Por The New York Times | Rhonda Garelick
El magnate australiano de los medios y propietario de Fox News, Rupert Murdoch, de 92 años (quien hace poco se divorció de su cuarta esposa, la supermodelo Jerry Hall), anunció su compromiso con Ann Lesley Smith, de 66 años, entre cuyas profesiones se incluyen consejera espiritual de la policía, modelo y cantautora.
Aun cuando admite que se “enamoró”, como se lo dijo a The New York Post, ¿por qué volver a casarse, sobre todo al considerar todas las complicaciones legales y financieras que, con certeza, hay en una unión en la cual una de las partes es un multimillonario nonagenario?
Una explicación suspicaz sería que una historia de amor le ofrece un distractor ideal a Murdoch, ya que con esto podría desviar la atención de los medios de la demanda por difamación por 1600 millones de dólares que Dominion Voting Systems presentó contra su empresa, Fox News, la cual podría llegar a juicio el mes entrante.
Pero tal vez exista otra razón por la que Murdoch se molestaría en volver a casarse en esta etapa de la vida: porque puede hacerlo.
Casarse es uno de los grandes anuncios de la vida. Conlleva una sensación de aventura y posibilidades. Cada matrimonio es una frontera que divide nuestra vida entre un antes y un después. Y esa confección de un nuevo “después”, sin importar la edad de los participantes, impregna a todas las bodas con un resplandor de juventud.
El mismo Murdoch lo reconoció al comentarle a The New York Post (del cual es propietario): “Los dos tenemos muchas ganas de pasar la segunda parte de nuestras vidas juntos”. Aunque es un comentario irónico, e incluso divertido, sus palabras albergan ese sentido de futuridad, de una vida por delante que un nuevo matrimonio conjura.
Todos tenemos derecho a buscar ese tipo de alegrías, pero el terreno de juego casi nunca es parejo. A los 92 años, convertirse en un recién casado, después de haber encontrado una pareja muy exitosa 26 años más joven, seguramente se considera uno de los privilegios menos frecuentes del mundo, para el cual, por supuesto, que ayuda ser multimillonario y, sobre todo, ser hombre.
Enfrentémoslo: pocas mujeres que llegan a la edad de noventa y tantos años esperarían encontrar un pretendiente, y menos uno tan joven que podría ser su hijo. Las mujeres de la tercera edad no circulan con facilidad en el mercado de las citas y el matrimonio. (Un ejercicio mental rápido: solo inviertan las edades y los géneros de estas parejas y piensen en su plausibilidad: Dianne Feinstein, de 89 años, con Andy García, de 66; la difunta reina Isabel, de 96 años cuando falleció, con Tom Hanks, de 66).
Los seres humanos, sobre todo los mayores de 50 años, aspiran ser inmortales, pero nuestra cultura incentiva a los hombres y a las mujeres a hacerlo de diferentes maneras. Es frecuente que a las mujeres se les aliente a usar métodos para disimular la edad, como rellenar y perfilar las facciones y reafirmar y tonificar el cuerpo con el fin de ser por siempre lo más parecidas posible a una mujer de 38 años perennes. Esto sucede sobre todo con las mujeres que tienen una vida pública, como las que aparecen en televisión, en películas o en los noticieros, y las mujeres que se casan con multimillonarios.
Con demasiada frecuencia, seguir siendo una mujer públicamente aceptable en la segunda mitad de la vida implica —paradójicamente— hacer el máximo esfuerzo para parecer que sigue estando en la primera mitad de la vida. Es decir que para ser visible como mujer se necesita hacer que la edad sea invisible. Es una imposición conflictiva, por no decir enloquecedora, para obedecer.
Con su piel suave, su cabello castaño suelto y su resplandeciente sonrisa, Smith se ve bastante más joven de lo que es. En algunas fotografías recientes, se le puede ver bronceada y en buena condición física, con un bikini amarillo relajándose en la playa y retozando en las olas junto a Murdoch ataviado en un traje de baño.
Los signos físicos de la edad, incluso los de una edad muy avanzada, no representan un gran estigma para los hombres. Más bien, los hombres como Murdoch evitan la vejez —y se permiten hablar (aunque sea en broma) de entrar a la “segunda mitad” de su vida a los 92 años— enfocándose en lo que los rodea, apoyándose en otras personas y haciéndose acompañar de gente más joven (y “que disimulan la edad”) que los motive y los llene de energía.
Esta semana, justo cuando aparecieron esas fotografías de Murdoch y Smith, una exempleada de Fox entabló una demanda contra la empresa en el distrito sur de Nueva York. En su demanda, Abby Grossberg, una promotora del programa “Tucker Carlson Tonight” sostiene que fue “objeto de abominables estereotipos sexistas”, que “la explotaron e infravaloraron” y que “le negaron la oportunidad de ascender” por ser mujer.
Según Grossberg, el sexismo al que se enfrentó estaba acompañado de la discriminación por la edad. Afirma, por ejemplo, que un compañero de la tercera edad calificó de “menopáusica” e “histérica” a la presentadora de Fox, Maria Bartiromo, de 55 años. También señaló que las paredes de la oficina de Carlson estaban tapizadas con “imágenes enormes de la entonces presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, con un traje de baño que dejaba ver su escote”.
Exhibir esas fotografías de Pelosi, quien tiene más de 80 años, tenía el propósito de despojarla de su poder, de menospreciar y empequeñecer a una de las mujeres más poderosas del mundo. Por otra parte, se supone que las fotografías de prensa de Murdoch (mucho más viejo) en traje de baño, con su novia al lado, hacen lo contrario: llaman la atención hacia su poder y virilidad, hacia su capacidad de volver a conquistar a otra esposa mucho más joven.
¿Qué efecto tiene dicha dicotomía sobre todos nosotros? ¿Cómo nos afecta la continua transmisión de mensajes de los medios que aplauden el poder y la vitalidad de los hombres a lo largo de su vida —al diablo con las arrugas, la calvicie y la flacidez— mientras que impulsan a las mujeres a borrar o disfrazar hasta el último signo posible de la edad con el fin de permanecer en la esfera pública?
La vanidad es una parte natural de la condición humana y no es un delito moral verse lo mejor posible, sin importar cómo lo logremos. Pero la edad nos alcanza a todos y, a fin de cuentas, ¿no es acaso este borrado implícito de las “segundas mitades” que hacen las mujeres una manera de mentir, una sutil presión para que las mujeres mismas mientan? ¿Para que ellas mismas se pisoteen? ¿Para atormentarse por su edad?
¿Y acaso es posible que una cultura acostumbrada a esa constante negación de la edad y la mortalidad en las mujeres se habitúe también a aceptar otros modos comunes de simulación: ¿falsedades más generalizadas, con pocas consecuencias, acerca de quienes detentan el poder y quienes no lo tienen? ¿Qué cambios podrían producirse si les otorgáramos a todas las mujeres una segunda mitad totalmente visible y en la que pudieran transitar con total libertad?
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