Por Manuel Serra
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Fotos: Javier Noceti | @javier.noceti
Desde finales del siglo XIX, cuando el filósofo alemán Friedich Nietszche dijo su famosa frase “Dios ha muerto”, no han cesado de augurar, un día sí y otro también, la desaparición del altísimo, el todopoderoso, o como queramos llamarle. Quizá el único augurio de fallecimiento que le ha tenido paragón, o que incluso lo ha superado, ha sido el del rock and roll.
Desde hace décadas, políticos, periodistas y hasta músicos no paran de vaticinar la defunción de este género musical, que ha demostrado que es mucho más fuerte de lo que parece. Y que no se deja amedrentar por los críticos de turno. Ha soportado el surgimiento de las boy band, del hip hop o la explosión masiva de los productores del pop. Si venimos a la penillanura semiondulada donde vivimos, ni la explosión del pop latino ni la Karike con K pudieron borrarlo del mapa. Tampoco parece ser que el embate actual del trap vaya a lograr doblegar la voluntad de hacer explotar de sonido una Telecaster.
Pero, para ello, se han necesitado personas que, como dice la metáfora, le pongan el pecho a las balas para aguantar el mostrador en los momentos donde todo parece indicar que se está contra viento y marea. De todo el globo, puede ser que los primeros que se nos vengan a la mente sean The Rolling Stones o Neil Young, con más de cincuenta años arriba de los escenarios. También AC/DC. Y, en nuestro país, guardando las distancias, también hay algunos personajes que han dejado su granito de arena para que la llama del rock and roll siga viva.
Uno de estos tipejos que no se deja meter la pechera cuando quieren sacarle su lugar al rock and roll es Federico Pereda. Más conocido en la escena, como Dinamita. Un apodo que dice mucho, pero que preferimos no indagar en la causa del mismo para que el misterio no se devele y siga flotando en el aire.
Foto: Montevideo Portal | Javier Noceti
Cuando tenía doce o catorce, no recuerda la fecha con exactitud, un amigo le empezó a pasar “data” sobre el rock and roll: canciones, letras, discos. Y ahí fue cuando se dio cuenta que se quería dedicar a eso. Que quería estar vinculado, quería hacerlo su vida. Los primeros discos que recuerda son Rock and roll circus de The Rolling Stones y Are You Experienced de Jimi Hendrix. A partir de ahí, comenzaría un trabajo de arqueología musical que lo llevaría a conocer todo el espectro de eso que llamaban rock. Pero había tomado una decisión: a él le gustaba lo clásico, se iba a dedicar a eso.
Y así, de a poco, fue cómo se fue erigiendo a sí mismo cómo un guardián de ese rock de los sesenta o setenta, que ya tiene más de medio siglo en la carretera. Pero que no deja de estar vigente en su sonido, pero también en su actitud. Y “actitud” es una palabra que Dinamita remarca enfáticamente: además del sonido, el rock and roll es una forma de vivir, una forma de encarar al mundo tanto cuando te levantás en las mañanas como cuando te vas a dormir. Es una posición frente al mundo omnipresente. No se puede ser rockero part-time. Se es o se no es.
En ese trillo comenzado de adolescente fue avanzando llegando a tocar con ídolos que jamás habría pensado que lo haría, tanto de nuestro país como afuera. Se sacó las ganas de tocar con Juanse, Charly García, Pity Álvarez, el Zorrito von Quintiero, por nombrar apenas algunos, del otro lado del río. Y acá también tocó con todos: con Rada, los Fattoruso, Esteban Hirshfield, de Los Mockers, o Daniel Bertolone, de Días de Blues. Y la lista es infinita.
Con el tiempo, también traspasó fronteras hasta llegar al lugar que vio nacer el rock and roll. En Estados Unidos, tocó con mil bandas, que lo aceptaron a pesar de ser un “whitey” uruguayo, y pisó lugares sagrados para la mitología del género como Nueva York, Chicago o Nashville. Si bien se jacta de que en un bar neoyorquino lo llamaban siempre, porque “cuando tocás vos, vendemos mucho más alcohol”, en las propias palabras del encargado del lugar, la verdadera certificación llegó en The House of Blues.
