Contenido creado por Sin autor
Tiempo libre

Por The New York Times

Amándolo más cuando sale por la puerta

Un recordatorio diario de la muerte puede ser más un regalo que una carga.

06.02.2022 10:01

Lectura: 8'

2022-02-06T10:01:00-03:00
Compartir en

Por The New York Times | Carol Dunbar

Seis semanas después de casarnos, mi marido recibió una llamada de su madre y nos fuimos corriendo al hospital. Su tía Lona se encontraba en la unidad de cuidados intensivos después de que un fuerte dolor de cabeza durante el desayuno resultara ser un aneurisma cerebral, y los médicos ya no podían hacer nada más.

Diez familiares se reunieron alrededor de la cama de Lona. El capellán le preguntó a la hija de Lona, de 17 años, si había algo que quisiera hacer por su madre antes de que desconectaran la máquina.

“Quiero pintarle las uñas de los pies”, respondió.

Todos acudieron al llamado y un frasco de esmalte rosa se materializó.

Vi cómo mi suegra, mi cuñada, mi nuevo marido y mi suegro tomaban cada uno el pequeño frasco de esmalte y pasaban la brocha por los dedos de los pies de Lona. Tan solo tenía 46 años. Me quedé junto a mi nueva familia mientras los médicos apagaban las máquinas, la habitación se quedaba en silencio y Lona se desvanecía de nuestras vidas.

Aún recién casada, me enteré de que los aneurismas eran algo común en la familia de mi marido. Él tenía predisposición a sufrir ese defecto, descrito por el médico de Lona como una protuberancia en un vaso sanguíneo del cerebro, algo parecido a una baya en una rama.

Tanto él como sus hermanos y primos recibieron una carta del médico de ella en la que les aconsejaba que se hicieran una prueba. Si los médicos detectan a tiempo un aneurisma, podrían poner un stent para mitigar el riesgo de ruptura. Que mi marido sufriera migrañas esporádicas pero debilitantes —dolores de cabeza tan intensos que lo dejaban parcialmente ciego y tenía que tumbarse en una habitación a oscuras— me hizo preocuparme todavía más. Las migrañas no están relacionadas con los aneurismas, pero en ese entonces no lo sabía. La mayoría de los aneurismas no son hereditarios y surgen de forma espontánea, cosa que sí sabía, así que para mí no era un miedo irracional.

Su hermana, su hermano y sus primos llevaron esta carta a su médico y se hicieron la prueba. Sus pruebas resultaron negativas. No poseían el defecto que los ponía en mayor riesgo de ruptura y muerte súbita.

¿Mi marido? No quiso hacerse la prueba.

Dijo que si uno de sus vasos sanguíneos era susceptible a una ruptura prefería no saberlo. En esa época, las pruebas no siempre eran fiables, y él era un hombre sano de 28 años. Si encontraban una protuberancia, ¿realmente quería que los cirujanos se metieran en su cerebro y le pusieran un stent? No, no quería. Es mejor vivir la vida al máximo y gozar cada momento como si fuera el último, porque de cualquier manera el destino de todos es la muerte.

No era lo que quería oír, pero no podía discutir. Cuando me imaginé tener que someterse a un procedimiento por un defecto que podía o no causar un problema, un procedimiento que afectaba el órgano que nos hace humanos, lo entendí.

Guardamos la carta del médico en un lugar seguro y seguimos con nuestras vidas.

En aquella época, ambos trabajábamos en un restaurante italiano de lujo. Una noche, durante las vacaciones, mi marido tuvo una migraña ocular en pleno apogeo de la cena, y mi mente viajó lejos. Yo no era una persona que sufriera migrañas, así que nunca me había tomado en serio esos dolores de cabeza, pero ahora que conocía los aneurismas, lo único que podía pensar, aunque fuera irracional, era en que se muriera de repente.

Me apresuré a tratar de atender a mis clientes; el bar estaba repleto y la fila salía por la puerta. Los otros meseros se encargaron de preparar martinis, mientras nuestro gerente sacaba a mi marido de detrás de la barra.

“No te preocupes, mi amor”, me dijo, “¡estaré bien!”.

Y lo estuvo, después de varios Advils y veinte minutos a solas en una habitación trasera. Pero mis manos se habían enfriado y me temblaban las entrañas.

Varias noches después, mientras preparaba el comedor con otros meseros, expresé mi temor de que mi marido muriera joven. Me parecía más bien una certeza para la que tenía que prepararme, pero no tenía ni idea de cómo. Una amiga mesera me dijo: “No tienes nada de qué quejarte, Carol. Has encontrado tu alma gemela, el amor de tu vida. Tal vez el resto de nosotros nunca encuentre lo que tú tienes”.

