Por The New York Times | Jen A. Miller
Cuando un amigo me preguntó si quería ir a pasear a Filadelfia, hice muchos planes. No solo tracé la ruta, sino que también marqué dónde ir al baño. No salió muy bien.
Tomé el tren rápido PATCO Speedline, que no tiene baños en los vagones. Tampoco había en la estación de la que partí en el sur de Nueva Jersey, ni en la estación a la que llegué en Filadelfia. Cuando llegué al hotel de mi amigo, los baños del vestíbulo estaban cerrados.
Por suerte, una mujer con un código de acceso me permitió entrar al baño, pero eso fue cuestión de suerte. Confiar en los caprichos del destino era mi única opción porque Estados Unidos (y gran parte del mundo) tiene una escasez de baños públicos.
En promedio, Estados Unidos solo tiene ocho sanitarios públicos por cada 100.000 habitantes, según el Índice de baños públicos, un informe de 2021 de la empresa británica QS Bathrooms Supplies. Está muy por detrás de Islandia, el país con mayor densidad de baños públicos: 56 por cada 100.000 habitantes. Esa cifra desciende a cuatro por cada 100.000 en Nueva York, mientras que Madison, Wisconsin, encabeza la lista de ciudades estadounidenses, con 35 por cada 100.000 habitantes.
No siempre fue así. En el siglo XVIII, antes de que existieran las instalaciones de plomería caseras, los baños eran comunes y, por lo general, colectivos, afirmó Debbie Miller, curadora del Museo del Parque Histórico Nacional de la Independencia. En Filadelfia, uno de estos baños octagonales al aire libre estaba situado en un jardín público detrás de lo que hoy se conoce como Independence Hall. “Hubieras podido compar el retrete con George Washington”, explicó Miller.
La aceptación de los baños públicos y compartidos cambió durante la época victoriana, dijo Miller, cuando las funciones corporales se convirtieron en un tabú. El movimiento antialcohólico llevó a las ciudades a construir baños públicos a finales del siglo XIX y principios del XX: la idea era que los hombres no tuvieran que entrar a un bar para ir al baño. En la década de 1930, las inversiones de la Works Progress Administration y la Civil Works Administration añadieron más de dos millones de letrinas en parques, terrenos públicos y zonas rurales, así como “estaciones sanitarias” en las ciudades, incluido Central Park.
No obstante, conforme se agotaban los presupuestos municipales en la década de 1970, también se acababan los recursos para su mantenimiento. Surgieron movimientos para acabar con la práctica de los baños de pago, que se consideraba clasista y sexista (los urinarios solían ser de uso gratuito, pero los cubículos no). Las ciudades respondieron eliminando los baños públicos por completo.
Los baños son “espacios desafiantes porque acaban siendo, no pocas veces, los lugares donde la gente satisface necesidades que no puede satisfacer en ningún otro sitio”, como el trabajo sexual, el consumo de drogas o dormir, explicó Lezlie Lowe, autora de “No Place to Go: How Public Toilets Fail Our Private Needs”. “Todas estas son preocupaciones sociales que no tienen nada que ver con los baños, pero debido a la naturaleza de esos espacios, la gente termina usándolos para satisfacer sus necesidades, ya sean por dependencia de sustancias o desesperación”.
Con el cierre de los baños públicos, establecimientos como cafeterías, museos, bibliotecas y grandes almacenes (que suelen abrir solo en un horario determinado) han tenido que convertirse en los guardianes del acceso a los sanitarios.
“Nos enfrentamos a un problema en el que la demanda de baños públicos supera con creces la oferta”, aseveró Steven Soifer, presidente de la American Restroom Association, un grupo que aboga por la mejora de los sanitarios públicos. “Esto nos lleva a preguntarnos quién tiene la responsabilidad de proporcionar baños públicos”.
Ha habido varios enfoques para responder a esa pregunta. Algunas ciudades europeas han probado asociaciones público-privadas, señaló Katherine Webber, una investigadora australiana de planificación social que viajó por el mundo en 2018 para estudiar la red de sanitarios con una beca de la Churchill Fellowship. Webber comentó que en los programas más sólidos los gobiernos locales desempeñaban un papel en la determinación de las mejores ubicaciones para los inodoros. “Una ciudad o un lugar va a funcionar mejor si considera las diferentes necesidades tanto de los habitantes como de los turistas”.
