Contenido creado por Inés Nogueiras
Libros

Entrar en el juego

De Pablo Silva Olazábal
Editorial Yaugurú
2006

Lectura: 23'

2008-02-21T14:29:00-03:00
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Silvia

Cap. 1

Sin duda el hotel había conocido épocas mejores: subí los cinco escalones de la entrada con la incomóda sensación de un verdugo en su primer día de trabajo. A los costados de la puerta, bajo la lona del porche, seis banderitas intentaban inútilmente mantener la pretensión internacional. Nunca había pensado en hacer algo como lo que tenía decidido: sin originalidad y con patetismo, pensé que la desesperación hace del hombre lo que quiere.

La luz del vestíbulo abría el camino a un mundo congelado, inmune a la decadencia del exterior; el hotel había sobrevivido cincuenta años con un mantenimiento mínimo y sin mejora alguna. Detrás del mostrador, un hombre de saco y corbata, enjuto y no demasiado bien afeitado, me miró como si fuera el único cliente posible en el mundo. No dijo nada: sus ojos mantenían la misma inercia de las banderas, algo así como la mísera dignidad de la casa.

No necesité preguntar dónde quedaban los sillones del hall. Pasé sin mirarlo -lo mismo que al botones de baja estatura que se limpiaba las uñas- y enfilé hacia la izquierda, rumbo a una gran sala con mesas y sillas en las que algunos ancianos persistían en la repetición de viejos ritos: tomar el té, jugar a los naipes, beber un aperitivo, dejarse lamer por el perrito de compañía.

Una señora de collar de perlas celebró con una sonrisa algo percudida las ocurrencias de un caballero de bigotes blancos, otra, un poco más allá, enseñaba las cartas a su perro -y los dos parecían reír como animalitos. Varias damas estudiaban sus naipes y maldecían la suerte. Finalmente, contra la pared, un solitario de traje oscuro miraba hipnotizado su vaso.

Seguramente trajes y vestidos no soportaran un examen a la luz del día, pero en la penumbra del hotel cumplían de sobras la función de mantener el ambiente de falsa alcurnia. De un modo difícil de explicar, el tiempo se había detenido bajo las molduras doradas de yeso, los caireles de la araña y las flores de plástico. Todo poseía un aire familiar y mezquino a la vez. Se trataba de gente que estaba de vuelta; gente que ya había olvidado su último delito. Al fondo, detrás de una gran arcada, en la zona de los sillones, un hombre alzó la mano con un vaso de whisky. Era Luca.

Sonreí débilmente y apronté la cara. La desesperación por dinero es terrible, pero la de amor... la de amor no tiene nombre. Pero no, qué digo, basta de lamentaciones. Chisté con disgusto. Llevaba diez días durmiendo mal y en la calidad de los pensamientos comenzaba a notarse la falta de sueño. Necesitaba concentrarme. Caminé con una serenidad que no poseía y dejé que mi amigo me saludara con los aspavientos y carcajadas de siempre.

Nos abrazamos y repetimos las bromas que habíamos inventado de chicos. Lo hallé más grueso, más fornido tal vez, pero en todo lo demás -el traje impecable, el pelo engominado, la sonrisa perfecta y la cara deshonestamente limpia- mantenía su energía de ganador. Algo que por cierto no podía decirse de mí; si no lograba torcer la suerte, me aguardaban las vías del tren. Así de dramático. Y de simple.

Tras una breve e inconducente discusión sobre los asientos me dirigí, a instancias suyas, al sillón que él había ocupado hasta ese momento. Me senté y el gastado cuero se hundió hasta que el mentón quedó a la altura del posabrazo; tenía ahora la visión de la sala que se abría bajo la arcada, donde los viejos platicaban. No era mejor que la contraria, la que había elegido Luca, pero desde aquí los ancianos no se podían ignorar. Cuando el mundo se estabilizó intenté no sentirme más ridículo de lo necesario.

