Por The New York Times | Christy DeGallerie

SER GAY NO ESTABA ENTRE LAS COSAS QUE MI MAMÁ JAMAIQUINA ESPERABA DE MI VIDA EN ESTADOS UNIDOS. ¿ENTONCES CÓMO LLEGARÍA A FLORECER?

El día que la deportaron, le dije a mi madre que era gay.

Quizá no fue el mejor momento, pero no hay un buen momento para decirle “¡Oye, soy gay!” a una mujer inmigrante temerosa de Dios y con las agallas de una auténtica neoyorquina.

Como la primera de mi familia que nació en Estados Unidos, solo tengo una historia oral del viaje de mis padres desde el Caribe a Estados Unidos, sus historias de vivir en sótanos, trabajar como lavaplatos, limpiar mansiones y cuidar niños del Upper East Side.

Después de un largo día, mis padres buscaban el restaurante jamaiquino más cercano para comer chivo al curry y escuchar una lengua familiar. Se sentían vivos cuando se veían reflejados en los demás, sobre todo en un país extranjero. Les daba esperanzas de que ellos también podrían hacer su vida en los grandiosos Estados Unidos de América.

Hubo muchas veces en las que quise salir del armario con mi madre. Cuando estábamos en nuestro sofá de segunda mano y empezaba a sonar en la tele la canción “I Don’t Want to Wait” de Paula Cole, y ella me preguntaba por qué mi personaje favorito de “Dawson’s Creek” era Joey, yo quería decirle: “Estoy enamorada de ella”. En lugar de eso, dije: “Tiene unas blusas de franela geniales”.

Pensé en decírselo cuando escribíamos cartas a mi padre, que acababa de ingresar en la cárcel por razones que mi madre quería mantener en secreto (desesperada por mantenernos “normales” a mí y a mis hermanos), y ella me preguntó si había algo de lo que quisiera ponerlo al día, pero no era como si pudiera escribir: “Oye, papá, espero que la cárcel no esté tan mal. Creo que quiero casarme con Tracy Chapman”.

O la vez que en mi recital de piano mi madre me preguntó por qué llevaba pantalones debajo del vestido rojo que me picaba y que me hacía sentir como si flotara sobre todos sus volantes.

Quería decírselo durante un invierno de enero, cuando tenía 12 años y me había atado a la barra de hierro de la entrada de nuestro edificio de Harlem para protestar contra mi madre que metía nuestras cosas en un taxi para trasladarnos a Westchester, donde una familia adinerada le había alquilado un departamento para que pudiera ser su niñera.

Mientras desataba la cuerda y me agarraba por los hombros, lloré, queriendo gritar: “¡Tengo novia!”.

“No llores”, me dijo. “Eres estadounidense”.

Oía eso a menudo, lo privilegiada que era por ser estadounidense. Mis compañeros de clase ni siquiera sabían que tenían tarjeta de seguridad social, pero mi madre había enmarcado la mía como si fuera una reliquia familiar. Su fe religiosa y su determinación de triunfar en Estados Unidos no dejaban lugar para el lesbianismo, la identidad de género, la sexualidad o cualquier “ismo” que pudiera frenar su plan para mí.

Una vez imaginé cómo sería la conversación.

Yo: “Hola mamá, soy gay. Como Ellen. Ya sabes, la de la tele. Su tipo de gay”.

Ella: “Ellen puede ser gay. Tú no puedes”.

Mi madre me quería mucho, pero como mujer negra indocumentada que ya se enfrentaba a tantos obstáculos, no quería que su hija marcara otra casilla de marginación. Así que me quedé en el armario, invitando a entrar a algunas personas a lo largo de los años, pero sin salir nunca. Y cuando sentía lástima de mí y quería llorar, ella se apresuraba a recordarme lo bien que lo pasaba.

Mi madre trabajó duro, contribuyó a la tierra de la libertad y tenía un plan para mi futuro, como tantos niños estadounidenses de padres inmigrantes. Los bebés ancla (uno de mis términos peyorativos favoritos que me he reapropiado) debemos solicitar plaza en las universidades de la Ivy League y elegir una carrera de una lista aprobada: médico, abogado, ingeniero, profesor, ¡incluso agente de inmigración! Cualquier cosa menos escritora queer.

