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Por The New York Times

Opinión: Cuidado con los hombres obstinados

Rubiales recurrió a una jugada que ha demostrado ser ganadora: la obstinación. Insistió en que no había hecho nada malo.

12.09.2023 12:07

Lectura: 6'

2023-09-12T12:07:00-03:00
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Por The New York Times | Elizabeth Spiers

Cuando Luis Rubiales, que el domingo renunció al cargo de presidente de la Federación Española de Fútbol, fue blanco de una reacción negativa global por haber besado a Jenni Hermoso, integrante del equipo español ganador de la Copa Mundial Femenina, no se mostró arrepentido ni avergonzado. Tampoco lo hizo cuando Hermoso y sus compañeras anunciaron que nunca volverían a trabajar con él. Lo mismo ocurrió cuando la FIFA, la autoridad mundial del fútbol, lo suspendió.

En cambio, recurrió a una jugada que ha demostrado ser ganadora: la obstinación. Insistió en que no había hecho nada malo, que había sido un gesto mutuo y que era víctima de una “cacería de brujas”. Por un momento ofreció un esbozo de disculpa con cierto resentimiento, pero se apresuró a desdecirse.

Hay tantas especies distintas de misóginos como enfermedades infecciosas, pero Rubiales (al igual que Donald Trump, que aplicó una maniobra similar cuando E. Jean Carroll lo acusó de haberla violado) representa una estirpe particularmente traicionera. Estos hombres son incapaces de avergonzarse de su conducta, ni siquiera cuando se ven confrontados con pruebas irrefutables, porque básicamente creen que es aceptable. No parecen comprender que su víctima es igual de humana y compleja que ellos y tiene voluntad propia. Por eso les cuesta tanto comprender que se considere agresión algo que no sea casi una violación.

“No la estaba violando”, fue hace poco el dudoso argumento en defensa de Rubiales de Woody Allen. “Solo fue un beso y eran amigos. ¿Qué hay de malo en eso?”.

Al igual que muchísimas otras mujeres, puedo decir por experiencia propia que ese tipo de agresiones causan un daño profundo. La lesión no solo es física… actos como ese les roban a las mujeres autonomía sobre su cuerpo. Es una experiencia que, aunque breve, causa desorientación y es degradante, como descubrí cuando era una veinteañera y fui víctima de una agresión sexual camino a casa después del trabajo en la ciudad de Nueva York.

Iba por una banqueta al lado de un parque pequeño, cuando vi que un hombre (alto, blanco, de cabello largo, con un atuendo casual pero pulcro de pantalones vaqueros y camiseta) caminaba hacia mí. Justo cuando nos cruzamos, extendió los brazos y tocó mis senos; luego siguió caminando. La luz era crepuscular, apenas iba cayendo la noche, y ninguna de las personas que iban por la calle estaba cerca, por lo que nadie vio lo que sucedió.

Me quedé parada, como congelada en el lugar por el asombro. Por un momento, mi cerebro pareció negar lo que acababa de ocurrir, pero mi siguiente emoción no fue la que algunos esperarían. No fue miedo ni desesperación: fue ira.

El hombre había corrido y, cuando volteé, vi que iba al final de la cuadra. Sentí un impulso visceral de correr tras él y darle un golpe en la cara. Aunque no soy nada alta y nunca he golpeado a nadie, en ese instante mi ira era tan intensa que, si mi instinto de autoconservación no se hubiera activado, quizás habría intentado atacarlo como un animal salvaje. En vez de eso, conecté las únicas dos neuronas que todavía me funcionaban y, desorientada y sin saber qué hacer, me fui a casa.

No reporté el incidente. Cuando les conté lo ocurrido a mis amigos, me referí con indiferencia al agresor como el “agarra bubis”: fue el mecanismo que usé para envolver la experiencia con una venda de despreocupación y que así pareciera menos horrible. La tomé como algo sin importancia, como un episodio que podía tomarse en broma. En mis años universitarios fui víctima de una violación, así que mi racionalización fue que, en comparación, la agresión que sufrí al lado del parque había sido bastante trivial.

Sin embargo, la primera vez que le conté a una amiga lo que había pasado junto al parque, lloré al regresar a casa porque me sentí de lo más humillada. Un instante después de lo ocurrido, me sentí deshumanizada, como un objeto que el agresor podía usar como quisiera. Imagino que así es como me vio y como ve a otras que quizás haya agredido.

Muchos hombres, secreta o abiertamente, ven menos a las mujeres: menos inteligentes, menos capaces, menos resilientes. Los obstinados son peores. No reconocen a las mujeres ni siquiera como una versión imperfecta de los hombres; sencillamente las consideran cuerpos que existen para darles placer y para usarlos. En este sentido, son idénticos a mis agresores.

Poco tiempo después del incidente en el campo de fútbol, Hermoso comentó que no le había gustado el beso. Al día siguiente, dijo que el beso “no era gran cosa”. Pero después de eso, sus declaraciones han sido inequívocas: dice que fue “víctima de un ataque”, por lo que presentó una denuncia en contra de Rubiales.

Me pregunto si la secuencia de emociones que experimentó fue parecida a lo que sentí cuando un extraño tocó mis senos: sobresalto seguido de enojo y luego de un análisis racional cuya conclusión fue que atacar tendría peores consecuencias. Hermoso ha dicho que, en un principio, la presionaron para defender el beso y proteger a Rubiales. Me pregunto si en ese momento cuestionaba la importancia del beso o intentaba convencerse de que no era gran cosa. Obviamente, llegó a la conclusión de que sí lo era y, a pesar de todas las presiones para restarle importancia, exigió que Rubiales rindiera cuentas.

Hombres como Rubiales y Trump por lo regular cuentan con un grupo de defensores, gente dispuesta a decir que estas situaciones no son tan importantes. Es posible que la mayoría de ellos se consideren personas razonables. Algunos de esos defensores toleran conductas abominables por lo que estos hombres parecen ofrecer, como liderazgo, alguna habilidad extraordinaria u otra expresión de poder. Otros defienden las acciones porque ellos también creen que el cuerpo de la mujer siempre es, en cierta medida, propiedad de los hombres, por lo que una violación ocasional del consentimiento, supuestamente sin importancia, puede ignorarse. “No la estaba violando, solo fue un beso”.

Los obstinados ponen a prueba cuánto abuso piensa la sociedad que una mujer debe tolerar, en especial de alguien que tiene una posición de cierto poder. Alientan a otros a ensanchar la esfera de lo que es aceptable en cuanto al maltrato a la mujer. Lo hacen con seguridad y son modelo de una situación extrema de privilegio con pocas consecuencias. Así garantizan que vuelva a ocurrir. Este artículo apareció originalmente en The New York Times.