En "La democracia sentimental: políticas y emociones en el siglo XXI" (2017) Manuel Arias Maldonado realiza un exhaustivo y multidisciplinario análisis intelectual sobre la reaparición de "viejos fantasmas políticos" como el nacionalismo y el populismo en Occidente.

El teórico político español acusa además "un giro afectivo" en las ciencias sociales durante los últimos 15 años y señala que existe un agotamiento del "paradigma constructivista", que la pandemia ha dejado de manifiesto.

A su vez, relata cómo entre 2008 y 2016, cuando tienen lugar el Brexit y la victoria de Donald Trump, coinciden tres fenómenos: la crisis económica, el auge de los (nacional) populismos y la comercialización de los smarthphones junto a la aparición de las redes sociales.

Sobre estas últimas, apunta que lo que predomina es la grandilocuencia moral (grandstanding) y sostiene que a partir de las "políticas de identidad y la moralización del discurso público", impera una suerte de "exhibicionismo para señalarse como moralmente correcto".

El intelectual afirma que la democracia contemporánea está siendo afectada por el predominio de las emociones antes que las razones y los gobiernos son cada vez más débiles a la hora de contradecir las corrientes de opinión que se forman en redes sociales. "Eso genera una resistencia a la adopción de decisiones impopulares pero necesarias, que puede conducir a un debilitamiento de las democracias", advierte.

En entrevista con Montevideo Portal, Arias Maldonado, que publicó en 2020 "Nostalgia del Soberano" y "Desde las Ruinas del Futuro", desmenuza su interpretación sobre la pandemia, el imperio de las pasiones en la esfera pública y "la desventaja propagandística" que tiene la democracia representativa versus el populismo.

¿Qué balance general se puede hacer a más de un año de comenzada la pandemia a nivel global?

En primer término hay una toma de consciencia temporal que tiene que ver con el redescubrimiento de la mortalidad. La mortalidad y la vulnerabilidad que solemos por lo general esconderlas. Hay un olvido cultural de la posibilidad de la muerte infecciosa, que si se quiere es negligente. El virus del Sida proviene de los 1980, no hace tanto tiempo. Mató a 32 millones de personas desde entonces. Hubo una gripe asiática en 1957 y otra en 1968 en las que murieron cantidades de personas más o menos parecidas a las de este virus. También estuvo el Sars-COV-1 a principios del siglo XXI y la gripe española en el XX. Estos nuevos virus inevitablemente van a matar una porción equis de la población. Parece que es muy difícil evitar eso y las capacidades de las autoridades para influir directamente sobre el curso de las epidemias es limitada. Tiene muy poco de novedoso una pandemia. Pasa que se nos había olvidado que existía y pensábamos que su posibilidad estaba bloqueada. Y esto no es así, no lo será nunca probablemente.

¿Qué interpretación hace sobre las reflexiones en general que ha disparado?

Durante la primera ola hubo un debate muy intenso en la esfera pública de interpretación del virus. Muchos hablaban del fracaso de la modernidad, del neoliberalismo, de la explotación del mundo natural. Mi interpretación es que el virus o la epidemia, más que una consecuencia o un fracaso de la modernidad, es la consecuencia de un déficit de modernidad. A pesar de la modernización salvaje que ha vivido China, la política alimentaria peca aún de falta de seguridad. Si el virus hubiese tenido su origen en una planta de procesamiento de carne en Estados Unidos el significado de la epidemia hubiese sido completamente diferente. Pero si un animal salvaje es capturado en un bosque, trasladado a un mercado y consumido allí, eso tiene muy poco de moderno.

Una reivindicación de la modernidad en tiempos en que se ha cuestionado, por así decirlo.

El siglo XXI se viene caracterizando por su condición un poco accidentada. Crisis económica de 2008, Brexit, la caída de las Torres, pandemia, etcétera. No viene siendo el siglo que esperábamos. Aunque no se puede comparar con la violencia del siglo XX, tampoco es el del ‘fin de la historia'. En ese sentido, nuestra época demanda un diagnóstico filosófico.

¿Se puede hacer ese diagnóstico?

