Después de 45 años de trabajo, de cámaras, móviles y noches largas en la calle, Nano Folle decidió jubilarse. No porque le falten historias para contar, sino porque —como él mismo dice— siente la necesidad de “agarrar la llave, apagar la luz y volver a ver como los gatos, de a poco, en la oscuridad”.
Periodista de papel, narrador antes que “hombre de TV”, autor de libros como La otra mirada, Folle fue durante décadas una de las caras más reconocibles de la crónica policial uruguaya. Su estilo directo, su pelo largo, los jeans en el noticiero y, sobre todo, su empatía con víctimas, victimarios y sus familias lo convirtieron en una figura popular, más que famosa, como le corrigió una vecina en un barrio de piso de tierra.
En esta conversación con Montevideo Portal, Nano habla de la jubilación, de su relación casi alérgica con las redes sociales y la inteligencia artificial (IA), de cómo se acercó al mundo del delito, del narcotráfico y de las cárceles, del rol de las fuentes, del miedo y de esos casos que nunca se cerraron del todo, pero que quizás algún día —en otro formato— vuelvan como historias para ser contadas.
¿Cómo que te jubilás?
Y sí, me jubilo. Tengo 45 años de laburo, estoy cansado y quiero tener una jubilación relativamente extendida en el tiempo. No jubilarme “por tiempo”, simplemente parar.
Escuché que tenías ganas de escribir y me acordé de que tengo un libro tuyo en casa.
Ganas de escribir tengo siempre. Yo soy periodista de papel, empecé en un diario. Ese libro que tenés es un libro de cuentos, el primero que escribí, en el año 86. Tenía 24 años cuando lo escribí. Fue mi primer desahogo espiritual en la página en blanco. Y la página en blanco siempre me atrajo.
Cuando pasa algo fuerte en el mundo, siempre me da ganas de sentarme frente a una página en blanco. Hoy es la computadora; el último libro lo escribí ahí, por sugerencia de mis hijos y de algunas personas más. Dejé la vieja Underwood y me pasé a la compu… y me pasó lo que le puede pasar a un neandertal como yo, a uno de los pitecántropos: tenía el libro terminado, sin respaldo; apreté la tecla que no era… y borré todo el libro.
¿En serio? ¿De qué era ese libro?
Era un libro que salió, que vive: La otra mirada. Después de todos los programas de cárceles, comprendí que había un montón de cosas adentro mío que tenía que sacar. Lo borré entero. Fui llorando a hablar con mi mujer, con la que estaba casado entonces, y le dije: “¿Qué hago? Tengo que ir a otro planeta, borré el libro, lo tenía entregado”.
Y ahí vino ese consejo de mujer. Me dijo: “Lo tenés todo en la cabeza. Escribí el libro de nuevo”. Me senté en la computadora con una bata blanca —que ya no tengo— y lo escribí de punta a punta, entero. Y te diría que cosas que estaban un poco gordas se adelgazaron, y algunas que estaban flacas engordaron. Se agregó alguna cosa más. Salió mejor.
Pero bueno, soy poco tecnológico, como este ejemplo demuestra.
También se te veía mucho tiempo sin celular, sin redes… ¿sigue siendo así?
Durante mucho tiempo ni celular usaba. Ahora sí tengo, pero poco. No tengo redes, no tengo Instagram, no uso Twitter. Me parece un mundo venenoso, resbaladizo y poco amigable con el tiempo real. Tiene un tiempo ficticio.
¿Qué es ese “tiempo ficticio”?
Vos agarrás el teléfono, lo prendés, y parece que te conectaras con el mundo entero. Eso es mentira. Te conectás con algo que parece el mundo, pero está lleno de falsedades, de simulacros.
Y con la tecnología soy muy crítico: de la inteligencia artificial para abajo, estoy en contra de todo (risas). Por eso también me jubilo. Cada cosa que digo ya me miran como diciendo “pah, no…”. Entonces, a riesgo de ser anacrónico, les digo: “muchachos, que venga otro”.
Cuando hablabas del libro y de tu “otra mirada”, pensaba en todos esos años de policiales. Para hacer tanto tiempo crónica policial, tenías que estar muy curtido. Y vos lo hacías con empatía, respetando a las personas. ¿Eso lo tuviste desde el principio? ¿Cómo hacías para cargar con todo eso cuando llegabas a tu casa?
La receta que encontré fue no involucrarme emocionalmente en el sentido de “yo no vengo a salvar a nadie”. Yo no voy a salvar a la señora que mató al marido, ni a la pareja que perdió a sus hijos en un incendio, ni a los padres que perdieron a su hijo en un accidente de tránsito.