Antes de imitarme, Luca aproximó una mesita con dos vasos de whisky y varios platillos con maníes y quesitos, de manera que quedaran a mano y equidistantes. Durante un rato, entre carcajadas, recordamos tiempos pasados: nos reímos de los tipos a los que le habíamos tomado el pelo y que ahora gerenciaban grandes empresas o dirigían partidos políticos; evocamos siluetas de muchachas que nos habían inflamado la imaginación y comentamos sus desfigurados presentes. Cumplimos, sin prisa, con todos los hábitos de la nostalgia. Una vez finalizado el ritual y tras aclararse la garganta, Luca tomó un vaso y repitió lo que me había adelantado por teléfono:

-Si esto sale, Tom, estamos hechos.

Sonrió y bebió un largo sorbo. Era el único al que le permitía llamarme así. No me molestaba, al contrario, consideraba ese nombre como una especie de contraseña que nos unía a un pasado juvenil de autos veloces y chicas de fin de semana. Sin embargo, esta vez no pude evitar un sentimiento de piedad que me hizo temblar el labio. Ahuyenté el arrepentimiento con un gesto y sin mucha vuelta fui a lo que interesaba.

-¿De cuánto estamos hablando?

Luca me miró como si yo hubiera acertado a caer en el sillón en ese instante. Con un cuidado inútil, centró el vaso en la mesa y después se alisó el pantalón.

-Cuanto menos sepas, mejor.

El misterio, siempre le había agradado el misterio; era su forma de incorporarle exotismo a negocios que, además de sucios, eran escandalosamente simples. Tal vez, si hace años hubiera aceptado un trabajo rutinario y estéril, uno como el mío, Luca habría superado el temperamento adolescente que lo caracterizaba, pero esto nunca había ocurrido. Por otro lado, me maravillaba comprobar que, más allá de las notorias diferencias, continuábamos siendo amigos. Una y otra vez me había reiterado su ilusión de "trabajar" juntos; incluso había reseñado hasta la exageración las posibilidades del negocio. Conocía mis problemas económicos, y, de algún modo que no podía explicar, admiraba mi vida, signada por una estabilidad que para él, eterno joven, se presentaba como poco menos que inalcanzable. Mi vida. Para ser precisos, envidiaba la vida que había llevado hasta hace diez días, y que había terminado cuando Silvia me echó gritando lo aburrido que resultaba vivir conmigo durante tantos años.

-No le tengo a confianza a esta gente, Tom. Es demasiado rara.

La aclaración no servía de mucho, pero permitió que volviera a beber, como si necesitara vencer la inquietud. Eché un vistazo a los veteranos que continuaban la partida de naipes. Más allá, el botones se aburría junto al conserje. No parecía haber nadie demasiado peligroso en la vuelta; incluso resultaba difícil imaginar algo que rompiera el encanto de una velada tan embalsamada como aquella. Supuse que la pausa implicaba mi intervención.

-Dijiste algo de vender una piedra a un tal Sorensen.

Me miró como si yo hubiera preguntado por el carnaval o por un algoritmo de segundo grado. Como actor, exageraba un tanto su papel, aunque debo decir que no le conocía esas virtudes histriónicas.

-No es una piedra. Es la Piedra- encendió un cigarrillo y aprovechó la maniobra para echar un vistazo alrededor. Realmente parecía inquieto.

-Esta gente es muy exótica- dijo, y una columna de humo, poderosa y triangular, erizó el aire- Están dispuestos a lo que sea.

Bien, la farsa continuaba, y yo estaba inmerso en ella. La desesperación me había traído hasta este punto. El pobre Luca ignoraba mi pretensión de estafarlo; yo debía replicar su actuación para obtener ventaja, pero antes debía superar los arañazos del remordimiento.

-¿Estás bien? Tenés aspecto cansado- sacó del bolsillo un círculo dorado y lo depositó sobre la mesa- La llave de tu cuarto, el mío es el 425.

