Artículo publicado originalmente en octubre de 2018

A las 11 horas del día 11 del mes 11 del año 2018 se cumplirán cien años del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, conocida como la Gran Guerra hasta que los mismos países involucrados se las arreglaron para desatar una todavía mayor.

En los últimos meses hemos repasado en este portal algunos de los acontecimientos curiosos o poco recordados del conflicto, como la increíble captura del fuerte Douamont, la contribución del deportista Roland Garros a la aeronáutica militar, y los pormenores del Telegrama Zimermann, un gazapo diplomático alemán que precipitaría el ingreso de Estados Unidos en el conflicto.

Esta semana se cumple el centenario de otro de esos episodios: la denodada resistencia del Batallón Perdido.

Un poco de contexto

1917 había sido un buen año para las Potencias Centrales. El caos político en Rusia había facilitado las cosas, debilitando la ya disminuida capacidad militar de ese país, que acabaría saliéndose definitivamente de la guerra en marzo de 1918, tras suscribir el leonino Tratado de Brest-Litovsk.

En el sur, los alemanes corrieron en ayuda de sus aliados austríacos, que estaban sucumbiendo lenta pero inexorablemente ante las repetidas ofensivas italianas. En menos de un mes, las tropas alemanas desbarataron los avances italianos de más de un año, sembrando el caos en las tropas peninsulares y tomando cientos de miles de prisioneros.

Mientras tanto, en el disputadísimo frente occidental, los hombres del káiser habían logrado mantener en términos generales la situación de "empate técnico", que imperaba desde las grandes ofensivas del año anterior. Cierto es que británicos y franceses habían tenido la iniciativa, pero no habían obtenido avances decisivos. En la Batalla de Cambrai, ocurrida a finales del año, los ingleses habían logrado romper las primeras líneas enemigas mediante una novedad táctica: el uso masivo de los carros de combate que habían introducido a pequeña escala en 1916. Sin embargo, sucesivos contrataques alemanes recobraron casi todo el terreno perdido.

Fuerzas en momentáneo equilibrio

Pese a lo escrito líneas arriba, la situación de las Potencias Centrales no era envidiable. A lo largo de la guerra, no habían dado con la manera de romper el bloqueo naval de la escuadra británica, que estaba ahogando lentamente a austríacos y alemanes, impidiéndoles comerciar o recibir insumos y recursos humanos. Por el contrario, franceses y británicos gozaban de fluido contacto con el resto del mundo, lo que les permitía proveerse de materias primas de todo el planeta e incluso reclutar hombres en sus colonias o dominios.


Carro blindado británico en la batalla de Cambrai

Para colmo de males, en abril de 1917 Estados Unidos había declarado la guerra a Alemania. En aquel momento, el país norteamericano no contaba con un ejército a la altura de las circunstancias, pero sí con el potencial económico, industrial y humano como para desarrollarlo rápidamente.

Durante los doce meses siguientes, los estadounidenses trasladaron paulatinamente a Francia hombres, estructuras y equipos, creando sus propios campamentos de instrucción para prepararse para el combate. Sus aliados europeos desesperaban ante esta parsimonia, y querían incorporar a los "yankees" de inmediato a sus propios batallones. Pero el general John "Black Jack" Pershing se negó a que sus hombres fueran carne de cañón, y desairó tales pretensiones con una cita bíblica: nadie vierte vino nuevo en odres viejos. Finalmente, la Fuerza Expedicionaria Estadounidense empeñaría cerca de un millón de hombres en combate durante los meses finales de la guerra.

Jugarse la vida en un ataque

Tras la ya mencionada capitulación de Rusia, los estrategas alemanes Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff diseñaron a marchas forzadas su proyecto final. La idea era transferir rápidamente al frente occidental a la mayoría de los soldados que hasta entonces habían estado ocupados en el este. Con una "inyección" de más de 800.000 tropas gozarían de una decisiva superioridad numérica en los campos de Francia y Bélgica, pero debían hacerlo rápidamente, antes de que los estadounidenses estuvieran listos y volvieran a equilibrar la balanza.

Conscientes de que se jugaban su última carta, los alemanes lanzaron el 21 de marzo de 1918 su "Kaiserschlacht" (ofensiva del kaiser). Precedido por un intenso fuego de artillería y gas mostaza, el ataque de la infantería se caracterizó por el empleo de novedosas tácticas de las flamantes "tropas de asalto", que se desplazaban en pequeños grupos y usando lanzallamas, granadas y armas experimentales, como el MP18, el primer subfusil empleado en combate. A diferencia de lo ocurrido en las grandes batallas de 1916, ya no se trataba de avanzar en grandes bloques que eran blanco fácil para las ametralladoras, sino de moverse en pequeños grupos e infiltrarse en los puntos flojos de la línea enemiga, para luego sembrar el caos en la retaguardia.

