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Sebastián Da Silva: “Los agricultores somos así, vivimos mirando para arriba”

Año de nacimiento: 1972. Lugar: Montevideo. Profesión: productor rural y senador de la República. Curiosidad: recorre alrededor de 10.000 km por mes en rutas nacionales.

23.12.2020 10:34

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2020-12-23T10:34:00-03:00
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Fotos: Javier Noceti | @javier.noceti

Ese día había huelga general de la salud en Montevideo. Su madre y su padre vinieron desde Montevideo, porque vivían en La Paloma (Durazno) y, a pesar de estar en Impasa, les hicieron pagar el parto como si fuera privado. Por eso, en los registros de Impasa de ese 8 de junio de 1972, el senador Sebastián Da Silva no existe.

"Nací de garrón", dijo él.

Creció allá, al noroeste de Durazno, en un establecimiento rural llamado La Paloma. Al Da Silva niño le encantaba pasear con una carretilla de juguete y con una perra pastor alemán, Pastora. Recuerda muy bien, y es probable que sea su primer recuerdo, cuando deshacinó oveja, carne de capón. Tendría, con suerte, 3 años y en aquella época, esa costumbre de campo era mucho más común que ahora, que lo sigue siendo.

A Miguel, su abuelo materno, le llegaban los casetes clandestinos de Wilson Ferreira. Le llegaban, quizá, con un mes de atraso, pero a La Paloma en Durazno, llegaban. Cuando él era niño, esos casetes eran distribuidos en secreto y a referentes del Partido Nacional. Él también los escuchaba desde un grabador en lo de sus abuelos.

Cuando era tiempo de que su hermana empezara la escuela se mudó toda la familia a Montevideo, al barrio Pocitos. En ese barrio viviría toda su vida hasta que se casara a los 27.

Fue su hermana la que le enseñó a leer y a escribir a los 4 años y se convirtió un devorador de libros. Era un muy buen alumno, tranquilo y llegó a ser abanderado.

Cuando salía del colegio se iba para la Biblioteca Nacional, a la sección de la biblioteca infantil y sacaba libros en préstamo. Leía aventura y misterio en inglés, leía Asterix y leía Lucky Luke. Lo hacía casi todos los días, eso de ir al corredor de los Derechos Humanos, entre la Facultad de Derecho y la Biblioteca Nacional a sacar libros. Después, se volvía en el 62 a su casa.

Ahí empezó a hacerse montevideano a medias. Las vacaciones las pasaba afuera, en el campo, y en Sarandí del Yí, donde vivían su abuela materna y sus primos. En Montevideo, iba a la escuela y se enamoraba, de a poco, de su barrio. Cuando tenga 48 años, su sueño va a ser vivir frente a la Rambla y tomar mate en un balcón. Se le va a complicar, también, porque su mujer es, más bien, de las casas.

Mientras que Da Silva seguía creciendo, pasó de ser un niño bueno a un adolescente fatal. En realidad, fue una adolescencia muy linda: acompañado de familia y de amigos y, sobre todo, jugando al rugby.

Sus sueños, a esa edad, estaban ahí. Y los cumplió: ser seleccionado, campeonatos sudamericanos y mundiales, salir campeón con su club, Champagnat.

Durante la salida de la dictadura, cuando él tenía 12 años, su madre tuvo una militancia muy activa en el Partido Nacional. Él y su hermana iban a los clubes y fue ahí donde lo cautivó la llama sagrada: lo cautivó Saravia, lo cautivó Wilson y, más de grande, lo cautivarían Herrera y su legado.

Cuando terminó liceo el Mercosur estaba gestándose y, en el aire, aparecía la mitología de que había que tener expertos en relaciones internacionales. Entonces, en vez de seguir alguna de sus dos vocaciones frustradas, abogacía o ingeniero agrónomo, hizo caso a su padre y estudió y se recibió de la carrera de relaciones internacionales.

Y, a pesar de haber insistido con posgrados de comercio internacional, no pudo evitar volver a sus dos amores: el campo y el Partido Nacional.

La elección de 1994 fue la primera que Da Silva vivió militando. Se había acercado a la lista 903 que encarnaba ese proceso de separación del herrerismo ortodoxo. Hubo un poco de suerte: haber llegado a esa lista, no haber tenido que pagar derecho de piso por su reciente formación y ser de los primeros jóvenes. A partir de ahí, sería parte del sistema político y llegaría a ser diputado y senador suplente y, también, titular.