En ese recinto mítico de Chicago compartió escenario con Jimy Johnson – guitarrista de Albert King, Otis Rush o Eddie Clearwater, entre otras leyendas del blues –, y no solo no desentonó, aunque confesó que le sudaba toda su humanidad de los nervios, sino que el bluesman le dio el OK y, cuando fue a bajarse del escenario, no lo dejó y lo obligó a que se quedara a tocar otra más. ¿Cómo negarse ante semejante pedido?
Y todo esto ya serían credenciales más que suficientes para estar certificado como un soldado de la estirpe del rock and roll, pero en 2016 las vueltas de la vida lo llevarían a una nueva – y quizá hasta más apoteósica aún – confirmación. Estuvo en la íntima reunión que se dio en la casa de “Lobo” Núñez cuando Mick Jagger llegó de invitado a conocer de nuestra música y sentir el poder del candombe.
En esa ocasión, no solo tuvo la oportunidad de ver el legendario líder de los Stones “tomando agua de canilla en un vaso de Requesón”, sino que haría de traductor entre el cantante y el dueño de casa. Y cuando no se aguantó más y le dijo “What an honour” al ídolo británico; este, como buen lord inglés, le respondió: “The honour is mine, darling”. Nada que agregar.
Hoy en día, y desde 2015, vive en su propia sala de ensayo y estudio, una casa que define como una “cueva de los sesenta”, y en la que perfectamente tenés que saltar una batería para poder llegar a sentarte en un sillón. O esquivar un bajo para poder entrar al baño. Hasta sería posible, usando un poco de imaginación y humor, pensar que usa un amplificador de almohada para dormir por las noches. Esa es su visión: si va a luchar por el rock and roll, tiene que vivirlo 24/7.
Antes de su show en La Trastienda de este sábado 9 de octubre, junto a su banda The Swing Factory, desde Montevideo Portal visitamos esta rocambolesca residencia. Y lo que iba a ser de 45 minutos terminó siendo una charla de casi más de tres horas. Con cortes en el medio para probar los instrumentos, ver las paredes, bucear entre los pósteres, observar los recortes de diarios. En otras palabras, para sentir el rock and roll. Esto es parte de lo que hablamos en una tertulia que seguro continuará.
***
No puedo evitar preguntarte por este lugar donde estamos, ¿es una suerte de santuario a la música de los 70 y el rock and roll?
Sí, sin dudas. Me pasó cuando vino Esteban (Hirshfield), el tecladista de Los Mockers, que, en su momento, por así decirlo, fue la mejor banda de ritmin’ and blues del Río de la Plata y del mundo quizá. Porque cuando los Rolling Stones sacaron “Satisfaction”, ellos fueron a Buenos Aires y fueron a un estudio re grosso, con un ingeniero alemán que les tocó por pura suerte y los grabó. Entonces, las grabaciones de Los Mockers de la época suenan al más alto estándar del rock and roll. Y estos tipos, Jorge (Fernández) y Esteban, vinieron acá a tocar una vez que nos presentamos con ellos en Bluzz. Y el loco me dijo “Tío, esto parece una cueva de los sesenta”. Y le digo: “¡Es!”. Es el canuto donde nace todo. Y bueno, no es una sala abierta al público. Sí hay proyectos amigos donde precisan un point para ensayar, siempre está abierto a los cercanos. Pero no es una sala de ensayo. Es, como vos decís, un santuario.
Me imagino también que, más allá de lugar para tocar, debe ser un refugio para vos. Como un lugar tuyo.
Y sí, es un refugio. Que llevó sus años. También es una visión, que nació en mi cabeza hace años, cuando fuimos y armamos en el living. Y yo sentí esa cosa, como dicen en inglés, cosy, que es algo hogareño o que te abraza. No es como una sala de ensayos donde siempre hay humedad, que no es tu amplificador o que hay olor. Acá por lo menos hay olor a lo mío. Con los años fui desarrollando el primer lugar, que era chiquito, en un cuartito de servicio, también con piso de madera. Y después desde que me mude acá, que fue en 2015, se fue transformando a un lugar donde se van desarrollando varios proyectos.
