Contenido creado por Inés Nogueiras
Libros

El luchador invisible

De Matías Paparamborda
HUM
2007

Lectura: 9'

2008-03-14T15:35:00-03:00
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28/09/05 10:35 pm

Rafael y el luchador


Hace bastantes años conocí a un tipo rarísimo. Creo que se llamaba Rafael. Sí, se llamaba Rafael, porque me parece escuchar la voz de algunos de sus vecinos del barrio, gritándole ¡Rafa, vos estás loco! Él nunca respondía a esos improperios.

Aunque yo no estaba de acuerdo en las razones por las que esa gente lo llamaba loco básicamente lo despreciaban por sus gustos exóticos debo reconocer que me daba un poco de miedo. Era un tipo que podía matar a la madre, aunque sobre todo a la mujer, que era muy fea. Yo creo que él la odiaba, porque siempre que ella venía y lo regañaba a menudo por tomar alcohol, casi siempre estaba borracho, él evitaba mirarla, como si le estuvieran mostrando un muerto.

Tenía una hija con esa mujer. O un hijo, no lo sé. Era un bebé y nunca lo vi fuera del cochecito. Tampoco vi a Rafael mostrar ningún tipo de aprecio o cariño por su hijo/hija. Nunca un comentario, un gesto de ternura, nada.

Cuando ella venía a hablarle, siempre se encargaba de mantener a su hijo alejado de Rafael. No sé si lo hacía concientemente, pero lo hacía. Se paraba de frente a él y ponía el cochecito a su espalda, mientras lo sostenía con una mano cuyo brazo se alargaba tenso, en línea recta hacia atrás, como se lo ponen a sus víctimas, antes de quebrárselos de un fuerte golpe, los luchadores de las películas.

Esta última comparación es quizás engorrosa, pero es la única que me permite evocar ese brazo extendido en línea recta hacia atrás. Creo que ella concentraba toda la tensión de enfrentarse a Rafael en ese brazo, que era justamente lo que él no veía, lo que ella estiraba hacia atrás como si quisiera apartar de su cuerpo todo signo de debilidad; y al mismo tiempo, ese brazo sostenía al hijo/hija, y por esto era acaso lo más humano que había en ella en ese momento. A su modo, creo que lo estaba meciendo.

Y aunque el ejemplo es rebuscado, me parece correcto agregar a este cuadro la imagen de un luchador, un luchador invisible, que estuviera por siempre tensionando ese brazo con la voluntad inminente de quebrarlo.

Volviendo a Rafael. En muchos aspectos era un ser francamente despreciable. Sin ninguna clase de sensibilidad.

Sin embargo, su amor era la música.

Se me ocurre que él era en realidad dos personas. El amante de la música era Rafael (un nombre que me resultaba lleno de evocaciones artísticas, seguramente porque lo asociaba con el Rafael del Renacimiento). Al otro, cuyo nombre de todos modos ya se ha infiltrado en esta narración, lo llamaré de nuevo el luchador.

Como a menudo sucede, esas dos personas convivían superpuestas en Rafael. Pero en su caso eran fácilmente diferenciables, como si él fuera un burdo collage de ambos seres.

Su pelo, negro muy negro y lacio muy lacio, delicado, hermoso, que a menudo caía sobre su rostro y y que él dejaba estar aunque le tapara la vista, era Rafael.

Sus manos chicas y torpes, que no podían tocar ningún instrumento, eran el luchador (el otro, Rafael, se había construido una guitarra eléctrica que sólo tenía dos cuerdas/alambres, de las que las toscas manos del luchador sólo extraían horribles sonidos).

Su voz, o mejor dicho el tono de su voz, la pura forma, era una delicada nota musical que salía de su cuerpo. No importaba lo que dijeran Rafael o el luchador, aquella voz era siempre Rafael. Quizás era por esto que cuando sus vecinos o su mujer lo interpelaban, él jamás respondía. Interpelaban al luchador, y con esa voz él no podía responder.

El gusto de Rafael por la música era exquisito, tenía un verdadero don para detectar las sutilezas armónicas y melódicas más elaboradas. Y fue él quien por primera vez me mostró muchas de las bandas de rock más refinadas que conozco. En este momento recuerdo bien una: Japan. Ese día en que escuchamos Japan, Rafael me había invitado a su casa. El lugar era un verdadero desastre. Vivía con un sinfín de familiares que desbordaban odio y desidia. Pocas veces he visto una casa tan mugrienta y descuidada como aquella. Él parecía no notarlo. Me atemoriza el solo acto de describir esa casa. Aunque quedaba en una zona céntrica de la ciudad, tenía un aire lúgubre y remoto. Quizás sea por esto que el tema de Japan que Rafael eligió para mostrarme, luego de buscar entre cientos de casetes tirados en los cajones de una cómoda, fue justamente uno llamado Ghosts .

Me siento cansado y ya es tarde para seguir escribiendo. Podría poner esa canción para intentar dormir.

30/9/05 3:04 am

El relato de la señorita


Ayer, cuando me acosté, era ya de madrugada. Serían las tres. Como era de esperarse, no puse Ghosts . Intenté leer unas páginas de una novela, pero pronto me di cuenta de que no podía. Estaba, como me sucede en ocasiones, sobregirado. Se me había hecho muy tarde y varias veces, antes de decidirme a ir a la cama me dije mientras permanecía frente a la computadora : bueno, esto es lo último y ya me acuesto. Esta reiteración represiva que había terminado por vencerme no me había abandonado del todo al acostarme.