Mi interpretación es que la posmodernidad por el registro un poco dramático de las últimas décadas con todo su espectro lúdico ha quedado superada. Entonces la pregunta que surge es: ¿La modernidad es un fracaso o tiene todavía que avanzar en su propia corrección para continuar con su desarrollo por más dificultoso que sea?

¿Cuál es la respuesta que ensaya a esa pregunta? ¿A qué se refiere con modernidad?

Del proyecto de la Ilustración, que se orienta hacia la emancipación del individuo respecto de las restricciones materiales que plantean las necesidades económicas y el medio ambiente. Con una última fase que tiene que ver con la autonomía moral del individuo. La Escuela de Frankfurt, por ejemplo, sostenía pos Segunda Guerra Mundial que la modernidad era un fracaso. Los posmodernos señalan que los grandes relatos sobre el progreso y la democracia han fracasado igualmente, por lo que solo podemos refugiarnos en la interpretación y en la estética. Ese diagnóstico posmoderno ha dominado el debate filosófico político los últimos 20 años y ha tenido su correlato en las ciencias sociales con el auge del constructivismo, la idea de que todo es construido. Mi opinión es que todo eso ha quedado un poquito desacreditado por la pandemia. Hay un agotamiento del paradigma constructivista. Y esta pandemia lo confirma. Entonces mi punto es dar un giro a la noción de Ilustración, con una idea de Ilustración pesimista. 

¿Pesimista?

Aunque parece una contradicción en sus términos, sencillamente es el resultado de admitir que el proyecto racional de la modernidad tiene asidero todavía, es el más prometedor. Pero considerando que la razón planteada para el siglo XXI puede señalar como una razón ingenua a la del siglo XVIII, cuando aún estaba todo por descubrirse, y algunos fracasos de la modernidad y de los excesos de la razón nos eran desconocidos. Lo de pesimista es poder asumir, entre otras cosas, que va a haber accidentes, que el progreso no es homogéneo, simétrico ni perfecto, sino que es accidentado y parcial. A esto hay que agregar la agenda política contemporánea, que es confirmada por la pandemia, sobre las necesidades de reorganizar de manera más sostenible los excesos naturales. El proyecto ecológico tiene mucha de promesa, pero solo eso.

En el libro menciona a David Hume, entre otros, y a la necesidad intelectual de comprender los comportamientos desde el punto de vista racional, pero también desde el emocional. Hace casi tres siglos se habla de las emociones. ¿Por qué ahora se da un énfasis mayor?

Hubo un recelo renovado que se experimentó ante las emociones después del triunfo de los totalitarismos en las décadas del 1920 y 1930. Las movilizaciones de masas que se interpretaban como una respuesta histérica y sobrecargada emocionalmente ante estímulos que no eran racionales. La interpretación dominante hizo que hasta los años 1960 y 1970 todo lo relacionado a las políticas de masas, las manifestaciones y las movilizaciones colectivas se vieran con mucho recelo. Hume junto a Nietzsche o a Spinoza son autores que en la tradición occidental pusieron de manifiesto frente al racionalismo de Immanuel Kant, que las emociones humanas cumplen un papel importante al momento de explicar las conductas, las inclinaciones y los valores. El giro afectivo que han tenido las ciencias sociales en los últimos años no es algo que carezca de precedentes en nuestra tradición. Aunque es cierto que la filosofía y la teoría política han tradicionalmente excluido a las emociones. La propia conformación de la esfera pública se basa en un dar y tomar razones. Por tanto, no hablamos de dar y tomar emociones, aunque han jugado un papel muy importante en la movilización colectiva durante mucho tiempo.

¿Cuándo se da este nuevo giro afectivo más potente que vemos en el presente?

El giro afectivo en las ciencias sociales lleva en marcha unos 15 años. Se ha visto reforzado por las experimentaciones neurocientíficas (que tienen sus limitaciones) y por un discurso más potente relacionado a la economía conductista. Los experimentos provenientes de la psicología tienen que ver con la indagación con los sujetos reales, nosotros, y como decidimos en la práctica. La influencia que produce la advertencia de calorías a la hora de comprar una barra de chocolate, por ejemplo. Todo eso se indaga en parte por motivos de marketing, pero genera interesantes hallazgos vinculados a la psicología social y política. De alguna manera esto implica poner en contraste al sujeto ideal del racionalismo ilustrado y al sujeto real que se encuentra más influido por sus emociones y sus sesgos, en relación a lo que veníamos pensando o nos gustaba pensar derivado del paradigma económico que el racionalismo maximizador sugería.

