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Pedro Mairal: “Hay una malicia oculta en Uruguay y eso es bueno saberlo también”

El autor de “La uruguaya” vive en Montevideo hace dos años y, desde aquí, desmitifica la candidez uruguaya. Y habla de su último libro.

02.12.2022 10:02

Lectura: 13'

2022-12-02T10:02:00-03:00
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Por Brian Majlin

Cuando llegó a Montevideo, Pedro Mairal pensó que sería un viaje más; quizás más largo, eso sí. Una estadía para salir del ahogo de una Buenos Aires pandémica y absolutamente encuarentenada. No traía entre sus certezas la de mudarse definitivamente de país —aunque podríamos discutir lo que implica la palabra definitivo cuando se asume una salida para “ver qué onda”— y se fue quedando. Se fueron quedando (junto a su pareja y su hija) y se fueron integrando poco a poco. Primero fue por el lado del fútbol. Se hizo hincha de Peñarol por ser el equipo que más simpatía le daba. Porque lo había puesto en su novela La uruguaya y porque “es popular”. También porque en el primer clásico que vio, Agustín Canobbio le metió un gol a Nacional, y Mairal pensó “ah, mirá, Canobbio”, y le quedó. Y empezó a simpatizar, sin mucho fervor, pero con regularidad.

“Para que te interese un partido, tenés que hacerte de alguno de los equipos; si te da lo mismo, no participás. Entonces, ahora hincho por Peñarol y me divierto más; si no, lo mirás como algo que te resbala”, explica sentado en un bar montevideano a Montevideo Portal, como quien indaga en la identidad y la integración, pero del modo lateral. Es, de algún modo, el estilo Mairal: un lenguaje llano, popular, pero que deja entrever mucho más que lo que se narra, que no se apega a la construcción compleja para dotar su texto de profundidad o contundencia.

Pero todo eso es, también, una elección. Mairal es un “control freak” y no reniega de ello. Se limita, quizás. Desde la época de lo blogs, 20 años atrás, cuando detectó que hubo un cambio en el lenguaje literario de muchos autores de su generación y, en lugar de decir rostro, empezó a usar la palabra cara. “Si escribís más cerca de como hablás, ganás mucho en potencia. Si escuchás como habla la gente, está muy bueno, porque es muy graciosa, hay buenos dichos, y funciona. Ahora, si te ponés con la última moda, entonces no, porque caduca rapidísimo. Me gusta mucho El cazador oculto, porque más que usar una lengua adolescente, [J. D.] Sallinger descubre una forma de pensar adolescente: ¿qué dice Holden Caulfield? ‘El mundo es careta’. Y eso sigue absolutamente vigente más allá de cómo lo diga. Es un delicado equilibrio, una vía media que cada uno encuentra entre la calle y la alta literatura”, repasa.

A veces pareciera que hay autores, como Hernán Casciari o vos, que saben qué botón tocar para emocionar o hacer reír. En tu último libro, Esta historia ya no está disponible, se hace palpable esa capacidad. ¿Lo notás?

Me alegra que lo sientas así. Todo autor es un gran manipulador emocional. La literatura es una manipulación tremenda. Está hablando adentro de tu cabeza a través del silencio. Está jugando mucho con el cerebro del lector. No quiere decir que siempre funcione: podés escribir un texto muy emocionado y no necesariamente emotivo. Es muy curioso eso. Y tampoco escribo chistes, aunque a veces escribo algo absurdo o un poco doloroso. Creo que ese tipo de microobservaciones, de pliegues, que incluso pueden ser muy íntimas o te dejan mal parado, son graciosas y funcionan bien en la medida en que sos sincero.

Hay un lector que conecta mejor con el protagonista vulnerable…

Quizás la literatura del siglo XX es una literatura de antihéroes. Leopold Bloom, del Ulises, era un cornudo que no volvía a su casa porque está su mujer con otro en la cama.

Pero ahora se cuenta algo más cercano y cotidiano…

Bueno, sí, desde Jerry Seinfeld, el stand up, Woody Allen, el cine italiano; hay toda una corriente de empatizar con el perdedor, que es simpático y que provoca una gran liberación, que le hace un corte de manga al deber ser, al macho alfa, a la solemnidad. Es un alivio. Con los blogs es como que, quizás, se habilitó algo literariamente. Contar algo pequeño y loser.

En la poesía en prosa también: aparece Fabián Casas en los 90. Mariano Blatt una vez me dijo: “Me sentí habilitado por ellos”.

Sí, la poesía de los 90 tuvo muchos exponentes de eso. Me gusta mucho la poesía de Fabián. Y me gusta cómo lo combina ahora en la adultez, porque en Últimos poemas en prozac es el fracaso de una pareja. Pero pienso también en [Raymond] Carver, [John] Cheever, grandes perdedores matrimoniales, [Charles] Bukowski…

No dejan de ser historias universales… pero capaz no estaba tan presente en lo que se consumía acá.