Lo que sí puedo es acercarles algo: explicarles cómo fue el accidente, qué pasó, arrimarme lo más posible a la verdad. No decir “bueno o malo”, sino cómo fue. La verdad absoluta no existe, es una quimera, pero sí podés aproximarte.
Ahí empecé a entender que la crónica policial siempre se había nutrido de información policial: los periodistas repetían lo que les decía la policía, o el juez, o ahora los fiscales. Pero nunca se escuchaba a “los muchachos”, a los delincuentes, que también tienen su mirada. Un cuadrado tiene cuatro lados: faltaban algunos.
Entonces empecé a quedarme en las escenas. Pasaba algo, todos se iban y yo a veces me quedaba. Dejaba al camarógrafo filmando y me quedaba. A veces nos quedábamos en el auto y aparecía “el otro lado”. Ahí empezaba el diálogo: “¿Y qué pasó aquí?”.
Y aparecía una versión distinta de la de la policía o el juez. Tampoco era “la verdadera”, pero entre todas las versiones construís una aproximación más honesta a lo que pasó. Eso hice.
Eso fue lo que derivó después en programas como Víctimas y victimarios…
Claro. En el canal vieron que había posibilidad de hacer eso, de buscar un poco más hondo. Víctimas y victimarios fue maravilloso de hacer. Yo no había visto algo así en Uruguay, y antes no se había hecho.
Tomábamos casos concretos y hacíamos “una palita y un pozo”, íbamos cavando. Me acuerdo el caso de una mujer que apareció muerta, empalada, desnuda, en una volqueta. Tenía 55 años. Se dijo que era una prostituta, que algún extranjero, con no sé qué rito, la había empalado con un palo de escoba.
El palo no la mató: le alcanzó la clavícula. La mujer quedó viva en la volqueta. Un taquígrafo que pasó la vio, se asustó y se fue sin avisar. Ella estaba viva. Se investigó, se habló de un peruano, de tres peruanos. Estuvo en el juzgado, no encontraron pruebas, se fue, tomó un barco y desapareció. Nunca se aclaró el caso.
La prensa la había convertido en “la prostituta empalada por extranjeros”. Nosotros buscamos a la hija. Nos contó que su madre era coqueta, muy linda, tenía problemas psicológicos, tomaba medicación, pero tenía una buena jubilación, un buen trabajo anterior, vivía en un apartamentito en la Ciudad Vieja, se compraba ropa, salía a caminar.
La captaron estos tipos. Vieron a una mujer sola, la emborracharon, combinada con sus remedios, la violaron y la mataron. Poder hacer ese caso y que la hija dijera en cámara: “Mi madre no era una puta. Mi madre no va a conocer a su nieto, pero quiero reivindicar quién era”... eso valía todo.
Hoy ese tipo de relatos tiene muchísimo éxito en plataformas: true crime, documentales, podcasts… sin embargo, en la tele abierta no se sostuvo tanto.
Porque la gente necesita entender. No se conforma con la noticia de tres minutos. Quiere cerrar su propio círculo mental: qué pasó antes, durante y después.
La crónica policial se mira a veces por morbo, sí; todos tenemos un poco de morbo. Pero también se mira para tratar de entender qué pasa a tu alrededor, por qué les pasan las cosas a otros, y qué harías vos si te pasara. Y también para tomar conciencia de que nadie está totalmente a salvo.
Yo siempre digo que las cárceles se miran “de lejos”, pero nadie está libre de caer preso. Tenés un incidente de tránsito, te agarrás a trompadas, el otro cae mal, se rompe la cabeza en un cordón: homicidio culposo. Para adentro. Tu hija tiene un problema, te vas de manos con el novio que la golpeó y se encarna: para adentro. Es así de simple.
¿Te llegaron a amenazar? ¿Tuviste miedo alguna vez en esa cobertura del mundo pesado?
Siempre dije que las amenazas son un fiasco. El que te amenaza es porque no te va a hacer nada. Si te quieren hacer algo, te lo hacen sin avisar. La forma más común acá es simular una rapiña: se suben al auto, parece un asalto, vos te resistís y chau.
Yo soy medio enemigo de la idea romántica de “las fuentes”. A veces creemos que usamos a las fuentes, y en realidad las fuentes nos usan a nosotros. La pregunta clave es: ¿cuándo una fuente te está dando agua limpia y cuándo te está usando?
Lo que hice fue mostrarles a todos por dónde iba yo. Ni coimas, ni whisky, ni regalos. A los policías no les gustaba mucho al principio, a los delincuentes tampoco. Caminé derechito, empecé a informar mostrando qué quería hacer. Y después las fuentes empezaron a venir. No sos vos el que va a la fuente: la fuente te llama. Y ahí sí tuve amigos de confianza: alguno del lado del delito, alguno del lado de la policía.