Pero, aparte si vos vivís acá, en cierto sentido, no hay nada que representa más a uno que se propia casa. Y en este caso, marca tu compromiso con la música y el rock and roll.
Sin dudas. Ya lo hemos hablado muchos con muchos amigos que son antenas o faros, los que siempre estamos midiendo lo que pasa con el arte. Y sí, yo vivo en una sala. Con el Fender del 68 al lado y el bajo en la esquina. Y con parlantes y violas. Y creo que hoy en día donde está todo plastificado y viene un pibe y tira “tengo un flow y voy a hacer un tema”. Y viene otro y arman el tema en media hora. Esto, en cambio, es una especie de artesanía. Como dicen en inglés, handmanship. Cómo vos vas tallando ese sonido, la manera de hacer las cosas, esa visión. Y, por ende, las canciones que salen de ahí.
Eso que decís, y sumado a lo de la cueva, me remite un poco también a los tipos de consumo de hoy y no puedo evitar pensar en los vinilos, que, en cierto sentido, son una forma de escucha de antes que hoy en día te retrotrae a esos tiempos pasados y bajar un poco la pelota al piso.
Vos decís una cosa que a mí me interesa, que es una palabra “consumo”. Vos podés consumir a un artista sin gastar en él. Sin comprar el disco, sin comprar la remera. Podés consumir parte del discurso o del rollo. Decir “me cabe esta onda”. Pero también viene de la parte del comportamiento del consumo: cómo y cuánto decidís gastar en el entretenimiento. Y hoy por hoy, con Spotify y todo eso, una reproducción o un seguidor más o menos, no necesariamente te garantiza que eso se consolide en que te vayan a comprar el ticket o la pilcha. O voy a ir al show y me voy a chupar hasta el agua de los floreros. Y eso es una ida y vuelta que permite la monetización del proyecto. Un manager en New York, del Skinny Dennis, un bar de raíces en Williamsburg en el que toqué bastante en el 2014 y el 2019, me decía: “Cuando tocás vos, vendemos mucho más alcohol. Queremos que sigas viniendo”. Entonces, eso cómo lo medís, en emoción. Capaz el tipo está emocionado porque sonó fuerte y se gastó todo lo que tenía. Entonces, si bien esas cosas no se miden con los objetivos del arte, sí hace sustentable un proyecto artístico. Y eso viene de la palabra que vos decís: el consumo.
¿Pensás que el rock ya dio todo lo que tenía para dar? ¿O estás del lado del viejo Neil Young que dice que “rock and roll will never die”?
Estoy en el medio. Tampoco creo en el idilio, no va a volver a pasar Woodstock 1969. Lo que puede pasar son pequeños revivals. Y también creo que cambió el público. O sea, ese público puede seguir consumiendo música, pero siendo más grande. Capaz hoy tenés un rockero de 55 años que escucha Pink Floyd, Frank Zappa y los Doors, lo ves caminando y puede ser el presidente de una empresa. Y si lo ves de afuera, quizá no decís que es público de rock.
Como antes las tribus urbanas estaban muy marcadas. Estaban los punks, los metaleros, los new romantics… y hoy está todo mezclado. Creo que hay un término que lo define, y volvemos al inglés, gentrification, que es cuando todo va tomando una identidad global. De repente, una persona que tiene veinte años hoy accede a una fiesta de electrónica por YouTube, como a un disco de los Doors o a un festival de Jazz. Y le gusta o no le gusta. Ya no es más que si sos del jazz, todo lo demás es una bosta. Está mezclado todo hoy, y creo que hay tratar de tomar las mejores puntas de cada estilo y poder fusionar lo que es el rock. Que, para mí, es una actitud o una manera de vida.
También está esa onda de que los rockeros eran los más locos del mundo… Axel Rose pegándole a todo el mundo, el otro prendiendo fuego la viola y Keith Richards partiéndole una a un loco que se sube al escenario. Todo eso pasó, marcó la identidad, pero está. Hay que tomar el contexto de cuando el rock era contestario. Hoy, más que nada, el rock es un estilo de entender lo va pasando. Y es un estilo que está decidido en lo que le gusta. Hoy vivimos un momento en el que reina la indecisión. Nadie se compromete con nada.