El círculo, unido por una cadenita a una llave, llevaba grabado el número 115, con el segundo 1 parcialmente borrado por el uso, pero todavía legible. Lo examiné como si fuera un sello de oro. Significaba que íbamos a pasar la noche: me sentí estúpido, no había pensado en esa posibilidad -ni siquiera había traído un pijama o cepillo de dientes. Siempre imaginé -sin ninguna base más que la imaginación y las películas de gángster- que los negocios turbios se resolvían en la noche. Además, odio dormir en otra cama que no sea la mía.

De todas maneras, me tranquilicé pensando que yo tenía mi propio plan, que no se ajustaba a sus tiempos y que seguramente resultaría más rápido. Lo otro era el aspecto, mi aspecto: Luca había tenido a bien eludir cualquier mención a Silvia; sabía que no hubiera soportado el dolor de la herida, pero no podía fingir que nada había pasado. No podía obviar que mi apariencia no era la mejor, ni siquiera la habitual: dos semanas durmiendo mal se notan a la distancia.

Es curioso, cuando nos sentimos desdichados tendemos a agradecer toda atención que nos presten: yo experimenté eso en un primer momento, pero enseguida intuí que el señalamiento de Luca no perseguía un fin altruista. Su intención apuntaba más a evaluar eventuales problemas que pudiera despertar mi aspecto que a conocer el estado de mis desdichas. No perdía de vista el negocio. Nunca. En ese momento, sus ojos redondos aguardaban con detención, por lo que me sentí obligado a aclarar los tantos: recurrí al aplomo que me restaba, y me apresté a comenzar la farsa particular del "estoy-bien-a-pesar-de-todo" cuando, sin previo aviso, dijo:

-Sabés -alzó la mano -muero de ganas de mear. Ahora vengo.

Se levantó y zigzagueó con habilidad por las mesas hasta que desapareció por una puerta blanca y estrecha. Bien, mejor, no necesitaba mentir sobre mi vida sentimental. No, error, era peor, mucho peor. Debía pasar a la acción. Es ahora o nunca , constaté asombrado. El momento se había presentado sin aviso, maldita sea. No había tiempo que perder. Los labios se me secaron y la frente empezó a arder: las sienes latían con vigor. Extraje la sustancia del bolsillo -la traía envuelta en un papelito- y la espolvoreé torpemente en el vaso. Luego eché una mirada y comprobé, con alivo, que nadie me había visto: los huéspedes continuaban con sus ritos nocturnos.

El granulado rosa se extendió sobre la superficie del whisky y cayó lenta, despaciosamente hacia el fondo, como una miríada de meteoros sobre la Tierra. Sin embargo, el choque parecía no llegar nunca. Pasado el primer instante vi que, en efecto, avanzaban cada vez más despacio, como si fueran a detenerse. Pronto la lluvia cubrió todo el whisky. Nervioso, miré hacia la puerta blanca. "Hay que esperar un poco", pensé, pero el tamaño de los granos rosas no disminuía. No se disolvían.

Metí el dedo y removí el líquido. Esta vez los granitos se rompieron y se abrieron en una especie de lluvia de estrellas. A partir de allí, comenzaron a caer, formando un sedimento rosado, grueso, apelmazado, de casi un centímetro de altura en el fondo, algo que llamaría la atención del bebedor más estúpido, más distraído o más borracho -que no era el caso, porque Luca era de buena bebida. Miré hacia el fondo: la puerta continuaba cerrada. El murmullo asordinado de la sala proseguía inalterado, pero esta vez lo sentí como una amenaza o peor, una vigilancia.

Metí el dedo otra vez y lo agité frenético. Grandes gotas cayeron alrededor y formaron un charquito. Aguardé, aguardé y aguardé. Los estrellas se agitaron, disminuyeron y volvieron a apelmazarse en el fondo. Esta vez la borra alcanzó pocos milímetros pero por desgracia la sobrevolaba una franja del mismo tamaño. Ahí el whisky se volvía rosado. Esto no figuraba en los planes; algo no funcionaba de acuerdo a lo previsto. Desesperado, pinché una aceituna y la comí. Después agité el escarbadiente en el vaso. No sería higiénico pero estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta.