¿Y él cómo lo sabía? Porque era cierto: desde el momento en que mi marido y yo nos besamos por primera vez, tuve la sensación de que él y yo llevábamos siglos intentando alcanzarnos, que habíamos vivido vidas pasadas con los brazos extendidos, siempre anhelando al otro, pero que por razones trágicas y ajenas a nuestro control —guerra, hambre, rencillas— nunca pudimos estar juntos.

Quizá se trataba de mi cerebro excesivamente dramático —mi marido y yo éramos actores cuando nos conocimos—, pero no podía evitarlo. Esta vida con él se sentía como un premio al final de una serie de pruebas en las que, por fin, podíamos disfrutar de la felicidad conyugal.

¿Pero cuánto tiempo tendríamos? ¿Diez años? ¿Cinco? ¿Cuánto era suficiente?

Me tomé muy a pecho lo que me dijo mi amiga y juré estar siempre presente con este hombre al que amaba. Si nuestro tiempo juntos iba a ser corto, lo disfrutaría al máximo.

Sin embargo, la vida nos ocupó con otros asuntos y se me olvidó. Como cualquier pareja casada, nos peleábamos. Pero entonces me acordaba. Mi corazón latía frenéticamente ante la idea de vivir sin ese hombre, y me apresuraba a tener una reconciliación. Era más fácil dejar de lado las cosas insignificantes cuando pensaba en el poco tiempo que podríamos tener.

Ejercí una vigilancia especial sobre nuestros momentos de despedida. Mi marido se dio cuenta y me dijo, riendo: “Nunca me quieres más que cuando salgo por la puerta”.

Cada vez que nos separábamos, pensaba: “¿Y si aquí acabó todo?”. Si estaba distraída o disgustada y sabía que no podría vivir con el modo en que habíamos dejado las cosas, lo perseguía y arreglaba la situación, y mi marido empezó a hacer lo mismo.

Después del nacimiento de nuestros hijos, me sentí especialmente vulnerable. Necesitaba su ayuda física y emocional. Mi plan nunca fue criar a nuestros hijos sola. Cada vez que mi marido tenía una de sus migrañas —le ocurrían dos o tres veces al año, sin previo aviso— se desencadenaba ese miedo a que el final pudiera llegar en cualquier momento.

A medida que los niños crecían, sus migrañas ocurrían menos. Marqué los años con oleadas de gratitud porque al menos lo había tenido conmigo durante ese tiempo... sin importar cuánto: cuando las tuberías se congelaron y el perro murió, cuando nuestro hijo vomitó en Ámsterdam y casi se le reventaba el apéndice, cuando nuestra hija condujo la minivan familiar y se salió de la carretera durante una tormenta de hielo.

Un día, en una tarde cualquiera, con los niños haciendo ruido en la sala, recuerdo que miré a mi esposo y pensé: si este es nuestro último momento juntos, entonces está bien porque ya hemos tenido una experiencia muy rica y una vida completa.

En determinado momento llegué al punto, y ni siquiera sé cuándo, en que comencé a apreciar lo que tenía todos los días en lugar de darme cuenta solo durante los momentos de pánico. Es como en esta frase de la novela de Wendell Berry, “A Place on Earth”: La muerte se ha convertido en parte de la forma en que amo, y no solo a mi esposo, sino a todas las personas que son importantes en mi vida.

El tiempo, para mí, lleva consigo una cierta nitidez que casi puedo sentir en mi piel, especialmente en los momentos cotidianos en los que estoy junto a mis seres queridos en una habitación. Siento un profundo aprecio por las miradas y los roces cómplices, el privilegio de acercarme y encontrar a alguien allí.

No sé si es posible prepararse para la muerte, y por fin me he convencido de que las migrañas recurrentes y los aneurismas cerebrales no están relacionados. Pero la muerte temprana de Lona me dio un regalo que no habría tenido de otro modo: una mayor conciencia de la vida. Gracias a ella, presté más atención a mi matrimonio y al mundo en la cotidianidad.

El año pasado, nuestro hijo cumplió 17 años. Mi marido y yo celebramos nuestro aniversario 24 en casa durante la pandemia con una botella de vino tinto. Todavía tengo la carta del médico. Está enrollada dentro de la funda de cartón de una botella de Lagavulin que bebimos durante nuestra boda. De vez en cuando, la desenrollo como un pergamino antiguo, la leo y la vuelvo a guardar.