La ofensiva fue en principio un total éxito, pero ese mismo triunfo llevaba la semilla de la derrota. Los soldados alemanes atravesaron las líneas británicas y progresaron varios kilómetros en territorio enemigo, pero ese rápido avance dejó al ejército "estirado" sobre el terreno, alejado de sus líneas logísticas y con dificultades para recibir pertrechos y refuerzos.

Limitados durante meses en sus raciones, los famélicos soldados alemanes perdían un tiempo precioso en el minucioso saqueo de los depósitos de comida capturados al enemigo, o dándose banquetes bien regados gracias al pillaje en las localidades ocupadas. Por otra parte, la velocidad del éxito tomó por sorpresa incluso a Ludendorff, quien dudó demasiado acerca de los pasos a seguir.


Los estrategas alemanes Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff rodean al kaiser Guillermo II

Así, durante semanas el ejército alemán osciló entre la inmovilidad y el deambular errático, hasta que fue demasiado tarde. Franceses y británicos recompusieron sus líneas, y los estadounidenses -cuya primera acción en la guerra fue defensiva y en sus propios campamentos- ya estaban listos para completar el "tapón" en el frente. Pero eso no era lo más grave para los alemanes. Durante más de un año habían combatido en inferioridad de tropas y a menudo también de recursos materiales, pero su superioridad táctica y estratégica les había permitido salir airosos. Ahora, sus oponentes les habían "tomado los puntos" y esa ventaja había desaparecido.

Desinflada y estancada, la ofensiva alemana fracasó en su postrer intento de tomar la ciudad de Amiens, y a partir de ese momento comenzó el contrataque conocido como la "Ofensiva de los Cien Días", una serie de operaciones que acabarían llevando a los aliados a una victoria mucho más rápido de lo que ellos mismos esperaban.

Pandillas de Nueva York

Llegamos pues al tema que da nombre al presente artículo, que aborda la peripecia de 554 hombres pertenecientes a la 77º División de la Fuerza Expedicionaria Estadounidense.

Para finales de setiembre, los alemanes combatían a la defensiva y perdían terreno a diario, pero todavía era prematuro hablar de un desenlace. En el norte de Francia, los germanos se habían hecho fuertes en el área boscosa de Argonne, donde prometían ser un hueso duro de roer. Se encomendó entonces a un batallón dirigido por el mayor Charles White Whittlesey el avance por dicho sector.

No se trataba de un batallón cualquiera. White Whittlesey no era un militar de carrera, sino un abogado neoyorquino que se había presentado como voluntario, y sus hombres eran la flor y la nata de los barrios bajos de Nueva York. Formado por inmigrantes o hijos de estos, el batallón era una legión babélica donde irlandeses, polacos, checoslovacos, italianos y gente de los más diversos orígenes se comunicaban en una lengua franca que -con un poco de buena voluntad- se parecía al inglés. Por estas razones, el variopinto grupo de White era visto con desconfianza y hasta desprecio por el alto mando, que lo consideraba incapaz de acciones militares de relevancia.

Solos en la oscuridad

Iniciado el 1º de octubre de 1918, el avance del batallón de White debería estar bien acompañado. Por uno de sus flancos progresarían unidades francesas, y por el otro más elementos estadounidenses. Sin embargo, por diversas razones estas tropas no lograron cumplir con sus objetivos. Como resultado, los hombres de White quedaron solos, como una suerte de "grano" en las líneas alemanas. El mayor no supo de inmediato esta situación, pero una vez al tanto decidió acatar igualmente sus órdenes y no retroceder, permaneciendo firme en la denominada cota 198.

El Batallón Perdido

La situación empeoró rápidamente para White y los suyos, ya que el Argonne estaba infestado de patrullas alemanas. Su precaria y corta línea telefónica dejó de funcionar, y cada mensajero que enviaba a retaguardia desaparecía como tragado por el bosque. Abandonado, el batallón corría el riesgo de ser rodeado por tropas enemigas, algo que estuvo a punto de ocurrir.