-¿Qué? ¿Otra vez pensando en Silvia?- la voz me sobresaltó y solté el palillo de inmediato. Luca me palmeó la rodilla y se sentó. No pude encararlo; tampoco podía dejar de mirar el vaso. La borra permanecía sin cambios.

-Creeme, el mundo está lleno de mujeres. Además, mejor si no trabajan.

El trabajo, ¿qué tendría que ver el trabajo de Silvia con todo lo ocurrido? Nada que yo sepa. ¿Y qué podía saber Luca de nuestra vida en pareja, si nunca se había casado? El machismo, la simpleza... La furia debe haber sido notoria, porque de inmediato zanjó el comentario con la sonrisa engominada que reservaba para los clientes. Tomó el vaso en alto y dijo:

-Pero estamos aquí para hablar de negocios. Por el éxito.

El cristal me hipnotizó como un fuego sagrado. El movimiento había ampliado la franja rosa al punto que cualquiera, con la debida atención, podía seguir su expansión. Luca percibió algo raro, y efectivamente, algo no encajaba: no tenía con quien brindar.

Yo no había tocado mi vaso. Antes de que pudiera reaccionar, depositó el suyo en la mesita y quedó cabizbajo.

Maldije mi ineptitud. Sonreí con la mejor cara de estúpido y alcé el vaso, pero el momento había pasado: arrellanado en el sillón, mi amigo me escrutaba con desconfianza.

-Vamos a tomarlo con calma -dijo- la noche es joven.

Encendió un cigarrillo y quedó pensativo. Mientras el silencio se prolongaba, temí que hubiera captado algo sospechoso en mi conducta. "Estafar a un estafador" pensé "no es mi fuerte".

Me consolé diciendo que, más allá de errores y de actos fallidos, él me conocía; probablemente ahora evaluaba si había sido adecuado mencionar a Silvia. Sobre todo calculaba si esto perjudicaría el negocio. Quizás mi comportamiento errático podía explicarse en estos términos; los pensamientos de Luca en cambio giraban en torno a un solo punto, el éxito del negocio. De pronto giró hacia mí y me observó con detención. Se mordisqueó una uña, distraído, mientras el humo le deformaba la cara de luna llena. Finalmente apagó el cigarrillo y comió un maní. Con una sonrisa amplia aunque inquieta, como si llegara a alguna conclusión, dio por terminado el período de sospecha y me alcanzó el platillo.

-Esto es muy grande. Necesito respaldo -los ojos no parpadeaban, atentos a la menor reacción -No puedo hacer esto solo. Esta gente es capaz de cualquier cosa.

Miró hacia abajo, como si la respuesta o las variantes a esta afirmación pudieran hallarse bajo las servilletas. No encontró ninguna pero, como si la confesión lo hubiese aliviado, dijo:

-Servite, están buenísimos.

Alargué la mano y atrapé varios. Enseguida alcé el vaso y lo miré a trasluz, con ojos soñadores. Tras tomar impulso, enfrenté crapulosamente a mi amigo y propuse el brindis:

-Por la amistad.

La sonrisa de Luca ignoró el escándalo de la borra rosada, que aumentó con el movimiento, y el terror de mis ojos fijos en el vaso. El tintineo de cristales se hundió en el murmullo del hotel. Tomó por fin un largo trago de whisky y yo lo imité, nervioso. Tragué los maníes sin masticar y el líquido se me fue por las narinas, que ardieron como el demonio: comencé a toser, más y más, hasta que los ojos se me llenaron de lágrimas.

Luca dejó su vaso y me observó con preocupación. El acceso de tos parecía no acabar nunca, pero antes de que hiciera nada, lo detuve con un gesto y me bajé un trago de agua. Luego otro de whisky: la irritación dilató las pupilas, volvieron las lágrimas y todo se aclaró. Luca observaba con asombro tanta actividad.

