecto que se expresaba en la carta, me pregunté qué hacer con ese mensaje.

“¿Quién escribió esto?”, grité, atrayendo a una pequeña multitud de compañeros que se rieron. Pronto, yo también me reí, inundado de algo que no podía nombrar. La hice bola y la tiré a la basura, sin creerme nada.

Años más tarde, en mi primer año de universidad, me pregunté por qué la chica había decidido escribir una carta anónima. ¿Alguien la retó? ¿Era tímida? ¿Escribió porque sabía que a mí me gustaba leer? ¿Creía que podía amarme como mi madre?

Su carta de amor no se comparaba con ninguna de las cartas de mi madre, pero jamás olvidé su nota. La tiré rápidamente a la basura, pero permaneció en mi mente. ¿Por qué me sentí tan indiferente? Tal vez descarté la sentida nota porque la consideré mal escrita o porque pensé que el juego de palabras “Ife mi” —que significa “mi amor”— daba por sentada la reciprocidad sin una intimidad preexistente, lo cual me pareció terrible. No podía ser su amado si yo nunca había estado enamorado de ella.

En la preparatoria, no me sentía presionado por salir con nadie. En cambio, yo era el amigo sensato al que los demás acudían tras una ruptura. Si hay algo que noté sobre la mecánica del enamoramiento en la preparatoria es la manera en que la gente recurría a los amigos íntimos cuando rompían con sus parejas. Las parejas adquirían un significado especial y una atención total cuando la relación prosperaba pero, cuando se rompía, la atención se desviaba hacia la amistad, el trabajo o incluso la espiritualidad.

Desde mi adolescencia, he buscado amistades sinceras más que románticas. Mis parientes mayores, tíos y tías, consideran que es una elección acertada, sobre todo los mojigatos que insisten en que aún hay tiempo. Todavía estoy en la universidad, pero para mí no se trata de madurez, sino de la suposición generalizada de que todo el mundo está mejor en una relación romántica y exclusiva.

No creo que la soltería deba llevar un estigma. En todo caso, el amor romántico debería estar más estigmatizado. Aunque enamorarse me parece optimista, sobre todo el amor a primera vista, lo considero una dicha inverosímil, una llama condenada a extinguirse. Aunque es bello y apasionado cuando está vivo, el amor escuece cuando se marchita, por lo que las relaciones románticas y los matrimonios son para mí, en el mejor de los casos, un vínculo congratulatorio, pero no un logro ni una garantía de plenitud.

La relación más satisfactoria a nivel emocional que he tenido fue con un mejor amigo. Todos mis secretos estaban en su corazón, y los suyos en el mío. Lo que tuvimos no fue un romance, no fue sexual. Era más cercano que un hermano y talentoso, precioso. En aquel entonces, me asustó la oleada de atención, el afecto persistente, el cobijo que nos brindábamos, la calidez que existía entre nosotros antes de que la distancia la robara. Sin embargo, sentíamos un cariño genuino el uno por el otro, y eso era amor.

Con él, no veía la necesidad de salir con nadie para conseguir más amor. No sería más que un capricho inconstante, una farsa que no estaría a la altura del vínculo que él y yo compartíamos. Cuando le conté lo de la escritora de la carta anónima, bromeó diciendo que pasarían años antes de que yo invitara a salir a una chica y que podría tantear el terreno intentando cortejarla.

Me reí. Lo que más me gustaba de mi amistad con él era la inocencia, la honestidad. En muchas de mis otras amistades con hombres, me sentía presionado a actuar menos vulnerable, y más rudo y distante. Con él, era libre, aunque a veces me abstenía de expresarlo, del mismo modo que lo hacía con mi madre. Una vez, fantaseé con darle besitos como lo hacía mi madre conmigo, pero no pude hacerlo. Rara vez lo llamaba mejor amigo, pero en mi corazón lo era. Un día le dije que “bajita la mano” lo extrañaba, y él cuestionó esa expresión de discreción.

“Mira, estoy feliz de tenerte en mi vida”, dijo. “Tan solo di que me extrañas”.

Después me volví más expresivo, pero seguía sin salir con nadie. No podía ser tan intenso y a la vez inocente como lo era con él. Podría ser más apasionado, pero habría una carga de expectativas.

Cuando la gente privilegia las relaciones amorosas por encima de las amistades elementales, el amor se llena de mayores expectativas y presiones. Tal vez por eso tiré la carta de la amante desconocida. No recuerdo su contenido, pero sí lo que sentí: repulsión por un afecto que yo jamás podría igualar.

Mi hermano mayor me considera extraño. Una vez me dijo en una videollamada: “Hermano, mírame. ¿A quién quieres?”.

“Te quiero a ti”, le respondí.

Se rio. “Somos hermanos. ¿De quién estás enamorado? Quiero decir...”.

“¡De nadie!”, exclamé, agotado por tanta expectativa.

Meses después, en otra videollamada, me preguntó lo mismo de otra manera, diciendo que pronto sería el momento de casarme, que no era demasiado joven para mirar hacia adelante, para mantener los ojos abiertos y reconocer a la mujer adecuada.

Yo pensaba: No, primero me encontraré a mí mismo, antes de que llegue otro amante desconocido. Pero no le dije eso. En su lugar, respondí: “¿De quién es el momento?”. Señalé mi reloj, apurando la conversación. Tenía prisa de irme. El amor podía esperar.