I
El tallo de una flor

Soñé que había escrito una novela odiosa y odiada: la ley me había condenado a muerte. Ya había visto la guillotina, esa alta puerta negra, en mitad de la plaza. Estaba asustado, claro; pero amaba cada palabra de esa novela monstruosa titulada: Baudelaire . La llevaba en un bolsillo de mi chaqueta, pesando dulcemente sobre mi hombro izquierdo. En el derecho tenía un cuchillo muy liviano, con la hoja delgada y flexible como el tallo de una flor. Caminaba de noche, un vampiro de Baudelaire , escondiéndome en las sombras picudas de esa ciudad que me odiaba.
Me iba a llevar a unos cuantos a la tumba, antes que algunas de sus trampas me cazara. (X me había dicho que estaban construyendo una trampa para mí, en la que sólo yo podía caer. Los demás, X incluido, pasaban entre las rejas sin verlas. Me dijo que la trampa podía ser: 1) un cuarto, 2) una calle, 3) un barrio (en el que yo seguramente había estado, antes de escribir la novela) o 4) cualquier otra cosa.
Le dije que a él también lo buscaban, por haber leído Baudelaire . Que ya habían construido una trampa solamente para él, en la que sólo él podía caer. Le dije que la trampa era: 1) un cuarto, o 2) una calle, 3) un barrio (en el que X seguramente ya había estado y había sido feliz) o 4) cualquier otra cosa. A menos que me traicionara... A menos que la trampa fuera un amigo: X, por ejemplo. Me dijo que lo habían obligado, que tenía familia. (Que a mí nada me importaba: avergonzar a mi familia escribiendo inmundicias, por ejemplo). Que él no quería aparecer, en los diarios, en la TV, como un degenerado, como un lector de Baudelaire .
Me dijo que no era mi amigo, que yo lo había engañado, que de haberme mostrado tal como era (un aborto) nunca hubiera permitido que me acercara a su familia. Nunca había-mos sido amigos, me dijo, nunca te conocí: vampiro con alas de albatros , etc. Le dije que era mi mejor amigo, que me conocía desde la niñez, que había leído Baudelaire a medida que lo escribía y que me había felicitado (¿sin Envidia?) por alguno de los mejores capítulos. Me dijo que había estado ciego; que los ojos se me estaban cerrando... Me acordé de la taza de té que X me había servido al llegar. X se convirtió en un borrón negro.
Estaba ciego dijo.
Me había dejado ciego.
Soy ciego.
Escribo al tacto, con ayuda de un bastidor. Envejezco. Un buen día, ya muy viejo, sospecho: X, para que no gaste tanto en papel (a fin de cuentas, sólo escribo inmundicias), siempre me da la misma hoja. Mis obras completas no son otra cosa que una sola hoja de papel, totalmente invadida por una gran mancha negra con algunas letras en los bordes como patas de insecto. Mis gritos, mis aullidos, me despiertan... Abro los ojos: X está muerto; tiene un cuchillito hundido en el ojo derecho. Me digo que uno sólo tiene derecho a ofenderse, a enfurecerse, con sus amigos.
Antes de irme, le solté unas patadas en la cara porque uno sólo tiene derecho a pedirle lealtad a sus amigos; abrí la puerta enrejada y me lancé escaleras abajo. Ya en la calle, fui hacia la derecha. La izquierda era lo mismo. Estaba perdido... No me acordaba de mi dirección: alguna de las trampas había empezado a funcionar, borrando ciertos nombres, borrando algunos recuerdos importantes, seguramente los más felices (si alguna vez los hubo). Cuando tuviera que vivir solamente con los malos (los tengo y sospecho que algunos no son míos: los fabrica una máquina que gira en el otro extremo de la ciudad) tendría que sacármelos de la cabeza, tirándome de cabeza contra un muro. Una y otra vez. Una y mil veces. O la guillotina, pensé.
Mientras tanto, seguir caminando: alejarse de la guillotina. Seguí caminando; había que llegar a la editorial a las tres en punto.
Una cincuentona rolliza, con un moño negro, dejó el manuscrito de Baudelaire en una mesa repleta de libros y papeles, y me invitó a bajar tres escalones de madera. Las telarañas brillaban en la penumbra... Me invitó a sentarme frente a una máquina de escribir de plástico y me ordenó que redactara una carilla sobre los gatos.