La emoción expliqué con seriedad, y largamos la risa. En el vaso quedaban restos escandalosos de la borra rosada pero, una vez recuperada la calma, Luca hizo lo previsible, lo esperado, lo que yo anhelaba: se recostó en el sillón. Lo observé sin escrúpulo, salvajemente, con una curiosidad enfermiza; cuando fue evidente que el somnífero comenzaba a hacer efecto, me animé a tocarle el hombro: tenía la consistencia de un trapo viejo. Las cejas se alzaron vagamente en ese gesto interrogante característico de los borrachos; tras esbozar una sonrisa de cumplido, el labio inferior quedó colgando flojo y el brillo de sus pupilas disminuyó. Al cabo de un minuto, Luca miraba sin ver.

Musité palabras inconexas, buscando la apariencia de una conversación íntima que engañara a los escasos huéspedes que, en el sector de las mesas, proseguían su juego de cartas o tomaban una copa. Por fortuna la penumbra del hall espléndido y antiguo como la araña de cristales que lo presidía propiciaba diálogos susurrantes y actitudes indolentes como la nuestra. Bostecé. Al calor de una lejana estufa de leña y al arrobo de los sillones de cuero, uno podía caer fácilmente en el sueño. Nada llamaría la atención. Podía quedarme tranquilo, había cumplido con éxito la primera parte del plan.

Sin embargo no había tiempo para felicitaciones: según Luca, Sorensen acudiría a las doce a la habitación. Faltaban pocos minutos. Me incorporé de inmediato; el murmullo de los huéspedes no experimentó cambio alguno. Me incliné hasta casi rozar el oído de Luca y presioné su hombro: como lo preveía, se desbarrancó en el posabrazo. Seguramente no sería el único borracho en quedarse dormido en el sillón.

Ahora venía lo más difícil: suplantarlo. En realidad, ni siquiera había ideado el argumento conque intentaría convencer a un desconocido de que podía venderle algo que no tenía. Consulté la hora; el tiempo urgía. Si no me apresuraba, tal vez la situación no llegara siquiera a plantearse. Traté de fingir la serenidad que me seguía faltando y me encaminé rápido hacia el ascensor. No había dado tres pasos cuando la voz enronquecida de Luca tronó a la espalda:

-¡Tom!

Miré hacia el mostrador de mármol gris: el botones charlaba con un tipo de traje mientras el supervisor, el hombre enjuto, estudiaba con fruición las páginas de un gran cuaderno. El murmullo de la conversación continuó imperturbable; parecía como si sólo yo hubiera oído el llamado. Pero no estaba seguro. Rápidamente, pensé que debía decidir qué hacer, si dar las zancadas necesarias para zambullirme en el ascensor o volver junto a Luca, para intentar arreglar la situación.

Recordé la potencia del somnífero mi abuela lo usaba con éxito contra el insomnio y opté por el camino del medio; esperar unos segundos a que hiciera todo el efecto. Miré otra vez el reloj, las 23:58 hs. De ser puntual, Sorensen estaría a punto de golpear la puerta de la habitación.

Ya no había tiempo que perder, así que resolví arriesgar y caminé sin mirar atrás. Una mujer con un cuerpo sinuosamente vestido de negro y estola de visón entró al hotel, llamando la atención de todos, y se sumergió con una facilidad pasmosa en la jaula del ascensor. Tras un intercambio de miradas con el otro empleado, el botones la imitó y comenzó a estirar las rejas de la puerta. Aceleré antes de que la cerrara, pero antes de pedir que me esperaran se oyó un grito mayor:

-¡Tooom!

Luca cayó al piso con el ruido de una gran bolsa de papas. Todos lo miraron, incluida la mujer de negro y el ascensorista, que, intrigado por el acontecimiento, no atinó a cerrar del todo la puerta metálica. La gente comenzó a levantarse entre comentarios de sorpresa y disgusto. El señor de largos bigotes blancos apareció detrás de un sillón cercano y avanzó rápido hacia el caído. Llegó antes que lo hiciera el encargado y, con gesto seguro, palpó la garganta buscando el pulso. Sin traslucir emoción y con ademanes precisos, lo controló con su reloj de pulsera. La escena pareció congelarse durante una eternidad mientras huéspedes y empleados permanecíamos mudos, atentos a las módicas acciones. El encargado del hotel, que parecía igual de absorto que los demás, de pronto giró y me dijo:

- ¿No es su amigo?