Quiero retomar un concepto que vos dijiste. Hablabas de que quizá un rockero es el dueño de una empresa, que lo ves y capaz está vestido de traje y corbata, pero llega a la casa y va y se pone unos vinilos. Lo que me surge preguntarte partiendo de ahí es, ¿cuán importante pensás que es la estética para un músico de rock?
Y sí, es importante. Tanto en la estética de sonido y también en la estética de la pilcha. Y es parte de mí eso, tampoco es que estoy todo el día vestido por la calle así. Pero yo vivo así. Obviamente, te podés producir más para un show. Aparte soy muy fanático de las pilchas y tengo años de recorrerme las casas más canutas a ver si encontrás una chimichanga buena. Y si sale cincuentas pesos mejor (se ríe).
Entonces sí, es muy importante la estética. Por lo menos, como lo vivís vos.
Es importante. Tanto la estética visual como la estética de sonido. También como la de la filosofía. O sea, lo que vos marcás. A ver, “estoy en contra de todos lo que hacen alguna cosa que no sea rock”. No, al revés…
Es que eso sería totalmente anacrónico.
Sí, y no lo siento así tampoco. De la misma forma, que tampoco creo que las nuevas tendencias tengan que desplazar todo lo que había antes. Como si no existiera todo lo hubo antes todo todo lo que hubo antes que el trap, por ejemplo. Ese discurso, me parece totalmente estúpido. Como diciendo: “El rock está muerto”. Los Rolling Stones están vendiendo cincuenta mil tickets por show y yo fui a festivales con muchos miles de personas y bandas al palo, que no tienen ni idea quien es L-Gante, el Peke o Maluma.
Siguiendo con la actualidad del rock and roll, ¿cómo decís que impacta la muerte de Charlie Watts? Si bien ya se han muerto grandes iconos, los Rolling, en cierto sentido, encarnaban esa promesa de la juventud eterna. Entonces, es como una suerte de la pérdida de la inocencia. Al final la juventud no era eterna.
Totalmente. Pero creo también que hay que pensar en Charlie, que murió con ochenta pinos, y estuvo sesenta arriba de los escenarios. Yo lo vi en el 2019 y le pegaba más fuerte que mi batero que tiene treinta y cinco (se ríe). Lo vi también en el 2016 cuando tocó en el Centenario y en 2019 en New Jersey, y no sabés cómo cagaba a palos la batería. Entonces, a mí me da orgullo que se muera así. Deja el honor del rock and roll en alto. El loco vivió como un lord y se murió tranquilo, sin dejar de cagar a palos a la bata. Eso me deja el sabor de que se puede llegar a viejo siendo digno, en vez de ser un decrépito exmúsico. O sea, podés llegar con toda y morirte con las botas puestas. Eso es como a mí me gustaría morirme.
Acá otro que tiene las botas puestas es (Rúben) Rada. Que le sigue metiendo, no se queja y no para de tocar. Todo eso es una motivación para salir adelante más allá de las modas.
Intencionalmente o no, te erigiste en una suerte de guardián del rock clásico. ¿Cómo surgió eso? ¿Y cómo es llevar a cabo esa tarea en Uruguay?
Y es algo difícil. En Uruguay, para mí, hay dos problemas. O realidades, más que problemas. Me parece que el público uruguayo de por sí no es un público que consuma fervientemente el arte nacional. Menos el rock. En su momento pasó con bandas como Psiglo, Tótem o Días de Blues, que eran más consumidas. Eran la escala de La Vela o No Te Va Gustar hoy. Tenían su propia sala de ensayo, su oficina, llenaban los Solís uno atrás del otro. En esa época la gente era más dada, había una tribu.
¿Y esa tribu hoy está?
No, no creo que haya una tribu marcada. Lo que sí hay es gente dispersa que quiere poder consumir puntualmente un disco, un show o una canción. Que te puede prestar un momento de atención. Pero, en su momento, era, por ejemplo, la época del hardcore. Y llegaba el fin de semana e iban todos para ahí. Hacían el show autogestionado, todo el mundo iba con la bicicleta, una riñonera, agitaban el pogo y se iban. Eran una tribu urbana, y, hoy por hoy, creo que está bastante despersonalizado eso. Casi no hay tribus urbanas.