¿Cuál fue tu primera vez dando un discurso político?

Me tocó hablar, por primera vez, en Sarandí del Yí. Estaba mi abuela y había otras leyendas viejas del herrerismo. Había un acto en un comité y yo fui, y como era difícil agarrar a gente joven, y siempre vende que abra un joven, "Da Silva, hable usted", me dijeron.

Fue la primera vez que hablé y estaba con susto, pero había leído que para hacer discursos hay que saber cómo terminarlo. Y yo quedé encantado. Había 25 personas, pero la gente me felicitaba.

¿Cuál es tu método para darlos?

Dentro de lo que puede ser improvisación, lo preparo igual. Yo conozco mucho el Uruguay y conozco detalles regionales y locales del Uruguay. Lo común mío es arrancar hablando de lo que conozco dónde estoy hablando. Si no conozco, trato de conocer para estar en mayor cercanía.

Es el mismo interior, pero es radicalmente distinta la forma de ser, distinto lo que producen, lo que hacen, las necesidades. Eso es lo que más me ayuda porque es lo que me sale, normalmente.

Empezaste en política muy joven, ¿nunca paraste por un tiempo?

Parar, nunca paré. Fui diputado en el año 2000. Con Luis, éramos los más jóvenes. Ahí, me comí la crisis del 2002, que nos determinó a todos. Después, siempre fui diputado o senador suplente. En la elección del 2005, yo pierdo la segunda banca por unos pocos votos. Creo que fue una linda señal que me vino de arriba, la de no ser dirigente profesional. Ahí fue donde me reconstruí, sin perder militancia, pero sí ya con el caballo cansado, arrancando de cero. Hasta el día de hoy es una enseñanza que, en perspectiva, tengo que agradecer porque está claro que no existe el político eterno, el político profesional. Por lo menos, en mi concepción.

¿Cómo te cayó eso?

Fue un golpe duro: 26 años de diputado y volver. La pasamos mal con mi esposa, y fue complicado, pero en su momento empecé a trabajar en frigorífico. De cadete en Montevideo, después me transformé en asesor de sus directores y, después, lo termine vendiendo. Como con todo lo que he empezado a hacer, he intentado ser bueno en lo que hago, jugando al rugby, haciendo política o siendo el cadete.

Además de ser senador de la República, también sos productor rural, ¿esas áreas no se te cruzan?

No se cruzan en la implicancia. Capaz que, si sos proveedor del Estado, podés tener una implicancia, pero en este caso no. Tampoco podés estar de los dos lados del mostrador, y yo no tengo más que ser un productor como cualquier otro. La implicancia se te cruza, más bien, en los tiempos, porque yo trabajo en 12 departamentos. Estar en la misa y en la procesión es muy difícil. Yo estoy acostumbrado a intentar hacerlo por esa capacidad de traslado que tengo. Yo no tengo problema en agarrar la camioneta e irme a Artigas, pero los años no vienen solos. Llega un momento en el que te cansás, pero es parte de la vida y tengo claro que político profesional no. Yo no puedo volver a esa faceta y dejar todo lo que construí desde el 2004.

Los senadores de la República no son tantos y tú sos uno, ¿cómo te sentís al respecto?

Cuando estás con poco tiempo, como yo, muchas veces no disfrutás nada de lo que hacés. Tenés que tener el tiempo de parar. Yo tengo una educación jesuita muy marcada, del pensamiento, de ver a Dios en todas las cosas, de observarlo, y la excelencia ignaciana que es una cruz que tengo, pero muchas veces miro para arriba, todo el techo ese del Senado. Cuando integré la comisión permanente, siendo diputado, iba y me sentía un príncipe,

Cuando juré la legislatura pasada sentí mucha emoción, porque fue la primera vez que yo entraba al Senado de la República. Esta vez, todo fue más alocado porque juré el 24 de marzo en plena cuarentena. No funcionaba la sala de la Asamblea General y lo viví con ese sentido de responsabilidad.