Experimenté un sentimiento de vergüenza pública, como si el círculo de un reflector me hubiera descubierto en el palco de un teatro. Me vino a la cabeza aquel episodio en que Pedro niega tres veces a Jesús, y el calor de la vergüenza volvió a violentarme el rostro. Miré hacia el ascensor: las puertas, cerradas, indicaban que había partido. Miré al encargado, que aguardaba respuesta, y mas allá a Luca, inconsciente, boqueando en el suelo con un poco de espuma blanca y emitiendo un sonido ronco. Tenía la cabeza apoyada en un almohadón, seguramente alcanzado por alguien. Si decía la verdad debería permanecer junto a él y nunca llegaría a la cita, jamás probaría el plan. Todo habría sido en vano, inclusive este percance de salud. Si no lo hacía, todo continuaba teniendo sentido. No había otra opción, así que me preparé para ensayar la que deseaba fuera la penúltima mentira del día. En eso, claro y neutral, como si leyera el pronóstico del tiempo, se oyó la voz del señor de bigotes blancos:

- Llame a Emergencias, este hombre está entrando en coma.

El encargado salió corriendo y yo quedé clavado, sin saber qué hacer ni dónde ir, mirando la suela de los zapatos de Luca, que ya no se movían, pensando estúpidamente que por lo menos no había tenido que mentir de nuevo.

Un mareo nacido directamente del estómago me oscureció la visión: el aire se hizo algodonoso, consistente, lleno de unas sombras de tono verdoso pobladas de estrellitas. Abrí la boca para respirar y en el esfuerzo estiré los brazos; a unos metros, una columna rodeada de plantas, con ribetes dorados y acanalada, apareció como un oasis. Intenté llegar a ella, pero el ardor en la cara y las náuseas menoscababan una naturaleza ya poco apta para el lío en que me había metido. La voz del sentido común pidió detenerse y buscar una silla para descansar. O mejor, desistir de cualquier intención y cumplir con el deber de amigo. Es decir, acompañar a Luca al hospital y olvidar a Sorensen, la Piedra y el dinero. El dinero. Silvia.

Fingí un aplomo que a esa altura no poseía y ensayé un paso que intentaba ser normal pero que en cualquier otra circunstancia, de no mediar la perturbación pública, no hubiese engañado a nadie y me encaminé hacia el ascensor. Recorrí tortuosamente el escaso trayecto bajo la amenaza del vómito, paso a paso, casi a tientas, feliz de no encontrar obstáculos en el camino. Aunque nadie parecía percibirlo, el hall se movía como un trasatlántico en medio de una tormenta. Con la boca inundada por jugos amargos, oprimí, al borde del vahído, el botón de llamada.

El ulular de una sirena indicó que ya no quedaba tiempo de nada. Sin embargo pensé que la oportunidad aún aguardaba y que se llamaba Sorensen. El ascensor apareció. Abrí la reja y, luego de entrar, me recosté en la pared y suspiré con alivio. Ya no importaba si el sonido pertenecía a una ambulancia o a una patrulla: ligeramente asqueado pero alegre, apreté el botón 2 decidido a continuar hasta el final.

(...)



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Vienen por mí


Cap. 1

La puerta apenas tiembla, algunos tornillos demoran, pero otros giran como locos. En pocos minutos las bisagras caerán y la puerta saldrá limpia. Se nota que son profesionales: cuando caiga entrarán a pie firme, despacio, las manos llenas de revólveres, los cigarrillos levemente retrasados y el cuerpo agazapado bajo los sombreros de ala corta. Se abrirán en abanico y cubrirán la sala, los cuartos, el baño, la cocina. Buscan intrusos. Son profesionales.