Dejé el libro, sin poder concentrarme en la lectura, ya escuchando las voces. Y apagué la luz para dormirme. Pero no me dormía con facilidad. Entonces, en la oscuridad comencé, concientemente, a hablarme, como hago a menudo diría que todo el tiempo , como estoy haciendo ahora, mientras escribo.

¿Cómo es esa experiencia? Se trata de un sonido que no suena. Es, aunque resulte imposible de creer, un sonido que en vez de oírse, se ve.

Al menos a mí, cuando me hablo en silencio, lo que me sucede es que veo las letras, blancas, casi tipográficas, escritas en mayúscula sobre fondo negro. Me animaría incluso a decir que el fondo negro representa la bóveda craneana, porque yo siento que las letras desfilan claramente dentro de mi cabeza.

No recuerdo qué frases me decía, pero sé que me hablaba, y que ese hablar me focalizaba. Ocurría algo similar a la lectura de un libro, porque mi mente se concentraba de igual forma en leer esas frases que aparecían en la cara interna de mi frente.

Entonces comenzó un segundo fenómeno: por debajo de la voz de la conciencia, comenzaba a escuchar otra voz (apostaría que femenina, pero no puedo asegurarlo) hablando muy fuerte, por momentos gritando; pero no alcanzaba a oír lo que decía, sino que apenas me daba cuenta de que estaba ahí, y al darme cuenta de esto comprendía que en realidad había estado allí desde hacía tiempo. Sólo que al agudizar la conciencia, o mejor diría, al sintonizar la conciencia para escuchar esa voz, inmediatamente se esfumaba.

Varias veces, siguiendo un plan un tanto ridículo, traté de engañarla valiéndome del siguiente método: empezaba nuevamente a hablarme diciendo cualquier frase, por ejemplo: si no me duermo mañana no me despierto , y entonces, en un momento determinado empezaba a leer las mayúsculas blancas dentro de la cabeza, S I N O M E D U E R M O M A Ñ A N... hasta que escuchaba los gritos de la mujer, trataba de asirlos, y ¡zas!, desaparecían nuevamente.

¿Cómo es que desaparecían? Aunque en rigor no lo sé, puedo al menos decir que la sensación fisiológica es la siguiente: yo siento una cosa que sube, como si fuera agua, desde encima de los párpados hasta el centro del cráneo, como una cortina que se cerrara dentro de la cabeza, dejando de pronto todo oscuro, y, paradójicamente, acompañando esa pérdida con una sensación más bien grata. Eso va unido a la rabia y sobre todo a la impotencia de no poder oír, lo que me lleva a apretar las mandíbulas.

No pude escuchar ni oír nada más. Mi teoría es que ésa es la voz del sueño, que al dormir, conforme se apaga la conciencia, se vuelve perfectamente audible (quizás incluso sin necesidad de gritar), como si los sueños fueran el relato de una señorita que va materializándose.

10/10/05 7:53 pm

¿Qué debo conocer de mí mismo?


Una leve, casi imperceptible depresión, me acompaña últimamente ¿A qué se debe esta depresión? Se me ocurren algunas posibles respuestas:

1) Un poco de lo de siempre, miedo. Que en los últimos tiempos se ha vuelto cada vez más tangible. De niño tenía miedo al Diablo y a los fantasmas, a las goteras de la ducha que podían escucharse en la madrugada y a la oscuridad. Hoy también me da miedo el futuro. Me encuentro sentado frente a una gran mesa llena de piezas que no entiendo, dándole vueltas a la mía, pero sin descubrir cómo encaja en el puzzle. Me siento sin estímulos y sin respuestas, y ya hace tiempo que mi pelea es contra el miedo de vivir.

2) Mi padre podría estar enfermo. A mí los sucesos de la realidad siempre me afectan hondamente, pero por lo general no me doy cuenta. En cierto sentido soy como una especie de sonámbulo, que sólo parece estar despierto pero que no reacciona frente a la realidad, al menos de un modo explícito. Todo eso se me va juntando adentro y lentamente va transformándose en otra cosa. No sé qué me podría pasar si mi padre...

3) Aunque me agradan las cosas que hago, mi vida se ha vuelto un poco rutinaria y demasiado adulta para mi gusto. Trabajo, me administro mi dinero (pésimamente), tengo agenda. Necesito todas esas cosas, pero también me ahogan. A veces pienso que funcionan como tapones en los oídos. Que mi vida, lo que hago en los días, día tras día, son los tapones de mi interior, que apaciguan todo lo saliente como el pedal de sordina del piano.

Sin embargo, algo sigue martillando las cuerdas dentro de mí, puedo escuchar su sonido seco y torpe, desusado. Pero ¿qué tengo para decirme? ¿qué debería conocer de mí mismo? Las pistas son tan fragmentarias y equívocas...

Hoy me pareció haber escuchado una. Pero si quiero cumplir con ella, tengo que escribir de otro modo. Porque lo que vi, me inspiró el deseo de un cuento. Entonces tendría que escribir ahora ese cuento.

© Matías Paparamborda
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