En 2022, Berlín completó una ampliación de los baños públicos, que aumentó su cantidad de 256 a 418. La ciudad analizó los sanitarios existentes e identificó las carencias, para lo que se asoció con Wall GmbH, una empresa de mobiliario urbano que también construye estructuras como paradas de autobús y puestos de periódicos.
Ese mismo año, Londres introdujo el Plan de sanitarios comunitarios, con el que tiendas y restaurantes podían anunciar sus baños como abiertos al público en el sitio web del Ayuntamiento de Londres a cambio de una cuota reducida. Los empresarios creían que los carteles en los escaparates que anunciaban los baños atraerían clientes.
Sin embargo, cada uno de estos planteamientos tiene sus inconvenientes: los baños de Berlín cuestan 50 centavos por uso, y el Plan de baños comunitarios de Londres solo es útil durante el horario de apertura de los comercios que se inscriben en él.
Algunas ciudades han adoptado los “pissoirs” franceses, que son urinarios públicos o semiprivados, que existen desde principios del siglo XIX. En 2011, Victoria, en la Columbia Británica, instaló urinarios que hacían las veces de arte callejero, llamados urinarios Kros, que tienen cuatro espacios por unidad y también pueden trasladarse a eventos especiales o bares.
Pero, al igual que el clásico pissoir, por lo general solo pueden utilizarlos las personas sin discapacidad y aquellas que pueden ir al baño de pie. “Resuelven un problema minúsculo para personas que ya tienen bastante acceso”, afirmó Lowe.
Los países asiáticos han adoptado un planteamiento distinto, en parte debido a sus diferentes normas culturales. Mientras que los estadounidenses podrían acercarse a los baños públicos con nerviosismo debido a experiencias pasadas con instalaciones sucias o rotas, en China, Japón y Singapur las personas esperan que sus baños estén limpios, explicó Jack Sim, fundador de la Organización Mundial de Sanitarios. Entre 2015 y 2017, se construyeron más de 68.000 sanitarios en China en lo que se conoció como la “Revolución de los baños”, con una orden del gobierno para mantenerlos limpios. En Estados Unidos, algunas ciudades han tenido más éxito que otras, aunque ninguna ha solucionado el problema. En 2008, la ciudad de Nueva York compró 20 inodoros con autolimpieza que cuestan 25 centavos por uso, pero la instalación se estancó mientras el Departamento de Transporte trabaja para encontrar los lugares adecuados para ellos, pues tienen que cumplir una extensa lista de requisitos. En la actualidad hay cinco en funcionamiento y el departamento está aceptando sugerencias de ubicación para el resto de los sanitarios, lo cual podría ser un desencadenante para las quejas de “en mi patio trasero no” (NIMBY, por su sigla en inglés).
San Francisco puso en marcha el programa Parada en los pits en 2014, después de escuchar a los niños del distrito de Tenderloin que decían que pisaban heces de camino a la escuela, comentó Rachel Gordon, directora de política y comunicaciones de Obras Públicas de San Francisco. Soifer, de la American Restroom Association, cree que el problema en Estados Unidos debe abordarse a escala nacional en lugar de tener un mosaico de soluciones locales. Su grupo se ha reunido en varias ocasiones con el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, con la esperanza de que este intervenga en la gestión de los baños públicos (así como la Administración de Seguridad y Salud en el Trabajo es responsable de los sanitarios en el lugar de trabajo), pero ha sido en vano.
“Dado que en realidad se trata de un problema de salud pública, alguien tiene que hacerse responsable”, concluyó, “y nadie lo hace”. Una estación sanitaria en Central Park, Manhattan, en 1965. (Don Hogan Charles/The New York Times) El primer baño público de pago en Nueva York, en el Madison Square Park, el 10 de enero de 2008. (Ruth Fremson/The New York Times)
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