Nunca tuve la oportunidad de decírselo porque nunca formó parte de nuestro plan. Pero cuando tuvo que confesar su condición de indocumentada a los agentes de inmigración, ese plan se vino abajo. Por primera vez en nuestras vidas estadounidenses, experimentamos el privilegio de un interludio. Normalmente, cualquier tragedia nos obligaba a movernos más deprisa, a apresurarnos más. Un respiro es algo que no podíamos permitirnos. Pero su deportación nos detuvo.

Primero desapareció y durante semanas ninguno de nosotros supo dónde estaba. Cuando por fin supimos que la habían detenido, puse manos a la obra, contacté a un abogado e intenté idear un plan.

Entonces recibí una llamada. Y mi madre y yo tuvimos que hablarnos como si fuera nuestro último día en la tierra, porque así se sintió. Solo tenía unos minutos para explicarle cómo íbamos a intentar mantenerla aquí, para recordarle nuestro ajetreo y, lo más importante, para decirle que nuestro amor podía sobrevivir a esto.

Entonces recordé lo más cerca que había estado de decirle a mi madre que era gay.

El cielo era de color melocotón y yo tenía un pequeño corte en la rodilla que me hice por pelearme con un chico que me llamó “lencha”. Y durante un verano neoyorquino, lo último que quieres es un abrazo pegajoso, pero necesitaba a mi madre. Quería que supiera las cosas que me decían. Quería que me dijera que no pasaría nada.

Vi salir del autobús a todas las caribeñas, una a una. Esperé ver su cara y tenía tanta alegría que salté a sus brazos y me dijo: “¡Hagamos un jardín!”.

Inspirada por los jardines que veía en los barrios ricos donde trabajaba, estaba segura de que algún día tendría el suyo. Ese sueño de ella me empujó de nuevo al armario.

La apreté fuerte, me limpié la cara y acepté.

En la escuela había estudiado jardinería, entonces conocía los pasos a seguir, sabía lo que hacía falta para alcanzar ese sueño. Quería que mi madre tuviera su jardín, y tenía miedo de arruinar los cimientos de las raíces que había plantado. Pensaba que decirle que era gay iba a ser una tormenta demasiado grande para que mi madre pudiera manejarla con todos los otros parterres que estaba cuidando, todos los sueños que había plantado en Estados Unidos y que seguían desesperados por recibir agua.

Paso 1: Hacer el arriate

Hay que preparar la tierra para plantar, hundiendo las manos en el suelo y tanteando dónde se quiere poner una planta sana.

Mi madre emigró a un nuevo país, se asimiló lo mejor que pudo y trabajó de manera ardua. Hizo sus parterres para sobrevivir, y al hacerlo se preparó para una nueva vida. Pero la cosa es así: las plantas solo crecen en tierra rica, y necesitas mucha luz que no se apague, luz que es difícil de encontrar cuando vives en la sombra.

Los pasos requerirían tiempo y dinero, pero me mantuve firme. Mi madre y yo somos neoyorquinas. Nos saltamos las normas. Podríamos saltarnos algunos de esos pasos y aun así hacer un jardín, ¿no?

Al teléfono con ella, oí una voz de fondo que le instaba a darse prisa.

“Me queda un minuto, Christy”, dijo.

Casi se me salía el corazón de la camiseta. Antes de que dejara esta tierra, necesitaba que supiera quién soy. Toda nuestra vida había consistido en guardar secretos, los secretos más importantes imaginables, y se nos daba bien. Pero eso pasa factura.

“Mamá, soy gay”, le dije. “Como Ellen”.

Pude oír su sonrisa. Ella es alguien cuya sonrisa hace ruido. Tal vez era una sonrisa de alivio, de no más secretos para ninguna de las dos.

Cuando por fin habló, su voz era temblorosa y suave: “Sé cuánto tiempo llevas queriendo decírmelo, y lo difícil que ha sido. De vuelta en la isla, empezaré por fin mi jardín y plantaré flores. Haré cientos de camas por la cantidad de veces que has querido decirme quién eres. Las regaré. Las aceptaré en todas las formas en que florezcan. Te amo, hija mía”.

Luego la línea se cortó.

Una semana después, me notificaron su paradero. Estaba de vuelta en su país.

Paso 2: Añade tus plantas

Cava un agujero, coloca tu planta, cúbrela con tierra y riégala generosamente. Ya han pasado cinco años en los que he estado formalmente fuera del armario, cinco años de llorar a pesar de ser estadounidense. Y cinco años de crecimiento que creía imposible.

Florezco en cada estación. Y doy gracias a mi madre todos los días por el Paso 1.