¿Qué tiene entonces este giro que menciona de novedoso? ¿Es el sujeto que ha cambiado o han cambiado las herramientas por las cuales interpretamos cómo actúa?

Lo segundo. La neurociencia, así como la piscología, nos dan un vocabulario y herramientas nuevas. En relación a la psicología social y política, por ejemplo, podemos destacar la obra de Daniel Kahneman: el modo de pensar lento y el modo de pensar rápido (más intuitivo). En este caso se están describiendo nuevas conductas que ya existían, porque el ser humano no ha podido cambiar tanto en tan poco tiempo. Lo que ocurre es que ahora en lugar de hacer énfasis en las conductas racionales, nos fijamos también en el peso que pueden tener las emociones y en los sesgos de racionalidad en nuestra conducta. El famoso sesgo de confirmación, cuando confirmamos alegremente las opiniones que coinciden con las nuestras y rechazamos de forma espontánea aquellas que son contrarias a nuestras creencias. Esto explica mucho el funcionamiento de las redes sociales.

Me gustaría profundizar sobre las redes redes sociales. Brindaron la posibilidad de encontrar más fácilmente personas afines que confirmen ese sesgo de confirmación, pero su efecto parece ser mucho más amplio.

Es más fácil para bien y para mal encontrar almas afines. Tanto para crear webs o grupos de aficionados de un determinado autor, como para las teorías conspirativas que circulan con más rapidez en un mundo interconectado. Nos encontramos con que entre 2008 y 2016, que tienen lugar el Brexit y la victoria de Donald Trump, coinciden tres fenómenos: la crisis económica, el auge de los (nacional) populismos y la comercialización de los smarthphones junto a la aparición de las redes sociales. Tanto las redes sociales como el populismo tienen un componente emocional muy marcado. En el caso del populismo ni siquiera cree que la sociedad pueda explicarse de manera liberal, o partir de una especie de contrato social racional. El populismo cree en la emoción como forma de crear comunidad. Establecer con claridad cómo se relacionan entre si esos tres factores no es fácil (crisis, populismo, redes sociales). Es muy difícil de desentrañar cuánto hay de correlación o causación, si es que es posible. Por ejemplo, si decimos que las redes sociales son las responsables del Brexit, ¿cómo explicamos la llegada de Mussolini al poder? No podemos caer en la tentación de decir que las redes sociales son las grandes culpables en la aparición de nociones iliberales o populistas.

Pero sí presentan un predomino de la emoción por sobre la razón y también una polarización cada vez más importante ¿Somos individuos políticamente racionales o más bien ciudadanos sentimentales?

Hay un concepto muy interesante que se ha utilizado en la psicología social para explicar un estilo de comunicación, que es el de la grandilocuencia moral (grandstanding). Es muy típico de Twitter y de las redes sociales. Hay un punto de exhibicionista, de señalarse moralmente como correcto. Tiene que ver también con las políticas de identidad y la moralización del discurso público. Lo que es difícil es saber cómo se alimentan las nuevas corrientes de pensamiento y de sentimiento que vienen del cuerpo social, con las redes. Básicamente, si Twitter lo crea o se hace eco de algo que ya estaba funcionando en ámbitos como los de las políticas de identidad. Aspectos que responden además a sociedades más ricas, en las cuales la expresión de los sentimientos individuales y las emociones han cobrado fuerza frente a demandas clásicas como las materiales, el salario y el trabajo. Por eso las políticas de identidad tienen mucho de inevitable en esta época, en una sociedad de la comunicación y la abundancia. Sobre todo en momentos de crisis. El populismo hace mucho eso. Tiende a decir que todo se trata de voluntad política, y sí hay voluntad política cualquier cosa es posible.

Ha habido también un empoderamiento del ciudadano promedio, una pérdida de poder de los medios de comunicación, que responden muchas veces a lo que pasa en ese micro mundo virtual.