Mientras tanto, desde la retaguardia aliada intentaron ayudar al batallón haciendo fuego de artillería, pero todo lo que podía salir mal, salió mal. Debido a la ya mencionada incomunicación, los artilleros estadounidenses no contaban con buena información sobre la posición de sus compatriotas, y acabaron disparando precisamente sobre ellos. Al verse bombardeado desde retaguardia, White envió una paloma mensajera con una esquela donde detallaba su posición y suplicaba el fin del bombardeo. El ave logró su objetivo y evitó que el batallón fuera masacrado por sus propios camaradas, no sin que antes se produjeran numerosas bajas por fuego amigo. La paloma en cuestión se llamaba Cher Ami, y sus restos disecados se exhiben actualmente en el Museo Nacional de Historia Estadounidense, en Washington.

La paloma Cher Ami

Bailar con la más fea

Entre los días 3 y 8 de octubre, el batallón sufrió incesantes ataques alemanes. Su único elemento a favor era la posición geográfica de la colina, que dificultaba la labor de la artillería enemiga, y en la que White y sus hombres habían improvisado con rapidez un pequeño sistema de trincheras.

Tras varias ofensivas infructuosas, los alemanes decidieron apretarle las tuercas al molesto batallón y le enviaron a sus temidas Sturmtruppen, las ya mencionadas tropas de asalto, dotadas de los devastadores lanzallamas. Antes de hacerlo ofrecieron a White la posibilidad de rendirse, algo que este rechazó.
Los combates prosiguieron con cuantiosas bajas para ambas partes, pero los estadounidenses llevaban las de perder, porque se batían en solitario ante un enemigo que contaba con tropas de refresco.

En semejante situación, el batallón se vio abocado a su inminente destrucción. La mayoría de sus hombres estaban muertos o heridos, casi no les quedaba agua, comida ni municiones, y para conseguirla debían arrastrarse hasta las mochilas de sus compañeros muertos, cuyos cadáveres se descomponían insepultos.

Memorial en homenaje al Batallón Perdido en Argonne, Francia

Sospechando que algo así ocurría, los mandos estadounidenses enviaron pertrechos por vía aérea, pero una vez más la suerte se burló del batallón: la comida arrojada desde aeroplanos cayó como un regalo del cielo. . . en medio de las trincheras alemanas.

Finalmente, y como sucede en las películas, llegó "la caballería", que en este caso consistía en un par de divisiones de infantería, enviadas por el propio general Pershing. Cierto es que la ayuda llegaba un poco tarde, cuando el batallón ya estaba diezmado y punto de sucumbir. Sin embargo, el sacrificio no fue en vano. Ellos solos lograron el objetivo que en principio había sido asignado a varias divisiones francesas y estadounidenses que sumaban miles de hombres. El pequeño batallón había logrado sostener la cota 198 hasta la llegada de refuerzos, y ahora los estadounidenses pasaban a la ofensiva.

La derrota de Argonne significó una fractura importante en las líneas alemanas, cuyo retroceso se precipitaría hasta la capitulación del 11 de noviembre. De los 554 hombres de White, sólo 194 salieron ilesos del bosque. 107 estaban muertos, 63 habían desaparecido y 190 presentaban heridas de consideración.

El enigmático final

Charles White Whittlesey y varios de sus hombres fueron condecorados tras la heroica acción, y el mayor fue recibido como un héroe en Estados Unidos. Tras el final de la guerra se reintegró a la vida civil y a su actividad profesional. Y si bien llevaba una vida normal, las experiencias de combate lo habían afectado profundamente.

En noviembre de 1921 embarcó rumbo a Cuba en el navío mercante y de pasajeros SS Toloa. En la noche del 26 cenó con el capitán del barco y sobre las 23.15 anunció que se iba a su camarote. Según relatara posteriormente el marino, White se encontraba de estupendo humor. Nadie más volvió a verlo.


El mayor Charles White Whittlesey

Todo apunta a que el veterano de guerra se quitó la vida arrojándose al agua en medio de la noche. Su cadáver nunca se localizó.

Antes de viajar, White había dejado en Nueva York un testamento donde legaba todas sus pertenencias a su madre. Además, en el camarote dejó documentos varios y cartas dirigidas a parientes y amigos, así como instrucciones para el capitán acerca de lo que debía hacer con su equipaje.

También dejó allí uno documento que ya se había hecho famoso: la carta que los alemanes le habían hecho llegar a través de su compañero George McMurtry -previamente capturado- donde reconocían la valentía y esfuerzo de sus hombres, y lo conminaban a rendirse para evitar la aniquilación.

De película

Las vicisitudes del batallón de White inspiraron un largometraje rodado en 1919, y más recientemente (2001) un telefilme producido por el canal A&E.