Por The New York Times | Mary Pembleton

MI HERMANA Y YO BUSCAMOS PISTAS EN EL ESCRITORIO DE NUESTRA MADRE —Y EN SU VIDA— DE POR QUÉ NOS DEJÓ A NOSOTRAS Y SE FUE DE ESTE MUNDO.

Mientras mi hermana Holly y yo esperábamos a la policía, ella buscaba en el escritorio de nuestra madre alguna pista sobre por qué no había vuelto a casa la noche anterior. Exhausta, me apoyé en un sillón que mi madre había adquirido al mudarse de la casa de mi padre hacía casi un año.

A sus veintitantos años, Holly tenía su propia familia, hijos que ahora mismo estaban al cuidado de su suegra. Yo tenía 17 años y compartía ese departamento con mi madre cada dos semanas, según su acuerdo de custodia con mi padre.

Ella nunca había dejado de venir a casa.

Mi madre era muchas cosas, entre ellas una bibliotecaria que amaba a Mozart y una madre que hacía que sus hijas se comieran el brócoli. Era una adúltera que dejó a mi padre por un hombre que no se comprometía, dejándola dolida y avergonzada. Pero también estaba atrapada en una depresión de la que parecía no poder salir, plagada de una ansiedad cada vez mayor, y se negaba a buscar tratamiento, a pesar de la insistencia de mi padre.

Más que nada, mi madre era una mujer que quería construir una vida propia, pero hasta ahora no estaba funcionando. El verano anterior había intentado suicidarse y yo la interrumpí, por lo que ahora sabía, apoyada en aquel sillón, que probablemente estaba muerta.

La noche anterior la había esperado, bailando por el salón y hojeando libros en su estantería. Pero las horas pasaron y mi ritmo cardiaco se aceleró al recordar su despedida aquella mañana. Se había metido en mi cama y había abrazado mi cuerpo adolescente como a una niña. Medio dormida, había pensado: “Esto es muy bonito”. Cuando salió del departamento para ir a trabajar, colocó un billete de 20 dólares en su escritorio junto a una nota que decía: “Te quiero, Mary”.

Era un marcado contraste con las discusiones a las que ella y yo nos habíamos acostumbrado mientras navegábamos por mi adolescencia y la disolución de su matrimonio, y esa mañana tenía la esperanza de que las cosas mejorarían. Pero cuando cayó la noche sin que ella dijera nada, me di cuenta de todo: sus gestos proyectaban el final, no un nuevo comienzo.

“Creo que mi vida está a punto de cambiar”, le dije a un amigo por teléfono. Mi velocímetro marcó el número cien conduciendo a casa de mi padre, donde me tumbé en el sofá dejando mensajes cada vez más angustiosos en la contestadora de mi madre. Al final solo decía “Mamá, mamá”, entre sollozos.

Quería a mi madre más que a nada. Pero una vez que llegué a la preparatoria, su presencia se hizo insoportable en esa forma en que las hijas adolescentes experimentan a sus madres cuando intentan establecer su propia parcela de felicidad. Hacía que todos sus actos, desde masticar su comida hasta llevar una falda corta, parecieran vergonzosos.

“Eres muy odiosa”, decía.

Yo intentaba ocultar mi desprecio, pero ella lo percibía. En su tristeza, buscaba señales en los demás que confirmaran sus peores pensamientos sobre sí misma.

Cuando una madre muere por suicidio en medio de todos los tira y afloja de la adolescencia, puede ser realmente difícil separar la culpabilidad del comportamiento normal, aunque a veces insensible, de los adolescentes.

Estuve de acuerdo en que su suicidio no era culpa mía cuando la gente me tranquilizaba con ese hecho. Pero internamente, me culpaba a mí misma y a quien yo era en el fondo. Corrompida. Espinosa. Indeseable. Malvada.

Holly llegó a casa de mi padre temprano en la mañana. Volvimos a casa de mamá y llamamos a la policía.

Del escritorio, del tercer cajón hacia abajo, Holly extrajo tres objetos: un libro sobre cómo vencer la depresión; una carpeta con el testamento de mi madre y una nota: “Por favor, esparzan mis cenizas bajo un rosal”.

Mi hermana me miró, con el rostro pálido.

Nunca me han gustado las rosas. Me parecían chillonas, los pétalos escasos y rizados como el papel quemado.

Mi madre plantó un rosal junto a nuestro garaje cuando yo era una niña, y odiaba su follaje desaliñado y sus flores color rosa pálido. Me parecía la cosa más fea que florecía en la plana hectárea de césped y jardín donde pasé una infancia idílica, gracias a los cuidados de mi madre.

Ella me daba tomates pulposos que brotaban de nuestra arcilla de Carolina del Norte. Me regaló una enredadera de jazmín que se enredaba en nuestra terraza, con flores amarillas y cerosas que se abrían con su fragancia en verano, cuando las cigarras trinaban a toda velocidad.