Contaste que una vez te robaron todo en tu casa y ahí viviste en carne propia lo que tantas veces relataste. ¿Qué te dejó esa experiencia?
Me robaron todo: ropa, cosas personales, hasta la cadena del cachorro. Quedé con una bronca que me salía espuma por la boca. Estuve dos días con un hacha, caminando por la casa, esperando que volvieran.
Ahí entendí que, cuando te pasa algo así, es como si te inocularan un veneno. Hay que esperar a que el torrente sanguíneo lo expulse, porque si no quedás enfermo. Llamé a un policía amigo y le dije: “Quiero un fierro”.
Él me explicó cinco cosas para tener un arma:
- Ir al polígono mínimo dos veces por semana; si no, no le pegás a nada.
- Tenerla siempre encima, no en la guantera.
- Si la sacás, es para disparar, no para asustar.
- Tenés que estar dispuesto a ver morir a alguien, porque no se mueren como en las películas.
- Después viene el juez, el homicidio, tu familia sola en casa y los parientes del muerto.
Me compré unas boleadoras. En serio (risas). Las tengo en casa. De un arma de fuego no te podés defender; de un arma blanca, con algo capaz que sí. Y las boleadoras te dan distancia. Ahí están.
Más allá de todo eso, con tu impronta siempre muy marcada: pelo largo, jeans, ir como sos a cámara… ¿Cómo fue sostener ese estilo en la tele?
Fui un poco testarudo. Fui el primer tipo que fue en vaqueros al diario El País. Cuando llegué a la tele, todos usaban traje. Yo entré a 40 Semanas y dije: “Yo no puedo ir con zapatitos y traje planchado; déjenme ir con mi ropa”. Iba con mi ropa y después la gente me veía igual en el supermercado y en la feria.
Eso te acerca. Hace poco me cruzaste vos misma en un súper y vimos cómo se te acerca la gente: con respeto, con afecto, muy a la uruguaya. Yo siento cariño y respeto. Y siento que la gente ve más de lo que nosotros creemos.
Una vez, en un pasaje complicado, una señora nos metió en su casita para protegernos. Piso de tierra, hijos varones presos o delinquiendo, mujeres haciendo el clásico “cante”. La hija mayor, de 17, me pidió una foto porque “era famoso”. La madre la frenó: “No, el señor no es famoso. El señor es popular”.
Esa mujer vive en piso de tierra y tiene una lectura más fina de la sociedad que muchos que manejan encuestas. Ahí entendí algo: la fama es puro cuento; ser popular es otra cosa. Y en este trabajo, con tantos años, ser popular es un reconocimiento.
Contaste una anécdota muy fuerte: una mujer que te agradece, años después, por algo que dijiste al aire sobre el crimen de su hija. ¿Ese es el núcleo de lo que te importa del periodismo?
Llevé el auto a un taller, casi en el Pinar. Veo a una mujer barriendo, toda tatuada, incluso en la cara. Se acercó y me dijo: “Le quiero agradecer. Hace muchos años mataron a mi hija en el Pantanoso, la violaron y la tiraron ahí. Y usted dijo algo que me ayudó a seguir viviendo”.
Le pregunté qué había dicho yo, porque uno dice muchas cosas. Me respondió: “Usted dijo que no hacía falta hacerle lo que le hicieron. Que estaba de más. Que usted lo dijera me ayudó a seguir viva”.
De eso había pasado como 20 años. Y ella se acordaba. Ese tipo de cosas son las que importan en esta profesión: poder conectar con lo que a la gente le mueve el alma. Lo demás es información, y la mayor parte de la información se olvida.
Hablemos de los cambios en el delito. No era lo mismo cubrir policiales hace 20 años que ahora, con el narcotráfico instalado. ¿Qué ves hoy?
Lo primero: los narcos existen porque hay gente que compra droga. Podés incautar toda la droga y el dinero del mundo, pero si hay un mar de gente que quiere comprar y paga lo que sea, va a haber gente que haga lo que sea para vender.
Si bajás eso a Uruguay, ves un montón de mujeres sin varón proveedor para la economía familiar, jóvenes aún, que tienen dos “soluciones”: prostituirse o vender base. Eso pasa en las bocas, en los barrios. Y los hijos de esas mujeres se van deteriorando con ese entorno.
Además, hoy es más rentable el narcotráfico que la rapiña. Vos robás una barraca, te llevás 10.000 pesos con arma, capaz lastimás a alguien, si te agarran vas ocho años preso. En droga capaz vas tres años, entrás a la cárcel donde están todos, hacés carrera. Entonces se terminaron un poco las rapiñas y se engrosó el ejército del narco.
Tengo muchas cosas pensadas humanamente para hacer y muchos jardines para regar.