Por eso, volviendo a lo que me decís, yo me autoelijo presidente de mi propia tribu. Es lo que me mueve. Porque lo elijo no como una estética, yo lo vivo así. Pongo un disco de ZZ Top, de Deep Purple, de Jimi Hendrix, de los Rolling, de los Doors, de Lou Reed y eso es lo que a mí me pega. Es lo que me mueve las fibras. Porque, al fin y al cabo, es eso: lo que te emociona.
¿Te acordás cuál fue el primer disco o canción que escuchaste y te diste cuenta que esto era lo tuyo?
Y son muchos. Pero, por decir uno, se me viene a la cabeza el Rock and roll circus de los Rolling. Después también Hendrix con su primer disco, Are you Experienced, que tiene “Hey Joe” y “Foxy Lady”. Después también Cream. Y todo fue desarrollando en una investigación de las raíces del rock que acá no había llegado.
Antes me imagino también que era mucho más difícil hacer ese trabajo de arqueología…
Y sí, antes te grababas el tema en un cassette. Y a veces agarrabas medio tema (se ríe). Después apareció el internet y las descargas, y me empecé a bajar cosas. Pero también fue la explosión del movimiento rollinga en Argentina. A mí el Pity, por ejemplo, me pegó y lo seguí. Y después tuve la suerte de terminar tocando con él.
Y toda esa movida, no netamente rollinga por lo barrial, sino que acá no había un representante de eso, ¿viste? Sí, hubo músicos que les gustó. Volvemos a Los Mockers, o también hubo otras bandas que tuvieron un saborcito a eso. Y bueno, a mí eso siempre me llamó. Y terminé tocando con Juanse, de los Ratones Paranoicos, y con todos los que eran referentes de un montón de información que acá estaba medio denostado. Esa onda más sexual, más divertida, más desfachatada, siempre generó incomodidad en Uruguay.
Eso lo relacionás con una sociedad gris, por momentos recatada…
Sí, claro, ¡por supuesto! Por supuesto que tenemos mentalidad de aldea y de crítica. Del tipo: “¡mirá a este peludo, que se pone ese saco de no se qué!”. Nunca me importó, pero, hoy por hoy, menos. Al revés, me divierte generar una incomodidad; sacar de la zona de confort a ese que viene y te grita “¡cortate el pelo!”. Estamos en 2021, se supone no debería haber problemas. Pero bueno, yo entiendo que, de repente, pueda generarle algo a alguien. Y a mí me gusta. Es un llamador.
Pero, por momentos, ¿considerás que esta “mentalidad de aldea” te costó?
No, a mí me gusta romperla. Me gusta pegarle con el martillo. A veces es ofrecerle a la gente un sabor de algo que no probó nunca. Es un sonido al que quizá no está acostumbrado. Porque está acostumbrado a que lo bombardeen con mil otras cosas. Pero tampoco quiere decir que para todo el mundo vaya a ser así. La misión un poco es intentar ir despertando a la gente en escuchar una canción de rock nacional.
¿Y qué es el rock para vos? Si bien viene un concepto sobrevolando toda la charla, ¿cómo lo definirías?
Y, para arrancar, son dos cosas. Dos géneros. El rock and roll no es lo mismo que el rock. O sea, el rock and roll tiene que tener el baile, el rock y el roll. La cinturita. Lo que te decía: lo sexual, lo desfachatado, lo divertido, el baile del rollinga. Elvis Presley o Chuck Berry tienen un ritmo bien definido así, que es la verdadera esencia del rock and roll. Y las otras canciones de rock exclusivamente, no tienen necesariamente eso anterior. Tendrán una batería, una guitarra eléctrica, un bajo. Pero no es lo mismo.
Y parte de lo que uno busca es devolverle la sexualidad al rock, el encuentro. O una emoción muy fuerte, que te mueva. Que sea innegable. Pero también entiendo que el público de hoy está para una cosa menos comprometida. Y es válido.