Es verdad, quizás es algo más de Norteamérica, porque acá no estaba esa bohemia, aunque nunca lo pensé. Gabriel García Márquez no tenía eso. Puede que esa bajada del antihéroe pase de Norteamérica a los blogs y la poesía de los 90.

Foto: Javier Noceti / Montevideo Portal

Foto: Javier Noceti / Montevideo Portal

La uruguaya, historia de un perdedor

En ese trance de integración, Mairal, como todo argentino que se afinca en Montevideo [N. de R.: este cronista también], empieza a tejer su historia íntima con el país receptor. Se va formando una cosa afectiva con Uruguay. “Mi profe de música es de Liverpool, y si gana me alegra, y uno va haciendo eso: es un lugar que se va llenando con cosas que, al principio, no tenían significado, pero cada espacio empieza a ser apropiado. Es una muy linda ciudad que no se revela de una. Es muy secreta. Encontrás diagonales, placitas, negocios que no dicen nada. Es diferente a Buenos Aires, donde se impone la marquesina. El menemismo marcó una cosa así flashera, mucho neón”, explica el escritor sobre su deslumbramiento montevideano en pequeñas dosis.

Antes ya había hablado de esta ciudad en su novela La uruguaya, cuya adaptación cinematográfica acaba de ser estrenada en el Festival Internacional de Mar del Plata, donde la directora ganó el premio del jurado.

La uruguaya es un libro que desromantiza a Uruguay, que le quita el velo de país amable que está tan arraigado en Argentina…

Yo ya tenía amigos montevideanos y, habiendo hablado mucho con ellos, ya sabía que no eran todos buenos ni un paisito. En realidad, ellos me preguntaban si creía eso y, en su tono, demostraban que era una visión que les molestaba un poco. Y hay una malicia oculta en Uruguay, está bueno saberlo. No me siento nada extranjero en Montevideo. Hay que tener bien abierta la curiosidad, porque pensás que conocés este país, pero no lo conocés. Si ampliás la mirada aparece algo nuevo.

¿Esperabas el éxito o recibida en festival que tuvo la película?

Yo sé que Casciari donde pone el ojo pone la bala y confiaba en su capacidad de trabajar con comunidad. Cuando me dijo el plan, pensé: puede salir muy bien o muy mal, porque podía ser una reunión de consorcio de 2000 personas, pero la pilotearon muy bien. Vi la primera película de Ana [García Blaya], Las buenas intenciones, donde hay personaje chanta, y ese tono era importante también para esta película. Podía fallar, pero disfruté el proceso y voy paso a paso. Etapa por etapa.

¿Cómo fue tu rol?

No escribí el guion; opiné poquito y me hice bastante a un lado, porque como autor estorbás. Hice una canción, que aparece al final. Fui al rodaje, y hasta hago un cameo chiquito. Disfruté y di alguna mirada, pero poco. En Una noche con Sabrina Love no pinché ni corté y siempre me quedé con ganas. Tenía 28 años y me pareció que habían cambiado todo, pero con el tiempo me di cuenta de que tenía que ser así, que es la historia del director. Y lo que hicieron está muy bien; fue una gran embajadora del libro. Ahora me agarra más viejo y se supone que más sabio, estoy pudiendo disfrutar más el proceso y aprender a delegar. No soy buen guionista de mi propio libro, yo ya escribí lo mejor que pude esa historia en la novela. Hay que soltar: y ahí sucede lo lindo del cine que es el equipo.

¿Es el ego?

A veces sí. Veo autores que se aferran a su libro y opinan de todo y se vuelven locos y tuitean que es una mierda. Hay que hacer lo que dicen los ingleses: llorá todo el camino al banco, de última te pagan bien. Entonces metete de un modo lúdico, no padeciendo.

En la música también hay una búsqueda de salir del ego…

Yo estudio, sé que no soy un dotado, aunque de a poco gano complejidad musical. Lo que se me da bien es componer letras, y, con todo el dolor del mundo, me doy cuenta de que el escenario no es lo mío, aunque me encantaría conmover ahí, pero no lo tengo. Entonces apunto a escribir canciones para que las canten otros y las hagan más lindas. Ese ensamble es hermoso.

Otra vez lo colectivo, ¿es tu forma de salirte de la soledad de la literatura?

Hay algo de eso seguramente. Salirme de algo en lo que estaba refugiado, que es el delay de la literatura. Escribo solo, en mi casa, en silencio, y en todo caso es algo que lee alguien mucho después. Y te exponés, pero no es igual que en lo otro. Y el acto comunicativo de una canción es muy poderoso, es distinto a un poema o a un cuento, es algo que sucede en una especie de tiempo compartido. Invento una forma del tiempo que el otro escucha, y la literatura también lo hace, pero lo que tiene es la concentración de sentido. Entra por un lado no verbal la canción, una serie de acordes.

