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Entrevistas

Fragilidad y fortaleza

Entrevista al escritor español Sergio del Molino

"El mundo del cáncer infantil me resultaba tan ficticio como la tierra de Nunca Jamás", afirma el escritor español Sergio del Molino autor de La hora violeta. En diálogo con Montevideo Portal el narrador se refirió al génesis de su libro, obra que intenta abordar desde la palabra un dolor inefable, un año de batalla contra el mal que acabó por cobrarse la vida de su pequeño hijo.

04.06.2014 11:47

Lectura: 10'

2014-06-04T11:47:00-03:00
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Por Gerardo Carrasco
  gcarrasco@m.uy

"A veces me veo obligado a inventar un poco cómo fue el proceso de escritura, porque para mi fue algo muy natural. Recuerdo que escribía cosas pero no había nada en esos escritos que prefigurara el libro futuro", refiere el periodista y narrador Sergio del Molino, quien días atrás visitó nuestro país para presentar su libro.

La historia es al comienzo tan feliz como podría serlo una postal. Sergio y Cristina regresan de un hermoso paseo por Italia, periplo disfrutado en compañía de su pequeño hijo Pablo. Una vez en casa, el niño comienza a tener fiebre y a sentirse incómodo. Con el paso de los días, lo que al principio parecía ser una vulgar y leve infección, se revela como una agresiva leucemia mieloide que sumergiría a la familia en un mundo de dolor inmensurable, de pequeñas batallas ganadas y grandes guerras perdidas, de frustración e impotencia.

"Yo escribo muchísimo, soy grafómano y todo lo canalizo mediante la literatura. Y eso nuevo que me estaba ocurriendo y que no sabía cómo manejar, pues también lo canalicé de ese modo", explica el autor, insistiendo en que en esos primeros textos escritos durante su temporada en el infierno no había intención -al menos evidente- de arribar un libro.

"Al fin y al cabo fue Cristina, mi mujer, quien se dio cuenta de que estaba escribiendo un libro, y quien meses después de la muerte de Pablo me forzó a sentarme a trabajar en él, a sacarlo. El libro se debe a ella, aunque lo haya escrito yo, porque el impulso para que lo escribiera y la aprobación final para que se publicara fueron cosa suya", relata Sergio recordando aquellos momentos " fue ella la que me entendió mejor de lo que yo me entendía, y supo darse cuenta de que mi forma de expresar todo eso era la literatura, y que tenía que hacerlo en serio".

Ninguno de los textos escritos durante la enfermedad del niño acabó en el libro, debido a que "eran muy poco depurados, poco apropiados, transmitían la emoción de un momento muy rabioso y de mucho rencor, muy lleno de bilis negra y con evidente fecha de caducidad", rememora el autor. Por ello fue necesario trabajar sobre ese material escrito en carne viva y depurarlo ya que "pretendía reconocerme en él con el paso del tiempo, y ya ha pasado más de un año y puedo volver a sus páginas y sentir que estoy, que lo que manifiesto ahí sigue teniendo plena validez. Eso sólo podía conseguirlo si renunciaba a transmitir la furia, a transmitir todo el rencor y frustración que sentía, y me concentraba en hacer un libro sobre el amor de un padre hacia su hijo, y de cómo ese amor se convierte en estupefacción e impotencia al ver que nada de lo que puedes hacer como padre funciona para salvarlo".

Decir dolor

Lejos del tópico que presenta a la literatura como un alivio, conjuro o desahogo, Sergio descree de las propiedades consolatorias de la escritura y no fue en busca de ese alivio que emprendió con la redacción de La hora violeta.

"No creo en el relato como terapia, ni tampoco en el psicoanálisis en ese sentido. El psicoanálisis funciona muy bien sobre los textos literarios pero no sobre las personas, y el símil que usa para 'curar', diciendo que la expresión de un dolor es un paso para sanarlo resulta absurdo porque en la medicina no funciona. Si en este mismo momento recibes un golpe muy fuerte, puedes gritar pero te va a doler igual, dejará de dolerte cuando tomes un analgésico, pero el hecho de que grites o no grites es indiferente".

Por ello, Sergio entiende que el escribir sobre el dolor "en ningún caso lo mitiga, pero sí que me ayuda -como podrían hacerlo los gritos- a acotarlo, a situarlo en un terreno donde lo puedo entender, y así traducirlo a un lenguaje que me resulte familiar, porque el lenguaje del dolor es absolutamente incomprensible, es algo que nos supera y nos desborda, y la literatura es mi única herramienta para abordarlo. Comprendo los mecanismos narrativos, sé cómo funcionan, y al traducir el dolor a ese lenguaje lo convierto en algo que puedo tocar, manejar, pero no por eso duele menos", sostiene.

"Creo que quien busca escribir con ánimo de consolarse se equivoca y mucho. Sucede lo contrario, ya que se vuelve una y otra vez sobre el mismo asunto. Si alguien quiere consolarse lo mejor que puede hacer es olvidarse del asunto que sea y no pensar en eso".

La enfermedad y sus metáforas

"El cáncer es omnipresente, había vivido ya casos cercanos, pero ninguno de un niño, y menos tan pequeño", cuenta el autor. "No es que se tratara de un universo que yo hubiera rehuido, sencillamente ni siquiera consideraba su existencia, me resultaba tan ficticio como el país de Nunca Jamás, una cosa en la que no me había parado a pensar hasta que me tocó de lleno", dice.

Uno de los puntos en el que el autor se detiene especialmente en las páginas de La hora azul es la diferencia sustancial entre el significado del cáncer en las personas mayores y en los niños.