Para conocer su estilo explicó, antes de esfumarse entre la penumbra y las telarañas. ¡Mierda! Yo había venido a traer mi Baudelaire : cinco años de trabajo.
A la media hora, sudando, corriendo del miedo al odio y del odio al miedo como una rata ensangrentada, saqué la hoja y leí dos párrafos.
Subí despacio los tres escalones. Recuperé Baudelaire y, encogido, fui acercándome pasito a paso a la salida.
Humillado, humillado por esa bruja del Demonio, resolví volver a la editorial y hablarle. Le explicaría, resumiendo, mi estilo. Conocería mi estilo. Le explicaría que sólo podía hacer dos cosas: leer Baudelaire inmediatamente y editarla o, lo que era peor, no mucho peor, casi lo mismo, idéntico, conocer al autor de Baudelaire grité, levantando la máquina de escribir y deshaciéndole el moño con el primer golpe. El segundo. El tercero. El quinto, etc.
Puse la máquina de escribir en el suelo, al lado de la mesa. Una mujer salió del baño, y miró la pila de cuadernos de escuela en los que había escrito Baudelaire . Después miró la máquina de escribir en el piso, al lado de la mesa.
Ya casi no sirve dije . Está toda rota. Debería tirarla.
No dijo ella.
¿Por qué no? pregunté.
Me da lástima todo lo que está roto dijo, acariciándome la cabeza.
Giré la cabeza para mirarla; pero una de las trampas, una de las máquinas que trabajan contra Baudelaire , giró y ella desapareció como una alucinación. Alucino, reconocí. Necesito descansar... Un refugio. Necesitaba encontrar el camino a casa. Me había olvidado de todo: ¿por qué el juego de la memoria no tiene reglas?
Ómnibus dijo La Voz.
Supe, de algún modo (¿una falla en una de las trampas?) que vivía en el Centro, y que la parada de mi ómnibus estaba a la izquierda. Pregunté y X me señaló un atajo; el horizonte desapareció y caminé hasta el final de una calle de tierra sucia, muy estrecha, apretada entre dos casitas de bloques y zinc. Una escalera de pintor, larga como una escalera de incendios, estaba apoyada al borde del precipicio.
Unos treinta metros más abajo, la calle seguía tan mísera e imperturbable como antes.
¡Por Baudelaire ! grité.
Aquella escalera era una basura de tablas podridas. ¿Una cosa más flaca, más cadavérica que yo y cincuenta veces más larga? Pensé que todo era una trampa... Al final, entre asustado y furioso, resolví seguir: la escalera tembló y se dobló en cuanto apoyé la punta del zapato. La vi quebrarse al medio... Subí, con las rodillas temblando y los dientes apretados, y me tiré de cabeza en el pasto; al rato, una gallina flaca se acercó a mirarme con un ojo burlón. Me desperté en el ómnibus, con el pescuezo torcido, a tres paradas de mi casa.
¿Es mi casa? pregunté.
Es un cumpleaños contestó el hombre . Mi casa es su casa.
Sí dije, apoyándome en el marco de la puerta.
Entré en la penumbra marrón de un cuarto grande y húmedo. Había una cama de matrimonio vagamente amarilla y una simple mesa de madera oscura abandonada a medio camino, entre la puerta de calle y la puerta de la cocina. De la cocina salía un resplandor blanco de azulejos que hacía más borrosa la mesa, la cama, la mujer gorda que se peinaba en un rincón y me invitaba a pasar. Me acerqué a la mesa, donde estaba la torta de cumpleaños. Tenía forma de corazón, o de cartuchera de revólver. Muy adecuada para un varón y para el barrio, me dije. Vivíamos en una zona peligrosa. El chiquilín estaba acostado sobre la torta, metido hasta el pecho en una especie de bolsillo de tela y merengue. Tenía unos diez años, el pelo negro y corto, los ojos diminutos y un cucurucho verde anudado abajo del mentón. Algunas velitas estaban prendidas; las llamas subían y bajaban reflejándose en la frente blanca y ancha de Luis.
Un niño prodigio aseguró el hombre que me había atendido en la puerta, levantando un violincito blanco.