Pero mientras no ceda, aguardan en el pasillo. A lo sumo, intercambian miradas que pretenden desmentir el nerviosismo; con la boca seca seca y un ansia atroz por tirar la puerta abajo, observan el trabajo de los compañeros sobre las bisagras.

Conozco esto porque fui uno de ellos. Soporté lo que ellos soportan; gocé del fervor por las armas, la velocidad, el alcohol. Como ellos, bajé de la limousina negra, las manos en los bolsillos, sin hacer preguntas, codo a codo, enardecido por la búsqueda de intrusos. Después de la captura, nos apropiábamos de las casas hasta que el olor de los cadáveres nos obligaba a emprender otro raid. Vivíamos en movimiento permanente, aturdidos por una dulce fatiga de trabajo que se concentraba en los huesos.

Sí, yo sobrellevé la eternidad que ahora sufren ellos. La única diferencia es que esta vez estoy del otro lado.

2

Las bisagras se separan del marco. Se trata de un trabajo exquisito, una cirugía de alto nivel, sin ruido ni sombra. La suavidad con que tratan la propiedad privada sólo tiene un punto de comparación: el del increíble salvajismo que emplean en la captura de intrusos.

Tengo las manos agarrotadas, estoy harto de estar sentado, si pudiera me levantaría y entraría a la cocina a la derecha, a un metro de donde estoy sentado , pasaría al apartamento vecino y desde ahí, a la libertad. Nunca dejan guardias en la entrada. No es necesario.

Por supuesto, es más que probable que no lograra nada. Tal vez me dispararan el tiro de gracia aferrado al caño de la baranda o incluso antes, al cruzar la cocina; con todo, la muerte en ese momento significaría un fin más digno que esperar aquí sentado, sin hacer nada.

Dos tornillos caen y tintinean como monedas. Es un trabajo de expertos, las otras dos bisagras están a punto de salir: los tornillos giran y se yerguen sobre los agujeros. Si sólo pudiera moverme. Pero no puedo, no me alcanzan las ganas. Así que voy a morir.

Finalmente, caen todos. Manos invisibles empujan la puerta con infinito cuidado, levemente, pero, epa, resulta increíble, no se mueve. Persiste en su lugar. Parece como si la hubieran pegado con cemento de contacto. Es evidente que no ha sido abierta en mucho tiempo. Seguro que la humedad y la falta de uso la han hinchado. Aunque sea por un brevísimo lapso, la entrada está sellada. No estaba previsto, viviré unos segundos más de lo esperado. Es absurdo, sólo de pensarlo me alegra la vida, las pocas ganas de vivir que me quedaban. Sí, una alegría inmensa, una alegría que expande los pulmones y me llena el alma. Respiro una, dos, tres veces, cada vez más feliz. Si fuera una caricatura, me inflaría hasta levitar con los brazos abiertos. Las ganas de vivir animan: son pequeñas descargas eléctricas, las ganas de vivir. Las siento por todo el cuerpo. La libertad es mejor que morir. Todavía tengo tiempo. (Es raro, puedo imaginar toda mi huida, con cada uno de sus avatares, dura poco menos de dos minutos; sin embargo a la puerta sólo le faltan pocos segundos para abrirse).

Ahora sí; la puerta se desencajó, ya asoma en la parte superior. No falta nada, se va a abrir.Y yo no puedo permanecer ni un segundo más pensando así que me levanto, giro hacia la derecha y empujo la puerta de vaivén de la cocina. En ese instante cae la puerta de entrada generando una mínima nube de polvo. Ellos aparecen. Yo me voy.

Entonces la imagen de una cocina iluminada los rayos enfureciendo las líneas rojas del piso brilloso y, más allá, la posibilidad de escapar que, tras el cerramiento vidriado, proclama un sucio cielo azul: todo se borra con el estrépito que me quema la espalda.

© Pablo Silva Olazábal
©Yaugurú