El primero de ellos suele contemplarse desde una mirada "quizá de raíz más religiosa, y que supone que la enfermedad significa un castigo por vivir mal, y el cáncer es una dolencia que se presta mucho a esa visión porque en muchos casos tiene que ver con el envenenamiento. Así, si fumas mucho, bebes, o comes en exceso, o llevas una vida mala y pecaminosa, al final el cáncer te pasa factura y te hace pagar por tus pecados. Pero ese esquema se rompe con el cáncer infantil, porque el niño no ha tenido tiempo de fumar, ni de beber ni de trabajar en una mina de cobre. No hay manera de medirlo con esa vara que a algunos les resulta hasta consoladora", explica.

"También hay gente que lleva una vida sanísima e igual se enferma, y cuando le toca no lo puede entender. Lo mismo pasa con el cáncer infantil, esas visiones maniqueas no funcionan, y eso hace que todo resulte más complicado, pero también más sincero y humano. Te enfrentas al dolor sin metáforas, sin relatos preconcebidos, y eso te obliga a tener una mirada mucho más comprensiva, a intentar comprender mejor y no escudarte detrás de un puñado de tópicos y frases hechas que son las que solemos usar para defendernos de la monstruosidad de la enfermedad", indica.

La hora violeta

Otro de los aprendizajes que Sergio vivió durante la enfermedad del pequeño Pablo fue la comprobación de la grieta que se produce entre los directamente afectados y el prójimo. Por lo general, familiares y allegados intentan consolar lo inconsolable y llegar con su ayuda o consejo a un lugar al que no pueden ni aproximarse.

"Mucha gente con muy buena voluntad intenta forzar una felicidad o estado anímico que para el padre de un niño con cáncer es imposible de alcanzar. Es algo muy difícil de manejar, porque a menudo esa gente no sabe cómo expresar su buena intención, y acaba por hacerlo con la mayor torpeza. Está deseando ayudar pero no sabe cómo, porque para ayudar hay que saber acercarse a ese mundo". Esto sucede precisamente porque los padres de un niño con cáncer terminal viven dentro de esa hora violeta que, inspirada en unos versos de T.S Eliot, da nombre al libro.

"Estás en un sitio donde resultas semitransparente para el resto de las personas. Algunos te ven y otros no", recuerda el autor puntualizando que "la relación entre el mundo de los sanos y el de los enfermos es complicada" especialmente para estos últimos.

Palabras menos

El niño cuyos padres mueren, recibe el desolado título de huérfano. El adulto que pierde a su cónyuge ingresa en la viudez. Pero no hay palabra que defina al padre o la madre que han perdido un hijo, se diría que el lenguaje se resiste a nombrar esa condición que, aunque parece navegar contra el flujo de un supuesto orden natural de las cosas, desgraciadamente existe.

Poblar ese vacío de palabras es uno de los cometidos del libro de Sergio, intentando "poner nombre a territorios que no lo tienen, en parte porque la sociedad no quiere que lo tengan, porque lo que no nombras no existe". En el libro, sobre todo a la hora de mencionar los ambientes hospitalarios, se procura "sacar a luz un mundo que la sociedad se empeña en que no sea mostrado", porque si bien "hay gente que lo muestra, lo hace desde puntos de vista más bien edulcorados, y eso es lo que suelen reflejar los medios de comunicación. Yo trato de enfocarlo desde una mirada literaria, despojada de metáforas y sobrentendidos más o menos interesados. Mi interés por mostrar ese ambiente de hospital no tiene porqué ser el mismo que el que tienen los propios médicos o las personas involucradas en organizaciones de ayuda que quieren captar donaciones. Ellos aspiran a dar una imagen mucho más amable, cosmética, vendible y en función de eso eligen cuidadosamente su discurso. Yo estoy por fuera de eso y simplemente trato de contar lo que he visto".

Heroínas de la vida real

Las páginas de La hora violeta son también un homenaje al personal sanitario "que hace una labor muy ingrata y suele ser más blanco de ira que objeto de elogios, personas que sin duda merecen ese reconocimiento que la posteridad siempre les niega".

"Yo me he encontrado con auténticas heroínas -casi todas eran mujeres- gente con una abnegación que no he visto en otro campo, y una entrega profesional que va mucho más allá de lo que sus tareas exigen", pondera el escritor, en donde su opinión al trabajo resulta especialmente encomiable ya que "no sólo trabajan en una situación bastante precaria, sino que están bajo una presión emocional altísima durante años y años. Para lograr eso hace falta ser una criatura excepcional. Yo no sería capaz de tener esa fortaleza", admite.

Acerca del mañana

Hoy en día Sergio y Cristina se encuentran abocados al cuidado de Daniel, su segundo hijo. Nacido poco después del fallecimiento de Pablo, tiene ya casi dos años de edad. A pesar de su ausencia Pablo continúa siendo parte de la vida de la familia y uno de los deseos de Sergio es que Daniel no perciba como una suerte de fantasma a ese hermano que no pudo conocer.

"Pablo ocupa un lugar central en mi vida, como siempre lo ha hecho. Me acompaña mucho, pero la vida evidentemente continúa, y hemos sido capaces de seguir en la vida y adaptar nuestra rareza, nuestra tristeza, nuestra forma extraña de sentir y de ver el mundo, a ese otro mundo en que nos ha tocado vivir y que no está hecho para nosotros, en eso Daniel nos ayuda muchísimo, aunque sea pequeñito y todavía no lo sepa. Nos ayuda a mantenernos centrados en el mundo", expresa.

Conseguí el libro en Nosgustaleer

Por Gerardo Carrasco
  gcarrasco@m.uy