La mujer, con aquel pelo rojizo y desordenado, se echó a llorar. Me dijo que Luis estaba por cumplir los diez años. La entrada de la cocina era un rectángulo blanco, sobrenatural. Una puerta hacia el Paraíso, me dije.
Empezaron a llegar los deudos y a ubicarse alrededor del ataúd o la torta o lo que fuera; mujeres con chiquilines y velas blancas, hombres con moñas negras en las solapas. Le cortaron la cabeza, dijo La Voz. Un hombre salió del resplandor de la cocina y con un cuchillo se puso a escarbar debajo de las uñas del chiquilín; supongo que le extrajo diez violines microscópicos. Supongo, además, que el hombre era un ángel. Me despertó el teléfono.
Sí. Alguien llamó para avisarme que un amigo, mi mejor amigo, acababa de irse ; no tengo teléfono, ni tampoco un solo amigo; colgué y fui al velorio de X.
Había visitado la casa de mi amigo docenas de veces, pero aquella tarde no podía reconocer la fachada. Es natural, pensé, que la fachada haya cambiado porque mi amigo está muerto.
Pero ¿qué forma, qué color, tomaba la fachada de la casa de un muerto? Al final, después de ir y venir por una calle arbolada, creí reconocer el portón de rejas, el patio delantero (baldosas amarillas y violetas), la arcada del porche; pero, justamente en la arcada del porche, había una flamante hilera de azulejos con flores rojas y pájaros verdes. ¿Cuando alguien se moría, no cambiaba todo? ¿Por qué sólo habían agregado una docena de azulejos?
Tampoco reconocí a la esposa de mi amigo, ni a sus hijos. Una mujer de luto, con un extraordinario sombrero negro decorado con racimos de uva y bananas, me abrazó llorando.
Antes de irme, me pegué a un cenicerito de plata y me lo tiré en el bolsillo de la chaqueta. Pero era una pesadilla y me había olvidado de la chaqueta. Como sólo llevaba unos calzoncillos viejos y sucios, el cenicerito (un pajarraco que se dejaba quemar el lomo) rebotó junto a mi pie descalzo.
Los deudos, incluida mi señora madre, avergonzados por mi mala conducta , se volvieron hacia el ataúd abierto. Un cadáver de treinta años, con rasgos comunes, los ojos diminutos y abiertos, iguales a los de Luis y a los míos, tenía las manos cruzadas sobre un ejemplar de Baudelaire .
Soy yo, pensé. Esto es una pesadilla. Salí al patio vacío.
¡Ladrón! gritó una voz infantil, mientras yo trataba de abrir el portón de rejas con dos manos ajenas: pálidas y tembleques.
Una cosa, tirada con una fuerza infantil, me dio en la espalda: un picotazo en la joroba. Recogí el pajarraco, naturalmente. Soy un ladrón, me dije. Carne de horca, de guillotina. Vi que el cadáver tenía una línea roja en el cuello. ¿Me ha-bían decapitado? Salimos al patio, cargando el ataúd sobre nuestros hombros.
El cementerio, a pesar de los árboles y las sombras de los ángeles y los demonios de mármol, ardía: 40 o 50 grados.
Soñé que no podíamos enterrarlo. Faltaba algo importantísimo... Un pintor, el gordo Alfonso, el gordísimo Alfonso, con sus papadas y los tobillos agujereados por la diabetes, se ofreció para cantar el Ave María. Todos sabíamos que tenía una voz horrible, de caño, y que no sabía ni cómo empezaba el famoso Ave María; pero se pensó que era algo lo suficientemente ridículo como para despedir al autor de Baudelaire . El gordo, con una mano en el pecho, lanzó unos gritos destemplados. Seguía faltando algo, algo esencial. Queríamos irnos de una vez, pero era imposible, como en toda pesadilla moderna. Estuvimos suspirando y rascando la tierra con la punta de los zapatos, pensando en ese algo que faltaba para terminar la farsa. Entonces, alguien movió un brazo o hizo una mueca o suspiró de una forma especial; yo estaba mirando la fosa y no supe quién fue el que hizo la operación que faltaba; sentí, todos sentimos, que ya po-díamos hundir el ataúd de cabeza. Al otro día, me desperté tarde; salté de la cama, como un duende verde, y me puse los pantalones (no quería que me vieran otra vez en calzoncillos) y la corbata y la chaqueta, y subí a un taxi. Me sentía culpable, y necesitaba que la viuda me consolara. Es una mujer extraordinariamente hermosa; nunca podré entender cómo hizo X, ese duende verde y cadavérico, para conquistarla. Me bajé frente a una casita verde (sin portón , sin patio, sin arcada en el porche) y llamé a la puerta. Seguramente, ya todos los cuervos habían sido rechazados. X, tanto vivo como muerto, odiaba la publicidad. Ya dije que no parecía un artista, sino un cadáver y su asesino al mismo tiempo; lo único que le interesaba era, por un lado, escribir esas cosas inmundas y, por el otro, llevar una vida normal (su idea de la normalidad era no salir jamás de su casa, excepto para insultar o golpear a alguien), con su mujer y sus dos hijos.