Hay algo muy lúdico, ¿tu acercamiento al arte siempre fue así: experimental?

Siempre tengo ese costado. Me gusta la palabra lúdico porque habla de juego, y es un juego muy serio. Y siempre estás explorando, no hay una cosa fosilizada. Creo que no podría ser nunca un escritor de entregar un libro al año y sentarme como en la oficina. No lo logro, me aburro.

Decís no logro como si hubiera un deber ser…

Y sí, claro, porque el mercado quiere la novela: “¿La novela para cuándo?”. Y yo escribo una novela muy de vez en cuando. La bajada de línea editorial es la novela, es algo que viene de España, donde no hay una cultura del cuento, que es algo más norteamericano y latinoamericano. Al no haber esa tradición, se exige la novela. Y también porque el comprador de la novela lo toma y dice: hago el esfuerzo por entrar a este mundo una sola vez y este mundo me hospeda por 15 días. El lector de novela es un lector menos participativo que el lector de cuentos, que tiene que hacer ese esfuerzo de entrar a ese mundo muchas veces. Las novelas tienen algo de casas y los cuentos algo de edificio de departamentos; le exigís más al lector. Pero yo confío mucho en los lectores: de hecho con este último libro le pido mucho, porque hay algo como de rompecabezas y le digo: “Armate esto que está acá”.

Porque hay cierta continuidad…

Sí, hay una voz, un hombre que habla de la paternidad, y que tiene una edad, y hacia el final se va disfrazando de terceras personas, y habla de conflictos de la pareja.

¿Lo decidís antes de empezar?

Con los libros estoy metido adentro como si fuese una ciudad. Y los lectores leen y me dan como visión de dron o mapa. Yo no sé qué son, aunque tenga intuición y hable con los editores, pero no termino de saber qué es ese libro hasta que me lo dicen los lectores después.

Vos aparecés como personaje en algunos cuentos, ¿por qué meterte?

Me empiezo a dar cuento de que incluso cuando escribo en tercera persona y con personaje igual lo toman como autobiográfico…

Bueno, en La uruguaya pasaba eso con Lucas…

Sí, encima yo lo hice escritor. Mi hermana me decía: “Tenía que tocar el ukelele también”. Se arma algo con los lectores a partir de lo que saben de vos de la entrevista, lo que lee en el libro, hay como un autor inventado y se hace medio inmanejable. Siempre recuerdo que una amiga de mi mamá tenía una foto de Albert Camus en su mesita de luz, pero su Camus no era el mismo que el mío. Lo que vos sos como autor para los lectores es una invención de cada lector. Casi que no habría que dar entrevistas, porque cuanto menos intervenís, más libertad le das al lector.

¿Y es algo comercial o qué?

Una sola vez intenté escribir algo con seudónimo, la primera versión de los pornosonetos, y era muy lindo. Pero cuando empezaron a elogiarlo no aguanté más y empezó a pincharse el seudónimo. A mí me gusta la interacción.

Ahora, la literatura es doblemente solitaria, se hace solo, se lee solo, y, sin embargo, lo hacés esperando la reacción.

Sí, porque es como tender una mano en la oscuridad. Esa soledad es una apuesta de comunicación. Nadie escribe para sí. Quizás para vos en 10 años, con lo cual sos otro. Siempre hay un acto comunicativo en la escritura. Y ese acto salva. Y te hace bien. Siempre hay una apuesta por eso. Una suma de soledades. Cuando leés algo que te gusta, te sentís menos solo.

¿Qué estás leyendo?

Estoy siempre leyendo amigos, cosas que tengo que leer para mis seminarios. Leí a Manuel Soriano, que publicó ahora Las cosas que veo, que es medio pariente del mío: un tipo que vive en Uruguay con la hija y cuenta un poco lo que vive. Poeta chileno, de Alejandro Zambra, que habla de la figura del padrastro de la que nunca se habla en la literatura, y me encantó. Pero la lectura hoy está totalmente atomizada; es difícil seguir un texto largo, no existe más sentarte a leer en silencio, porque hay que hacer un esfuerzo enorme, dejar el celular. Esa es la pandemia más fuerte, la de estar viendo todo el tiempo el celular.

¿Cómo la llevás?

Mal. Y eso que tuve pie en lo analógico. Tenemos que enseñarles a nuestros hijos a apagar. Estuve pensando bastante eso, porque creo que el cerebro produce cosas creativas cuando se aburre. Fijate que las pantallas de consumo, del smartphone o la tablet, son muy buenas para consumir contenido, pero no están hechas para escribir. Estos dispositivos son como revistas, donde fluís y pasás la página, deslizás, pero es un peligro: un cerebro que se vuelve adicto a eso, pero no elabora su propio discurso.

Por Brian Majlin