La época de la estructuración vertical del espacio público basado en periódicos, radio y televisión, no daba voz al ciudadano. Apenas se podía expresar a través de una carta al director, una llamada a la radio o saliendo a manifestarse, que no se podía hacer todo el tiempo. A su vez, las manifestaciones colectivas no dan visibilidad al sujeto individual para expresarse. Simultáneamente el voto como tal es un mecanismo de expresión poco sofisticado, porque implica el apoyo a una opción política sin entrar en matices. Existía durante este periodo (el llamado Paréntesis de Gutenberg), la ilusión y esperanza muy propia de los demócratas participativistas que cuando tuviéramos un instrumento de comunicación que permitiera a todos los individuos expresarse individualmente, viviríamos una especie de éxtasis argumentativa, democrática y de armonía comunicativa. Lo que ha pasado es lo contrario. La digitalización de la conversación pública han terminado de quitarle razón a (Jürguen) Habermas y los filósofos de la situación ideal de habla y la teoría de la acción comunicativa. Dicho de una forma más sencilla, las redes sociales han desromantizado a la opinión pública.

Con la polarización en la discusión que se ha dado en Twitter, los políticos o "la elite mediática" en general pareciera que en lugar de emparejar hacia arriba el debate público, hacen lo contrario. ¿Han sido arrastrados hacia un nivel menos sofisticado de discusión?

Lo que sí parece que han cambiado las redes sociales es que los líderes políticos se empeñan en buscar más el voto de los extremos que en el centro. En sus orígenes primitivos la opinión pública era más elitista, solo podían participar en el debate los que podían leer y escribir. Era una cuestión más de filósofos y de notables. La esfera pública va democratizándose paulatinamente y las redes sociales son un poco la apoteosis de esa democratización. Le dan la razón a pensadores como Walter Lihmann o Giovanni Sartori, que son muy escépticos desde el punto de vista de la capacidad y el interés del ciudadano medio para informarse y formarse a la hora de participar en el debate público. Y también dan la razón a los que subrayan que las ideologías tienen un fuerte componente emocional. Lo que queremos es sentirnos en nuestra tribu, más que llegar a una verdad o discutir racionalmente sobre los asuntos públicos. Se confirma lo que Sartori advertía, que las personas más implicadas políticamente, las más intensas, son las más dogmáticas. Tiene más visibilidad en redes el que más ruido hace, más tajante se muestra, el que más apela a la exageración o a la demagogia. Y por eso las redes se contaminan rápidamente de ruido. En España esto llevamos mucho tiempo viéndolo y ahora se han sumado a eso casi todos los partidos. Los usos que hacen los líderes y los partidos políticos de las redes son muy hacia abajo. Con un recurso muy habitual de la mentira, lo cual hace que el debate se convierta en un debate casi estanco, orientado a convencer a los tuyos en lugar de persuadir a los otros. Esta tendencia desde luego que es preocupante para las democracias.

¿Hay riesgos en aspirar a un poder más horizontal?

No estoy tan seguro que el poder sea más horizontal. Sigue habiendo un gobierno. Lo que sí parece es que ese gobierno está cada vez más pendiente de las corrientes de opinión a las que trata de modular. La disposición de los gobernantes a contradecir las corrientes de opinión que a menudo se forman en las redes sociales es cada vez más débil. Eso genera una resistencia a ejercer el verdadero liderazgo moral y a la adopción de decisiones impopulares pero necesarias, que puede conducir a un debilitamiento en los rendimientos de las democracias. Y cuando la democracia pierde rendimiento, el ciudadano puede verse tentando a elegir otro sistema que entienda funcione mejor. No obstante, hay que tener en cuenta que no todas las democracias funcionan igual y que hay regímenes democráticos donde la opinión pública es más disciplinada y más técnica. Pienso en Suecia o Alemania. Hay que hacer esas distinciones porque no podemos meter a todos en el mismo saco.

¿Qué se puede esperar para el futuro en el relacionamiento de los ciudadanos con las redes sociales?

