Por The New York Times | Michael Kimmelman
Quería recuperar sus medicinas de su apartamento y, si la memoria no me falla después de tantos años, también un cepillo para el pelo y una fotografía.
Sucedió en 2009, unos días después de que un terremoto devastó L’Aquila, la capital de los Abruzos, en el centro de Italia. Las autoridades habían cerrado la ciudad a los habitantes, pero la mujer y su hermana habían entrado a escondidas. La encontré apoyada en un bastón en una plaza destruida y vacía, mirando fijamente un edificio de mediados de siglo al que el sismo había cercenado horizontalmente, de modo que parecía una olla con la tapa chueca.
La mujer pidió ayuda.
A la distancia, medimos catástrofes como la de Turquía y Siria sumando la cantidad de muertos y de edificios destruidos. Los informes describen una zona de desastre espectacularmente amplia, trabajos de recuperación demasiado lentos, que dejan cientos y quizá miles de víctimas, vivas y muertas, enterradas bajo los escombros… además de cientos de miles expuestos al frío, sin hogar, alimento, agua potable o suministros médicos.
La pérdida de vidas y de historia es demasiado para procesar. La pequeña comunidad judía de Antioquía, en el centro de Turquía, tiene 2500 años de antigüedad. El jefe de la comunidad y su esposa fallecieron en el terremoto. La sinagoga de la ciudad desapareció.
También se derrumbó la mezquita Habibi Neccar. La destrucción del terremoto fue ecuménica. La mezquita data del año 638. Fue iglesia y mezquita, dependiendo de quién gobernara la ciudad. A lo largo de los siglos, la autoridad pasó de los califas a los bizantinos, quienes sucumbieron ante los selyúcidas, que fueron expulsados por los cruzados, que cedieron ante los mamelucos, que a su vez fueron sustituidos por los otomanos y con el tiempo Turquía anexionó Antioquía a su territorio. El terremoto borró franjas enteras de historia.
Antioquía, la ciudad bíblica de lo que también se conoce como Antakya, es el lugar en el que presuntamente se utilizó por primera vez la palabra “cristiano”. El apóstol Pedro dirigió la iglesia ahí antes de fundar una iglesia en Roma. Pablo predicó en Antioquía. El terremoto derrumbó también la iglesia ortodoxa de San Pablo.
Construimos con ladrillo y acero, asfalto y piedra y olvidamos cuán frágiles son las ciudades hasta que ocurre algo así, y, entonces, luchamos por reconstruirlas. La necesidad de urbanizar está arraigada en nosotros porque las ciudades son vida.
Al igual que otras formas de vida, necesitan mantenimiento constante para fortalecerse y ser productivas con el paso del tiempo. Es evidente que en Turquía eso no ocurrió. En 1999, después de un terremoto que dejó 17.000 muertos, se adoptaron y actualizaron los códigos de construcción, pero las autoridades se hicieron de la vista gorda ante los desarrolladores que ignoraban la normativa sísmica y no verificaron los proyectos que supuestamente cumplían las normas. En 2018, el gobierno de Turquía concedió una amnistía a los desarrolladores que violaron los códigos a cambio de cuotas, sin exigir que cumplieran con la construcción de edificios seguros.
“Redactamos bien las leyes, pero no las aplicamos”, les dijo Pelin Pinar Giritlioglu, presidenta de la filial de Estambul del Sindicato de Cámaras de Ingenieros y Arquitectos Turcos, a mis colegas James Glanz y Ceylan Yeginsu.
Según The Associated Press, una agencia gubernamental turca reconoció que más de la mitad de los edificios del país no cumplen con las normas antisísmicas.
L’Aquila, al igual que Antioquía, se encuentra en una zona sísmica importante. En 1349, un sismo en L’Aquila provocó la muerte de 800 residentes; otro en 1703 mató a más de 3000, lo que llevó al papa Clemente XI a enviar sacerdotes y monjas liberados de su celibato para repoblar la ciudad.
El terremoto de 2009 mató a más de 300 personas, destruyó cientos de edificios históricos y dejó a decenas de miles sin hogar. Las autoridades italianas se apresuraron a reubicar a los supervivientes en tiendas de campaña y viviendas provisionales en las afueras de la ciudad y en la costa, con la promesa de reconstruir lo destruido.
Un fanfarrón Silvio Berlusconi, primer ministro italiano en aquel momento, declaró que estas “ciudades nuevas” y casas prefabricadas eran un “milagro italiano”, pero estos asentamientos tristes, costosos y hacinados, alejados del tránsito y la vida cívica, se volvieron permanentes con el paso de los años; hubo investigaciones sobre los vínculos de los contratistas con la mafia y la recuperación de L’Aquila se estancó.
Es lógico que te preguntes por qué se reconstruye una y otra vez en estos lugares de riesgo. La idea surge en torno a otra amenaza: el cambio climático. Los científicos predicen migraciones a gran escala en los próximos años desde zonas donde el aumento del nivel del mar, las inundaciones, las sequías y las condiciones meteorológicas extremas harán la vida cada vez más difícil o imposible. El cambio climático ya ha desplazado a millones de personas en todo el mundo.
Pero en este caso no se trata de lógica.
Al fin y al cabo, las ciudades no son más que ladrillos y cemento. Para sus habitantes son depósitos de un cepillo para el pelo y una fotografía, hilos colectivos de un tejido social que, con el tiempo, entretejen una vida, una familia, una historia, un vecindario, una comunidad. Lo menos que se puede esperar del gobierno es que garantice que los edificios y las calles cumplan las normas y que las ciudades respondan a las necesidades de sus habitantes, no de los desarrolladores y políticos, pero en gran parte del mundo eso es la excepción.
Cuando regresé a L’Aquila unos años después del sismo, encontré a un grupo de hombres conversando en la vacía Piazza del Duomo. Uno de ellos, un abogado jubilado de nombre Antonio Antonacci, me contó que había perdido su casa en el sismo. Se había mudado con unos familiares a una hora de distancia.
Antonacci aseveró que tuvo suerte, pero cada semana volvía a la plaza para encontrarse con sus viejos amigos que, como él, se habían dispersado. Ese día, como antes del terremoto, fumaban puros y pasaban la tarde.
La ciudad seguía siendo un desastre, pero era su hogar. Varias personas buscan a sus familiares en un edificio derrumbado en Kahramanmarash, Turquía, el 10 de febrero de 2023. (Emin Ozmen/The New York Times)
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