Por The New York Times | Timothy Snyder
En los tiempos de Brézhnev —en los años de juventud de Vladimir Putin—, el 9 de mayo era una fecha señalada para el militarismo, de ensalzamiento de las armas y del poderío. Podría olvidarse, al menos por un momento, que la guerra por elección de Leonid Brézhnev se libraría y se perdería en Afganistán menos de dos décadas después de que los festejos del 9 de mayo comenzaran. Del mismo modo, la guerra que será probablemente la última de Putin se está librando y perdiendo hoy en Ucrania.
Durante ambos conflictos, la ciudadanía occidental se preocupó, comprensiblemente, por la posibilidad de una guerra nuclear.
La Rusia actual emite una continua serie de amenazas nucleares. En Occidente, hoy en día, y a diferencia de lo que ocurría durante la Guerra Fría, se habla de ellas en términos más psicológicos que estratégicos. ¿Cómo se siente Putin? ¿Cómo nos sentimos nosotros?
El temor de los estadounidenses a una escalada retrasó el suministro de armas que pudo haber permitido la victoria de Ucrania el año pasado. Se han entregado, uno tras otro, sistemas de armamento susceptibles de provocar la escalada, sin consecuencias negativas. Sin embargo, el costo de ese retraso se puede observar en los territorios ucranianos que Rusia sigue controlando: en las fosas de la muerte, en las cámaras de tortura y en los hogares vacíos de los niños secuestrados. Decenas de miles de soldados de ambos bandos han muerto innecesariamente.
En casi 15 meses de guerra, y a pesar de la propaganda nuclear rusa y los temores occidentales, no se han utilizado armas nucleares. Se trata de una ausencia que merece una explicación. Los que predijeron una escalada si los ucranianos resistían, si Occidente suministraba armas o si Rusia sufría una derrota se han equivocado hasta ahora. Los teóricos estratégicos apuntan a la disuasión, y señalan que el empleo de armas nucleares no supondría necesariamente una victoria rusa. Garantizaría una drástica respuesta occidental y convertiría a los dirigentes rusos en parias. Sin embargo, hay una explicación más profunda: el discurso nuclear ruso es en sí mismo el arma.
Se basa en supuestos falsos. La propaganda nuclear rusa parte de que gana siempre el más agresivo. Pero no siempre gana el más agresivo. Los propagandistas rusos quieren que pensemos que las potencias nucleares nunca pueden perder las guerras, basándose en la lógica de que siempre pueden emplear las armas nucleares para ganar. Esto es una fantasía ahistórica. Las armas nucleares no dieron la victoria a los franceses en Argelia, ni preservaron el Imperio británico. La Unión Soviética perdió su guerra en Afganistán. Estados Unidos perdió en Vietnam, en Irak y en Afganistán. Israel no ganó en Líbano. Las potencias nucleares pierden guerras con cierta frecuencia.
Algunos estadounidenses han propuesto un escenario nuclear donde los rusos tendrán que utilizar armas nucleares para evitar la derrota. Sin embargo, Rusia ha sido derrotada en Ucrania, con sus propios términos, una y otra vez. Lo que ha demostrado es su capacidad para cambiar esos términos después de cada derrota. Rusia no ha logrado el objetivo explícito de la “operación militar especial” para derrocar al gobierno democrático de Ucrania. No habrá mayor humillación que esa. A la derrota en Kiev le siguieron otras en Járkov y Jersón. Cada derrota dio lugar a reportajes de portada de los propagandistas rusos y sus creyentes y a que se hablara de gestos de buena voluntad, retiradas estratégicas, etc. La escalada ha formado parte de la labor de los propagandistas.
Rusia puede perder sin verse acorralada. Tiene 11 husos horarios de espacio para los soldados en retirada y mucha práctica en rehacer su propaganda. De hecho, los dirigentes rusos ya han indicado lo que harán si creen que van perdiendo: cambiar los términos de referencia y de tema en los medios rusos. El Estado cleptócrata de Putin, en su conjunto y quienes dependen de él, como el ejército mercenario de Wagner, son proyectos de relaciones públicas con un brazo militar. En la política rusa, se presupone que la retórica vence sobre la realidad. Y ya se han hecho los preparativos retóricos para la derrota.
Bajo la ambigua belicosidad de Putin está la idea de que Rusia gana si evita “la derrota estratégica”, según sus palabras, impuesta por la OTAN. Casi da igual lo que ocurra: para él, será fácil definir la guerra en Ucrania como una victoria estratégica. Puesto que el Kremlin afirma que está luchando contra la OTAN, lo único que Putin tiene que decir es que Rusia ha impedido que la OTAN cruzara a Rusia. El comandante de Wagner escribió hace poco, en este sentido, que Rusia puede poner fin a la “operación militar especial” en cualquier momento y afirmar sin más que se han logrado sus objetivos, siempre y cuando Rusia no se retire de más territorio ucraniano ocupado.
Al tomarnos en serio el chantaje nuclear, hemos aumentado las posibilidades generales de una guerra nuclear. Si el chantaje nuclear permite una victoria rusa, las consecuencias serán incalculablemente terribles. Si cualquier país con armas nucleares puede hacer lo que le plazca, entonces la ley no significa nada, ningún orden internacional es posible y la catástrofe nos acecha a cada paso. Los países sin armas nucleares tendrán que construirlas, basándose en la lógica de que necesitarán una disuasión nuclear en el futuro. La proliferación nuclear hará mucho más probable una guerra nuclear en el futuro.
Cuando sabemos que el discurso nuclear es en sí mismo el arma, podemos actuar para que la situación sea menos arriesgada. El camino hacia el pensamiento estratégico pasa por liberarnos de nuestros miedos y tener en cuenta los de los rusos. Los rusos no hablan de las armas nucleares porque tengan la intención de utilizarlas, sino porque creen que un gran arsenal nuclear los convierte en una superpotencia. El discurso nuclear los hace sentir poderosos. Consideran que la intimidación nuclear es una prerrogativa suya, y creen que los demás deben ceder automáticamente a la primera mención sobre sus armas. Los ucranianos no han permitido que eso afecte a sus tácticas.
Si Rusia detonara un arma, perdería su estatus de superpotencia, ese tesoro tan celosamente protegido. Un acto así supondría admitir que su ejército ha sido derrotado, lo que es un enorme desprestigio. Peor aún, los vecinos construirían (o aumentarían) sus propios arsenales nucleares. Eso privaría a Rusia de su estatus de superpotencia a ojos de los propios rusos. Ese es, para los dirigentes rusos, el único resultado intolerable de esta guerra. En mi opinión, el mayor riesgo de una acción nuclear rusa sería, por tanto, una que Moscú atribuyera a Ucrania, como la destrucción deliberada de la central nuclear de Zaporiyia.
La guerra es impredecible. La historia militar está llena de sorpresas. Putin ha emprendido una guerra de atrocidades, y es seguro que se cometerán más mientras continúe. Rusia no solo generó un sufrimiento innecesario cuando invadió Ucrania, sino también un riesgo innecesario. Tenemos que trabajar dentro de ese mundo de riesgo y terror y analizarlo con calma. Ninguna opción está exenta de peligros; nuestra responsabilidad es reducirlos. Cuando los rusos hablen de la guerra nuclear, la respuesta más segura es garantizar su propia derrota convencional.
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