Esta es una legislatura muy parecida a la del año 2000, las dos que me tocó de titular. Por eso, no tengo ese tiempo de pensar que acá estuvo Wilson sentado, o estuvo Herrera, o de que soy senador de gobierno de un amigo como es Luis. Esos son cosas que imagino que las iré a valorar cuando las pierda.

Elegís tener una participación muy activa y controversial en redes sociales, aun siendo senador, ¿por qué?

Es parte de lo vivencial, fue lo que me permitió existir políticamente cuando era suplente. A mí me gusta mucho la polémica y me gusta mostrar mucho las cosas que uno ve. Odio las fotos con el político, del estilo de "hola, estoy acá con fulanito, hablando de los grandes temas del país". Capaz que soy hijo de mi tiempo, muchas veces exagero, pero en mi trabajo hay tiempos muertos. Al medio día, yo no estoy con mucha cosa qué hacer, porque hace calor y la gente, en el campo, se larga al medio día.

Es una costumbre lo de las redes. Algunas veces, sobre todo ahora que soy senador de gobierno, las cosas que uno escribe no pueden ser tan espontáneas. Eso me lo dicen mis asesores, porque uno no deja de ser un senador de gobierno. Pasé de ser el "Negro" Da Silva al senador Da Silva, pero a mí me gusta y es un bichito que me atrae. Reitero, es de los temas que tengo que licuar el año que viene.

¿Cuál fue el momento más triste de tu vida?

Cuando mi madre vendió el campo. Me acuerdo clarito de ahí, yo soy hijo de la generación del 82, de la tablita, ahí fue un momento triste, ponele que 12 años, en ese lugar donde yo tenía la carretilla despareció. Después he tenido momentos duros, pero duros con rebeldía, pero tristes. Por suerte tengo a mis viejos vivos, pero triste que yo recuerde es un sentimiento de pérdida grande.

¿Y el más feliz?

La felicidad son momentos. La felicidad, como tal, yo no creo que exista. Existe la armonía, el equilibrio. Después, son momentos de felicidad. Estuve feliz cuando me recibí, cuando nacieron mis tres hijos, pero ahí vuelve, también, la carga de la responsabilidad. Tuve un momento de felicidad, pero enseguida me volvió esa responsabilidad, inmediatamente

Cuando me casé. Yo soy muy llorón así que estaba más preocupado por no llorar en el altar que por dimensionar. Cuando ganamos la interna la elección esta no, la anterior, fue un momento muy feliz.

Otro, fue el desfile a caballo del 1 de marzo. Estaban mis hijos, tres capataces que trabajan conmigo, ese fue un momento de plenitud. También estaba mi hermana, todos vestidos de poncho blanco. Ese recuerdo es un placebo, cuando estoy muy estresado me acuerdo de esas imágenes, de ese Montevideo lleno, vitoreando el Partido Nacional a caballo, y fue un placer vivirlo con mis hijos.

¿Algo que la vida te haya hecho aprender a golpes?

Creo que soy un resiliente. Quizá, esa es mi característica. Yo me caí dos o tres veces y me he sabido levantar. Los agricultores somos así, vivimos mirando para arriba. Tenés una mala y pensás que te fundís y, al otro día, tenés que salir a planear otra cosa

No sé, muchas cosas me ha enseñado la vida. Experiencias malas, excepciones con personas, falta de palabra, hay muchas cosas. Es la vida misma, no en vano tengo casi cincuenta años. Cuando ves tu actitud de hace veinte años y te comparás con hoy, podría haber hecho otras cosas, pero eso le pasa a todos.

Entre los cuarenta y los cincuenta es el equilibrio entre la madurez, la juventud y la vitalidad. Estás en un momento lindo. No sos un veterano, pero no sos joven y yo laburo desde los 16 años. Entonces, soy muy consejero con esas cosas y, la verdad, que nuestra generación ha pasado varias crisis. Cuando me pongo a discutir con los millenials, quizá, la única crisis que están viviendo en serio es esta, la de la pandemia. La nuestra no, venimos con posgrado de crisis: la del ‘82, la del 2002.

Si murieras hoy, ¿irías al cielo o al infierno?

Iría al cielo. Soy un buen tipo que ha intentado hacer a mis hijos los niños más felices del mundo y de no olvidarme del día después. Creo que iría al cielo, sí. Algún tirón de orejas me darían desde allá, pero al infierno no.