Mi madre me leía sin cesar, y las palabras retumbaban en su pecho mientras yo me recargaba en ella. Cuando era mayor y Holly se había marchado a la universidad, mi madre y yo nos tumbábamos juntas en la hamaca de cuerda suspendida entre los pinos del patio trasero. Las suaves hojas color café cubrían el suelo bajo nuestros pies cuando bajábamos por el camino para meternos, hojeando las páginas de los libros de la biblioteca mientras nos balanceábamos, con las piernas entrelazadas y las cubiertas de los libros arrugadas.

Viajábamos juntas a visitar a su madre, y yo me ponía nerviosa por el tiempo que tardaban en recorrer el jardín. Mi abuela hablaba de sus rosas, de su nandina, de su gardenia, con su voz gruesa de prosa sureña. Sentía celos de sus murmullos, de su cercanía. Parecía invadir la mía y la de mi madre, habituadas a nuestra privacidad, tan conspiradoras: nosotras contra el mundo.

Al igual que mi madre, tuve problemas de salud mental desde que era joven, y ella me ofreció refugio y apoyo.

La mañana en que mi hermana encontró la nota de mi madre, yo descubrí un montón de pañuelos de papel junto a su cama. Los toqué con la lengua, intentando absorber lo último de su esencia en mí. Cuando llegó el oficial de policía, nos dijo que habían encontrado el cuerpo de mi madre en un hotel cercano, e inmediatamente la realidad se convirtió en un mal sueño.

Como adulta, vivo en una montaña del oeste de Carolina del Norte con mi marido y nuestros dos hijos. Mi parcela de jardín es un caos: mi abuela lo desaprobaría, pero sé que a mamá no le importaría.

La última vez que mi madre y yo viajamos juntas fue durante una visita universitaria a estas montañas el verano anterior a su muerte. Conducimos por la Blue Ridge Parkway y comimos en un restaurante donde la marihuana se percibía en el aire. Descalza en un arroyo, con ramos de rododendros en flor a nuestro alrededor y piedras lisas y desgastadas bajo nuestros pies, mi madre me dijo que su alma estaba más feliz que en mucho tiempo.

Ahora, junto a la puerta de mi casa, las moras forman un matorral detrás de un manzano dañado. Mi hijo menor y yo arrancamos las campanillas rojas en las mañanas de verano. La lavanda florece de lado, buscando el sol debajo de un parche de frambuesas rojas que crecen desenfrenadamente junto con un puñado de hierbas de capullo púrpura, lirios de día, susanos de ojos negros, bálsamo de abeja, oreja de cordero, lirios. En invierno, cuando los árboles están desnudos, se puede ver una extensión de cresta montañosa al sur.

A mi madre le habría encantado esta vida. Habría amado a mi marido y a nuestros preciosos hijos salvajes. Ojalá se hubiera quedado y hubiera visto este lugar, el aspecto que tiene cuando las cosas son un poco más fáciles.

Cuando nos mudamos aquí hace seis años, arranqué un rosal con flores de color rosa claro como las de mi madre. Quería más espacio para los tomates, le dije a mi marido. Pero en realidad quería desterrar el recuerdo diario de mi madre. Esa culpa primigenia permanecía, fría y castigadora, y me despertaba por la noche para dejarme reflexionando.

Conozco de primera mano el impacto que el dolor y la ansiedad sin control pueden tener en una familia. Una vez que quedó claro que mi ansiedad no solo me afectaba a mí, sino también a las personas que más quiero, busqué el tipo de tratamiento que creo que también habría ayudado a mi madre.

La terapia significó volver a ver las escenas que condujeron a la muerte de mi madre hasta que no dolieran tanto, y cultivar la compasión por la adolescente que las experimentaba. La culpa nunca desaparecerá del todo. No estoy “curada”. Pero he aprendido a mirarme con más y más ternura, como lo haría una madre.

Me imagino que mi madre y yo seríamos amigas ahora. El dolor de fastidio que resonaba tan fuerte en mi cuerpo se habría calmado; ella habría encontrado su camino. Quizá trabajaría en la biblioteca del pueblo, un edificio de piedra de río donde Lulú, la bibliotecaria infantil, lleva a mis hijos hasta donde están los libros perfectos para ellos.

El verano pasado, en mi vivero local, me recibió una sola flor tupida: con brotes aterciopelados, gruesos, púrpuras y afelpados. Después de encontrar la planta que había venido a buscar, di la vuelta, metí la nariz dentro de una flor e inhalé. ¿Una rosa? Miré la etiqueta y la compré.

Este invierno, veinte años después de la muerte de mi madre, mi hermana y yo esparcimos la mínima cantidad de sus cenizas bajo el rosal que planté precisamente por este motivo. Mientras lo hacíamos, miré el desorden de mi jardín y me sonrojé de vergüenza.

Sin embargo, fue solo un momento antes de recordarme lo mucho que le gustaría a mi madre estar aquí para ser testigo de la belleza de mi imperfecta y desordenada vida. En descanso, en paz, debajo de las rosas.

Si tienes pensamientos suicidas, llama a la Línea Nacional de Prevención del Suicidio al número 800-273-8255 (TALK) o visita la página SpeakingOfSuicide.com/resources para obtener una lista de recursos adicionales. La primera (y última) vez que no llegó a casa. (Brian Rea/The New York Times)