No lo sabemos todavía. Si se miran las estadísticas la televisión sigue siendo todavía el medio más importante para la información política. Esto se debe a que una parte de la población no se ha socializado en las redes sociales, y esa todavía es una parte abundante. El problema de las redes sociales es su carácter fragmentario, su desorden. Eso en realidad de alguna manera llega a la televisión en los años 1970, con la televisión por cable que permitió la individualización de la oferta. Uno si quiere puede estar todo el día viendo un partido de baloncesto. Sin embargo, la televisión todavía concentra una gran cantidad de gente en los canales mayoritarios. Las redes sociales necesitan un tema de conversación y los temas de conversación lo proporcionan la televisión, los periódicos y poco más. Discutimos sobre lo que todos estamos viendo, que puede ser por el link de un periódico, un partido de fútbol, o una serie. Necesitas de ese enganche comunicacional. Las redes sociales no son autónomas en ese sentido, se alimentan híbridamente de los periódicos o la televisión.

¿Qué va a pasar cuando la mayor parte de los ciudadanos esté socializada con las redes sociales? ¿Cuánto se puede desorganizar a la opinión pública o decrecer el peso de los argumentos?

Un poco ya estamos viéndolo. Las democracias parecen funcionar de manera menos racional. El problema parecería ser resolver cómo lo comparamos con lo que había antes, que es un imposible de resolver. ¿Eran los años 1960 mucho más racionales que ahora? Las democracias liberales tienen que aprender, adaptarse a este nuevo entorno. Pero esto requiere un esfuerzo por parte de los ciudadanos para rechazar a aquellos líderes que tienen una superficialidad obscena. Ha pasado con Trump, por decir, aunque no sabemos qué hubiese pasado sin la pandemia. Lo que pasa es que el límite para la demagogia lo marca la realidad. En una sociedad que se despeña por la corriente y el deterioro económico sus ciudadanos van a reaccionar. A la hora de explicar el malestar de la gente y su disposición a cambiar el voto, la economía sigue siendo el factor dominante

También en el libro sugiere que un problema es que la democracia liberal tiene "una desventaja publicitaria" versus el populismo ¿A qué se refiere?

Hay que diferenciar al liberalismo como estructura institucional y al liberalismo como ideología política, que es esa vertiente de ideología más liberal que cobra fuerza cuando el Estado de bienestar se debilita. El liberalismo como estructura institucional es neutra: la división de poderes, el poder representativo y una estructura compuesta por distintos intereses e ideologías: socialdemócratas, conservadores, nacionalistas, liberales. En realidad partidos políticos puramente liberales hay muy pocos, mientras que los de centro no tienen demasiada fuerza. Suelen predominar lo conservador y lo socialdemócrata. Lo que ocurre es que tanto la estructura institucional del liberalismo entendida como el Estado liberal o la democracia liberal tienen un núcleo emocional que en principio es débil, porque lo damos por supuesto con mucha facilidad. Pensamos que no va a derrumbarse. En tanto, el populismo plantea una versión alternativa de democracia, que es más directa, más plebiscitaria y más agonista desde el confrontamiento ideológico permanente. El liberalismo político que es quien apoya al poder en general, es demasiado frío y desapasionado en condiciones normales, por tanto está en desventaja propagandística frente a rivales ideológicos que hacen un uso intenso del lenguaje emocional. Dentro de esa corriente podemos enmarcar al populismo y el nacionalismo, como ocurrió con el movimiento catalán que lanzó su desafío contra el Estado en los años de la crisis. Se basa en un lenguaje basado en la identidad, en la exclusión y en un enfrentamiento con el otro que es el malo que te roba.

¿Qué puede hacer ese liberalismo institucional para superar esa desventaja?

El liberalismo político ha sido capaz de desarrollar un lenguaje emocional eficaz en los momentos en los cuales la libertad se ha defendido contra los totalitarismos. Podemos pensar en dictaduras o en la Guerra Fría. Sin embargo, en momentos en que el liberalismo político se vuelve dominante la rebeldía del populista o nacionalista corre ventaja en un contexto donde el malestar se extiende a través de alguna crisis económica. Las democracias o las sociedades occidentales son democracias liberales, con economía social de mercado y un Estado asistencial. Esos tres componentes están presentes y son una combinación virtuosa, en distinto grado según la sociedad. A esos tres elementos hay que añadir la nación, como forma de legitimación identitaria del Estado, pero que tiene más fuerza o es más problemático en algunos sitios que en otros.