Y, mientras tanto, se habla de “ajustes de cuentas”, como si fueran muertos que importan menos.
Sí. Se instaló la etiqueta de “ajuste de cuentas” para un montón de cosas. Al principio se usó para homicidios que no se podían aclarar; después, para encubrir que eran los mismos de las bocas los que, para que no delinquieran en cierto lugar, tiraban cuerpos en la cuneta.
Y se fue degradando el valor de la vida. Hoy podés mandar a unos muchachos a que le peguen tres tiros al novio tóxico de tu hija por 1.500 pesos. Eso entra en la categoría de “ajuste de cuentas”. La muerte se volvió una opción a la mano.
El peligro es que la sociedad empiece a pensar: “Si se mueren tantos, ¿por qué no también este que me molesta?”. El vecino con la música al mango, el del perro que ladra… Y un día alguien que no aguanta más agarra un arma y dispara. Ahí empieza el verdadero infierno: el fiscal, el juzgado, la cárcel, la familia sola en casa.
Este mundo se deterioró en los últimos 20 años. Recuperar textura humana va a llevar otros 20 o 25. Pero este país tiene una oportunidad, por la escala. Somos pocos, nos conocemos, los barrios se conocen. Todo el mundo sabe dónde están los pesados. El tema es si hay voluntad real de ordenar eso o si todos están enganchados en algún circuito.
¿Te quedaste con casos que no pudiste cerrar, o que decidiste no contar?
—Casos sueltos siempre hay. El caso Pellman, por la bomba en la calle Plutarco, por ejemplo: muchas preguntas, pocas respuestas. Y mi primer gran caso policial: un efectivo de la Seccional 17 al que mataron sus propios compañeros. Había una patota policial metida con droga, contrabando… El tipo encontró pruebas, fue a hablar con el jerarca equivocado, y apareció muerto con apariencia de suicidio.
Yo insistí con ese caso. Nunca los procesaron por homicidio, apenas por abuso de funciones. Un día fui al puente donde “se había suicidado” para cerrar mi propia investigación. Y ahí un comisario retirado se me acercó y me empezó a hacer preguntas muy simples: “¿Se preguntó por qué una camioneta que choca contra un puente y cae marcha atrás tiene barro adelante y no atrás? ¿Miró el lado donde estaba la sangre? ¿Sabía si el tipo era zurdo o diestro?”.
Ese fue el copete de la nota: el barro, la sangre, la mano. La madre de ese policía se murió dándome notas a mí y a otros, sin ver aclarada la muerte de su hijo.
Te insisto en algo que vos resistís un poco: nuevos formatos. True crime, videopodcast, series documentales… ¿no te tienta recontar estas historias ahí?
Me insisten desde hace años con eso. Y puede ser que sí, que en algún momento esas historias se reescriban. Pero yo no soy “esas historias”. No quiero que mi vida vuelva a girar en torno a un estudio, una cámara, un set.
Yo necesito apagar la luz. Pasar a la oscuridad y, como los gatos, volver a ver de noche. Hace 25 años que hay un espejo y una cámara apuntándome. Y tengo la necesidad de no tener ninguna lente que me apunte.
Tengo muchas cosas pensadas humanamente para hacer y muchos jardines para regar.
¿Cómo hacés para “bajar” toda la energía negativa con la que volvés de la calle?
Siempre lo hice de la misma manera. Llegaba a mi casa, verano o invierno, me sacaba los zapatos, las medias, salía al jardín, prendía una bomba con manguera y regaba. Me embarraba los pies y le daba a la tierra todo el exceso de energía negativa.
También, una vez, me hicieron un “trabajo” muy fuerte (risas). Se secó un árbol enorme en casa y desaparecieron dos perros que nunca se escapaban. Después vi en un programa argentino a una mujer que hacía magia negra y explicaba que, para un trabajo fuerte, primero caen los árboles; si no pueden con ellos, van los perros.
Llamé a un amigo que está en el “camino rojo”, me tiró tabaco sagrado en la casa, me dijo que me habían hecho un trabajo enorme. Y me enseñó algo clave: no dejar entrar el miedo. El miedo es lo más venenoso que tenemos. Si le abrís la puerta, entra. Con los delincuentes y con los perros, pasa igual: el miedo se huele.
¿Qué sigue ahora que te jubilás? ¿Desaparecer del todo, escribir, quedarte en el jardín…?
Tengo muchas cosas para hacer que no tienen que ver con los medios. Necesito eso: apagar la luz. Regar jardines, literalmente. Volver al silencio. Y, quién te dice, capaz en algún momento agarro de nuevo la página en blanco.
Por ahora, lo que quiero es eso: dejar de tener una lente apuntándome y volver a ver, despacio, en la oscuridad.