Claro que yo era un viejo amigo de la familia. Alguien de la casa. Llamé una vez. Y otra. Y otra. Y otra vez. ¿Una vez? Una vez X me había dicho que yo no era otra cosa que un farsante.
La viuda me abrió la puerta y me invitó a sentarme en la cocina. Una cocina diminuta. Nadie sabe dónde está la fortuna de X, ni la mía.
Le hablé a la viuda de mi dolor y me explayé sobre las grandes virtudes personales y artísticas del fiambre verde; la mujer, con un bozal de acero, una especie de máscara anillada, me insultó en el idioma de los muertos.
Me subí en un taxi y volví a casa. Hace años que vivo en un edificio verde de tres pisos, un edificio agrietado, con brujas y gárgolas bastante gastadas y bastante furiosas. No encontré el edificio. Ni siquiera encontré la calle. ¡Era absurdo, inaudito, que no pudiera encontrar la calle de mi propia casa! ¿Acaso, pensé, yo soy el muerto? La idea me pareció natural e, incluso, agradable; hacía tiempo que estaba cansado de escribir. Baudelaire me había matado.
Lo único que me fastidiaba, que me enloquecía, era no reconocer la fachada de mi propia casa. Es natural, repetí, que la fachada haya cambiado, porque todo cambió, porque todo giró, como una máquina, 180 grados: estaba muerto.
Pero ¿qué forma, qué color, tomaba la fachada de la casa de un muerto? Al final, me interné por una calle arbolada: los pájaros cantaban en el idioma de los muertos, de los decapitados en la plaza. Desemboqué en una plaza, muy verde. Verde como un duende. De allí, salí a un parque todavía más verde y luminoso. Lo sorprendente, más allá de la primavera, es que el pasto está cubierto de trampas para ratones. Cientos de trampas negras y rectangulares, con ángulos dorados: el famoso mecanismo. Trampas negras y doradas, como ataúdes.
Algunas se cierran aquí y allá, con un estampido de revólver. La mayoría, cerradas, no cazaron nada: el trozo de queso está intacto. Sigo andando: de pronto, veo a un gorrión con la cabeza separada del cuerpo. Sí: hay docenas de pájaros multicolores, colibríes y papagayos que ya fueron guillotinados. Diminutos cráneos aplastados. Plumas muertas. ¿Hay trampas para las mariposas en todas las flores de plástico?, dice La Voz. Desemboco en una plaza tan verde como el parque: la guillotina reluce al mediodía.
Los soldados, de negro, con yelmos emplumados, me escoltan a través del gentío. La plaza, con la guillotina en el medio, está del otro lado del Cielo.
Pero no. No, no es una guillotina. Es una puerta. ¿Qué hace una puerta de madera, oscura, a cielo descubierto, levantada en mitad de la plaza? X se desprende del populacho; está llorando y tiene un ejemplar de Baudelaire en la mano izquierda. Sigo acercándome a la puerta. No, me digo, no es una puerta. Es un ataúd de pie.
Lo ocupo y, lentamente, me vuelvo hacia el público. X me entrega el ejemplar de Baudelaire y lo aprieto contra mi pecho.

Polleri, Felipe
Gran ensayo sobre Baudelaire

© 2006, Felipe Polleri
© 2007, HUM Editor
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Montevideo, Uruguay
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