Estas cosas que decís no pueden evitar retrotraerme a la música de antes. Supongo que también que a quienes lo vivieron les debe generar nostalgia…
Sí, muchas veces viene gente del público grande, me dice “cuando te veo tocar me hace acordar a treinta años atrás”. Y, en cierto sentido, me vienen a ver, compran la entrada, para que los haga sentir cuando tenían veinte años. Capaz nosotros vamos a envejecer de otra manera, pero el que era viejo cuando tenía veinticinco años porque se casó, enseguida tuvo los hijos… se perdió. Porque no había internet, o formas de conectar. Y, de repente, se cortó el pelo, dejó la campera, se puso a trabajar en una empresa y no se encontró más con los del bar o los de los toques por veinte años. Y quedaron desterrados del mundo del rock. Y ahora pueden volver a conectar.
Cóntame de la vez que te juntaste con Mick Jagger cuando vinieron a Montevideo. ¿Cómo fue esa experiencia? ¿Y qué significó?
Fue una confirmación. Así como en la religión, van algunos y se confirman, lo mío fue una confirmación de que si me tocó conocerlo así tan errado no estaba. O sea, conocer al tipo, en una situación íntima, donde no estaba en ningún tipo de personaje: habló, se sacó la foto con todo el mundo, firmó todos los tambores, se sentó a escuchar lo que hacíamos.
Me tocó también hacerle de traductor cuando se puso a hablar con el “Lobo” Núñez, que también es mi amigo y le agradezco todo lo que él me brindó. Porque legalizó que la música no es rock o no-rock: estás adentro del ritmo, de la onda, o estás afuera. Después de tocar tantos años rock and roll, lo que me hizo mejor músico fue aprender a tocar con ritmos afro.
Y de repente me tocó estar ahí, con el “Lobo”. Con los tambores, el aserrín, el poster de Mohamed Alí, el olor a pegamento. Y Jagger le quería hablar y tuve la suerte de hacerle de comunicador. De repente, traducía. Y fue una situación que no podés creer, que decís “¡la puta madre! ¡qué mierda está pasando!”.
Vi a Jagger tomar agua con vaso de Requesón (se ríe). ¡Ahí está todo dicho! Respetó, saludó, escuchó la música. Y certificó que lo que tenemos acá es válido a nivel mundial.
Tenés una relación ya de muchos años y muy prolífica con el “Zorrito Von” Quintiero. ¿Cómo fue que se dio? ¿Y qué te ha dejado?
El encuentro con Zorrito fue fortuito. Por así decirlo. Se dio hace muchos años en “El Viejo Jack” cuando yo tenía diecisiete años, que toqué con él, y con Juanse también. Con los años lo reencontré en las temporadas de verano, lo empecé a invitar a que vinieran a tocar con nosotros y se copó. Entonces se empezó a dar una suerte de dúo de producción para en nuestros toques revivir esta onda tocando covers en el verano.
Y el Zorrito, la verdad, me ha conectado con todo el mundo y me ha enseñado un montón de cosas. De los medios, de la música, de la estructura a nivel del negocio, la difusión. Como también elevar la vara de uno y cómo vivir mejor, sonar mejor, comer mejor. También cómo vestir mejor. Lo que la gente ve de afuera.
Aparte de una neta conexión musical. Por lo música que nos gusta, por lo estético, por el sonido. Y, sin dudas, que me abrió muchas puertas. Por ejemplo, trajo a Bernard Fowler (corista de The Rollings Stones) y a Charly García a que toquen con nosotros en “Medio y Medio”. Y me ha presentado a mucha gente del show business.
Yo le aposté a él a conectarlo también con toda la pata uruguaya. Y mano a mano, hemos hecho un montón de cosas positivas, divertidas y también se ha elevado la vara del trabajo.
Ya para terminar, ¿qué tenemos que esperar para el show del 9 de octubre en La Trastienda?
Sin duda, que va a ser un show que reivindica al rock and roll en vivo. Que reivindica el formato canción. A fin de cuentas, reivindica este estilo de vida que están viendo acá. Y que reivindica también a la banda. Gracias a internet podemos sonar en otros países, pero me parece importante reivindicar el poder de la música en vivo.
Por Manuel Serra
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