El lavado de activos no es solo un delito: es un mercado internacional, con oferta, demanda y servicios que se transan como en cualquier otro sector de la economía. Tampoco es una novedad en Uruguay. Se remonta al menos a la apertura financiera de los años 70, que sentó las bases para un entramado legal y simbólico que existe hasta hoy.
Todo esto es el preámbulo de la caracterización que hace el investigador, doctor en Ciencias Sociales con especialidad en Sociología y docente Gabriel Tenenbaum de las personas que en Uruguay están detrás de inyectar al mercado legal dinero ilícito hoy: los “vendedores de cuchillos”.
Tenenbaum, con Daniel Espinosa y Ricardo Gil Iribarne, bautizó así en su libro homónimo a quienes —desde la legalidad aparente— facilitan los engranajes del lavado. No son narcos ni mafiosos, sino profesionales de clase media o media alta, con educación y saberes especializados, que diseñan estructuras jurídicas, financieras o contables al servicio del dinero sucio.
“Como el herrero que forja un cuchillo sin importar si servirá para cortar un churrasco o matar a alguien. Ellos fabrican herramientas legales sin preguntarse para qué se usarán”, explica.
La metáfora apunta a un punto ciego colectivo. Estos “vendedores de cuchillos” no encajan en el estereotipo del delincuente, y eso, advierte el sociólogo, dificulta identificarlos: “Nos cuesta reconocerlos porque son como nosotros. Están en el casillero de los amigos, no de los enemigos”.
Esa disociación moral —añade— lava no solo el dinero, sino también las conciencias. “Han lavado sus propias caras por décadas”, dice.
Y si bien no tiene una certeza científica, se arriesga a aventurar: “Diría que la mayor parte del lavado de activos está vinculado con el tráfico de las drogas ilegalizadas, por otro lado, por el contrabando y, probablemente, también por el desvío del fisco”.
“En un segundo escalón, habría que ver si no estaría, por ejemplo, algún crimen vinculado con la explotación sexual, tráfico de inmigrantes y tráfico de armas, más o menos, pero siempre en un terreno hipotético”, aclara.
El profesor adjunto con dedicación total del Departamento de Sociología de la Universidad de la República lleva años ocupado en analizar los fenómenos vinculados con el delito.
En este sentido, enfatiza en que es “problemático que, en los últimos años, se hace un uso político partidario de los datos estadísticos”.
“El Ministerio del Interior es juez y parte: recibe denuncias, procesa los datos y con ellos mide su éxito. Eso no es sano institucionalmente”, advierte, y propone, en cambio, la creación de una agencia independiente que estudie el comportamiento criminal y cruce información de la Policía, la Fiscalía, el Poder Judicial y otros organismos.
“El dato estadístico no es la realidad: es una construcción metodológica. Y las decisiones sobre cómo clasificar o atribuir un motivo a un homicidio no las puede tomar una sola persona, ni un consultor externo. Se saldan en la comunidad científica, con consenso entre investigadores que saben del tema”, agrega.
El problema, insiste, es que se puede llegar a un punto en el que no sabremos “si creer o no en los números. Y eso daña a la institución, debilita al Estado y empobrece el debate”.
Para Tenenbaum, toda política penal es ideológica, y está bien que lo sea: “La ideología no es un cuco: es un sistema de ideas que traduce valores sobre lo que entendemos por justicia”. Lo preocupante, aclara, no es la orientación, sino la banalización del debate.
“Tenemos debates muy inmaduros, personalistas, agresivos, que funcionan como entretenimiento. No se discuten ideas: se canalizan emociones. Es un tipo de debate que empobrece y que, a largo plazo, debilita la institucionalidad”, apunta.
Esa lógica, dice, genera un círculo vicioso de frustración ciudadana: “La gente no es tonta. Pasa un gobierno, otro y otro, y los problemas siguen sin resolverse. Eso erosiona la confianza democrática y crea condiciones para el autoritarismo”.
El caso del Ministerio del Interior —recurrentemente convertido en blanco político— le sirve de ejemplo: “Pedir la cabeza del ministro cada dos por tres puede rendir en imagen o en votos, pero termina dañando a la institución que luego se dice defender. Ahí está la gran hipocresía”.
En este punto, recuerda las críticas que le llovieron al ministro Carlos Negro en febrero de este año, días antes de asumir, cuando dijo en entrevista con Radio Sarandí que “la guerra contra el narcotráfico está perdida”.
El sociólogo recuerda que Negro se refería al discurso ante el Congreso del expresidente estadounidense Richard Nixon en 1971, en el que solicitaba dinero para librar lo que él llamaba la “guerra contra las drogas”, y alude a la “hipocresía” que tuvo esto, teniendo en cuenta el devenir de los hechos, con el caso Irán-Contra (1985-1986), que reveló el pacto de la CIA con el cartel de Medellín para financiar la contrarrevolución en Nicaragua.
“La guerra contra las drogas es una política internacional de cómo hacer las cosas que tiene sentido solamente en el prohibicionismo. Es una forma extremadamente represiva y que, a más de 50 años, estamos llenos de evidencia de que fracasó. Distinto es llevar medidas de represión puntuales, porque, obviamente, hay que disuadir un tiroteo, por ejemplo”, manifiesta.
Pero, acota el docente, “en la gestión de la comunicación político-partidaria, este tipo de frase se lleva al ring que más conviene”. “Entonces, se hacen asociaciones de ideas como que el progresismo no reprime. Son blandos porque ‘mirá lo que dice el ministro’. Tampoco voy a ser el portavoz de lo que dice el ministro, pero es algo medio de sentido común a la que se estaba refiriendo él”, indica.
Ante esto, analiza: “Fijate lo interesante del asunto, porque quizás desde el lugar que él [Negro] está ocupando no lo puede decir, aunque lo piense, y tiene que maquillar o hasta quizás mentir lo que realmente sucede para evitar perder electorado, porque se está moviendo todo desde un punto de vista muy emocional, muy reactivo. La gente está así y a veces con razón porque está indignada, porque no se les están brindando soluciones”.
Asimismo, critica que los roles están invertidos. “La política va detrás de lo que dice la opinión pública. Y no debería ser así. Justamente hay que incidir sobre la opinión pública, que es parte del debate”, dijo.
¿Qué se puede hacer ante este panorama? Tenenbaum prefiere ir a lo concreto y, desde su lugar en la ciencia social, brinda datos para luego esbozar una posible solución.
“Hay muchísimas cosas para hacer”, comienza, y apunta a un estudio que realizaron en el Departamento de Sociología sobre heridas de armas de fuego, que revela que por día, en promedio, ASSE en Montevideo atiende a tres personas por heridas de armas de fuego. Y, a su vez, cada cuatro días entra una niña, niño o adolescente por heridas de arma de fuego.
“Con las armas de fuego hay un problema del daño que están generando. Y en ese estudio nos dimos cuenta de que un poco más de la mitad son heridas vinculadas tanto con accidentes en la manipulación de arma de fuego, que eso ya es un tema en sí mismo de percepción de riesgo sobre arma de fuego, pero también con conflictos entre grupos delictivos”, explica.
Para Tenenbaum, estos sobrevivientes, “institucionalizados por un tiempo en un centro de salud”, representan una oportunidad para el Estado de acercarse a “esa persona, a su familia, y quizás a algún amigo que está vinculado con esos problemas”.
“Hoy ahí no estamos haciendo nada. Y ese es un ejemplo de una oportunidad para trabajar y hacer cosas de carácter preventivo ante la violencia; de mediación, que no sería implementada por el Ministerio del Interior, sino que lo puede hacer Salud Pública”, completa.